Algún día este país será mío

Sergio Galarza

Fragmento

sera

Las rubias. Siempre me gustaron las rubias, por culpa de los comerciales de champú en los que nunca faltaba una chica agitando su cabellera recién lavada, por culpa de las series de televisión gringas, por culpa de la primera niña de la que me enamoré a los cinco años, si es posible enamorarse a esa edad, por culpa de Lori Singer, que en realidad tenía el pelo castaño claro pero podía pasar por rubia oscura, y me descubrió el atractivo de la fragilidad como una estudiante de música en Fama y luego en Footlose hizo que deseara convertirme en un salvador de chicas rebeldes torturadas por sus padres. Una novia rubia fue mi ambición desde entonces. No puedo decir qué fue primero, si mi enamoramiento a los cinco años o la enajenación por los comerciales de champú, pero el virus, porque todas las pasiones son virus que matan una parte de nuestro razonamiento, me fue contagiado sin posibilidad de salvación. Ah, ¡cuántas tardes pasé tumbado en la cama imaginando que mis viejos me cambiaban a un colegio mixto y que ahí me enamoraba de una rubia! No valían los rizos, que eran propiedad de las negras. Una rubia tenía que llevar el cabello lacio o como Lori Singer. ¿Soñabas tú también con ellas, Zeta? ¿O la ficción tampoco te permitía escapar de tu realidad?

Esta es una novela sobre rubias, complejos y una realidad que aplasta al que trata de escapar.

Y como a ti te gustaba más ir de copiloto voy a ser yo el que cuente la verdad de la ruta que trazamos juntos durante más de dos décadas de amistad.

Arranco.

Un día la chica a la que aún amas encuentra otro novio, o debería decir tropieza con otro novio, porque ella era una estudiante de Erasmus que no buscaba el amor cuando te conoció. Joven, rubia, con aspiraciones intelectuales imposibles de compartir en un pueblo extraviado de Bolonia, llegó al piso que alquilabas con una gallega frente al Retiro, ese parque en el que dabas vueltas mirando a la gente que corría y a los que se tumbaban sobre la hierba con sus parejas, a leer, a jugar con sus hijos pequeños, o te recostabas contra el tronco de un árbol recontra stone en vez de ir a tus clases de doctorado en Ciencia Política en la Complutense. Apenas la viste entrar al salón de aquel piso amoblado con un sofá mostaza que usabas para esconder las pelusas en vez de recogerlas, el sillón de cuero negro cuarteado que te servía para echarte siestas que se alargaban hasta la noche, y una mesa y cuatro sillas de madera oscura y muy barnizada como las estanterías vacías de libros que un inquilino anterior había adornado con animales de porcelana, supiste que esa oportunidad que habías extrañado durante un año en Oxford, ciudad a la que tu madre te envió para que perfeccionaras tu inglés, por fin llegaba.

Seis meses en Madrid con el único consuelo de un polvo con dos prostitutas del Este en la Casa de Campo, te hacían extrañar los hostales de Lima en los que te citabas con prostitutas de cincuenta dólares, los locales de estriptís, los saunas, ese menú de carne barata que podías comprar cuando empezabas a calentarte y no había marcha atrás para satisfacer tu hambre de sexo. Te torturabas pensando a diario si tu elección había sido la correcta, o si debías haber elegido una universidad de Estados Unidos para estudiar un MBA como tu primo el guapo, que tenía una novia tranquila y amigas de sobra cuando se aburría de la novia, no el gordo que salía con una chica que vivía al pie de un cerro cerca de la UNI. Pero tú querías una rubia europea, no una gringa, el original, no una copia hecha en China.

La historia con el nuevo novio, sin esos detalles que nunca te atreviste a contarme por vergüenza y que supe por amigos en común, no es muy distinta a la de ustedes: tiene un inicio que atrapa, una trama que va en ascenso y un final cerrado. Todo muy vulgar, como las películas de domingo por la tarde, aunque te sucede lo mismo que al resto de enamorados, crees que por ser el protagonista una vez nadie más ha grabado esas escenas de romance juvenil. Pones play para flagelarte: una noche beben vino, bailan, se besan, beben más vino y cachan, tiran, follan, de pie en la escalera que lleva a su piso, a cuatro patas en la habitación donde ella pinta de madrugada creyendo que será una artista under codiciada por las galerías del barrio de Salamanca. Ese novio, al que conociste primero por foto porque ella accedió a enviarte una después de una cadena de correos electrónicos llenos de declaraciones de amor, insultos y arrepentimiento, eres tú, pero más alto y corpulento, más feo, más cholo, un estudiante pobre que ha viajado a Madrid gracias a una beca, no como tú, que recibías la beca de tu madre y tu tía.

¿Por qué te daba vergüenza contarme las artimañas que ideaste para conquistarla? Entiendo que no quisieras compartir los detalles humillantes de su romance con tu Yo aumentado y deformado, pero me habría gustado celebrar tu historia de amor. Cuando yo conocí a Laura Song te conté todo, desde el día que hablamos por primera vez en unas escaleras de la universidad hasta la noche que nos quedamos dormidos en el sofá después de ver Buffalo ’66. ¿Pensaste que me iba a burlar por tu desesperación? Claro que me iba a reír, en buena onda, celebrando tu ocurrencia, y con algo de malicia también para ser franco. ¿Acaso tú no lo habrías hecho si hubiera sido yo el que se pasaba la madrugada despierto, esperando a que una rubia italiana con cara de plato, espalda de albañil, tetas como kiwis y mal vestida, pero rubia e italiana, que era lo importante, llegara a casa después de haber bailado con sus amigas o haberse besado con algún borracho? Te quedabas despierto con la puerta de la habitación abierta y dejabas una bolsa de basura con una botella dentro al pie de la entrada. Así, cuando ella entraba, la puerta empujaba la bolsa y el ruido te servía de pretexto para salir al salón como un rayo. Ella se disculpaba y tú te dabas aires de chico malo, decías que habías fumado tanto hachís que te había dado pereza bajar la basura y la habías olvidado justo delante de la puerta. Y la invitabas a una copa de vino. Así, semana tras semana.

Hay que admitir, Zeta, que siempre fuiste muy conchudo cuando querías conseguir algo. Además, nunca aceptabas un no como respuesta. La italiana te aceptaba una copa y a veces fumaba hachís contigo. Tu táctica, como la de casi todos los patas que conocemos, era doblegar sus defensas, embellecer el ambiente con música y alcohol y de paso ocultar el patetismo de tu plan detrás de esa neblina que crea una botella de Rioja y las risas, cuando los párpados caen y cualquier abrazo es un buen lugar para entregarse al sueño. Y lo conseguiste. Tardaste dos meses y eso son muchas botellas de vino que los mil doscientos euros que te enviaban de beca familiar pagaron con gusto. Porque tú no comprabas en el Día. Como me dijiste una vez, en el Día compraba la gente pobre y los inmigrantes, y me reí entonces, sin sospechar que algún día yo compraría allí. Para seducir a tu italiana ibas al Corte Inglés, el Wong español, y hasta te atrevías a cocinar mirando el programa de Karlos Arguiñano. Cuando me lo contaron me cagué de risa, pero extrañé que fueras tú mismo el que me lo confesara para cagarnos de risa juntos.

Zeta, escucho a Neil Young mientras tiro del hilo de la memoria. Para recordar tu historia de amor he puesto Like a Hurricane. Dudo que pudieras tararearla si te lo pidiera ahora mismo. Nunca colecciona

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