El chino del dolor

Peter Handke

Fragmento

El observador es distraido

Cierra los ojos, y del negro de las letras nacen las luces de la ciudad. No son las luces del centro urbano, sino las farolas de una de las múltiples urbanizaciones nuevas en el extrarradio del sur, que acababan de iluminarse lentamente. La urbanización consta de casas unifamiliares de un piso y está situada en la gran llanura al pie del macizo del Untersberg; en su tiempo fue un pantano natural que más tarde se llenó de tierra, convirtiéndose en terreno pantanoso —sigue habiendo ciénagas y estanques— y que ahora se llama «musgo»: el musgo Leopoldskroner. Al principio, las farolas brillan muy poquito y sólo entonces cobran fuerza e irradian una nítida luz blanca. Por el contrario, las lámparas de arco montadas en los postes de hormigón en el margen oriental de la urbanización, allí donde, en forma de un recodo, está trazada la estación final de la línea de trolebús, dan un resplandor amarillo rojizo. Entre el recodo del trolebús y la urbanización corre el canal que data de la Alta Edad Media, alimentado por el río Königssee-Ache y por un arroyo del monte Untersberg: el canal de los pastos alpinos o «el alpino». La urbanización se encuentra justamente más allá del límite de la ciudad (poco antes del acceso se ha tachado diagonalmente la palabra «Salzburgo» en el rótulo de la carretera) y se llama «Urbanización de los Robles». Allí todas las calles reciben nombres de árboles: la calle de los Alisos, la de los Sauces, la de los Abedules, la de los Pinos Silvestres. Solamente el sendero procedente de la turbera occidental, casi despoblada, sigue siendo el «Camino de la Prensa del Mosto». Dentro de la urbanización se hallan las escasas antiguas cabañas de los campesinos turberos, ahora en ruinas o aprovechadas para otro fin.

Un trolebús gira para entrar en el recodo de la estación final; un largo vehículo articulado. Baja gente diversa, escolares, nativos y algunos extranjeros (éstos viven en unas pocas casas de madera), todos con prisas; sólo los niños remolonean. Todos pasan a la vez por el pequeño puente del canal, seguidos por algunos jóvenes en sus bicicletas, que de día las dejan colocadas al lado de la estación, y junto con ellos llegan a la urbanización que, desierta hace un momento, ahora de repente parece populosa. Unos perros se acercan corriendo a las puertas de los jardines. A la entrada de la urbanización, la cabina de teléfonos, hace un instante tétrica, transparente y vacía, se oscurece ahora debido a los usuarios y a los que esperan fuera.

Aún no es de noche. En todo el ámbito de la ciudad se han encendido las luces muy temprano, como es habitual. En la depresión del horizonte, entre el monte Untersberg, al sur, y el Staufen, al oeste, todavía se ven franjas de color naranja. En la loma del Untersberg, sobre la que ya ha oscurecido, brillan los peñascos triangulares como velas. La última góndola del teleférico baja por encima de la hondonada de cascotes del pico. El Staufen, más alejado, al otro lado de la frontera alemana, es de un azul casi negro. Los únicos tonos claros tan sólo los dan las estrías de cal en la parte superior, y en la cima, la luz trémula de una choza montañesa. En realidad allí hay dos picos: el «pequeño» y el «gran» Staufen, que muestran, vistos ambos desde unos kilómetros al norte de la ciudad de Salzburgo, su evidente distancia. Aquí, en el musgo, empero, una montaña se yergue justamente delante de la otra, y ambas juntas forman una pirámide homogénea, aislada del vasto círculo. Igualmente solitario culmina, enfrente, al este, el monte Gais. Con la única diferencia de que éste es redondo y boscoso y no una pirámide desnuda, y que forma arriba, en vez de un pico, una meseta. A la luz trémula de la choza Staufen responde ahora la primera estrella. Al pie del monte Gais, habiendo pasado ya de la yerma tierra pantanosa a la más fértil tierra arcillosa, discurre el Salzach al atardecer. Allí, en la ribera del río, a la altura de ese peñón llamado «roca primitiva», me vino una vez al encuentro de un hombre que, mirando el peñón levemente sobresaliente y las oquedades en él socavadas, dijo: «El mundo es antiguo, ¿verdad, señor Loser?»

En la luz de aquel momento se produjo un silencio. Se extendió el cálido vacío que tanto necesito. Fue como una inspiración o, si existiera esa palabra, un enaltecer originario. La frente ya no necesitaba la mano como apoyo. En el fondo no fue un calor, sino un brillo; no un extenderse, sino un arranque; no un vacío, sino un ser-vacío; menos mi personal ser-en-blanco que una forma en blanco. Y la forma en blanco se llamaba narración. Cuando la narración comenzaba, mi rastro se perdía: la pista se desdibujaba. El vacío no era ningún misterio; un misterio seguía siendo, desde luego, lo que cada vez lo hacía surtir efecto. Era tan majestuoso como tranquilizante, y su quietud quería decir: No tengo que manifestarme. Todo (cada cuerpo) llegaba a ocupar su lugar ante su presencia. «¡Vacío!», eso correspondía a la invocación de la musa, al comienzo de una epopeya de antaño. No causaba ningún estremecimiento, sino ligereza y desenfreno, y actuaba como una ley: tal y como es ahora, así ha de ser. En la imagen era el vado.

El vacío se pobló de personajes. Por la calle crepuscular de la urbanización caminaba una chica joven con bombachos azules hacia el postrer amarillo del cielo. De una travesía salió una mujer mayor en bicicleta con el jarro lleno de leche en la mano (en la región turbera hay algunas granjas dispersas). Un anciano iba y venía de la puerta de su casa al portal del jardín, cambiando de gafas en el camino de ida y tomándose el puso en el de vuelta. El viento soplaba, como siempre, del oeste. Por la noche se había vuelto fuerte y ahora sólo soplaba suavemente. El entramado de ramas de las diferentes clases de árboles, escalonados en los jardines, se cimbreaba de un lado a otro o se movía de arriba abajo, de manera que al cabo de un rato daba la impresión de un telar sumido en un movimiento regular o de hojas de sierra. En un rincón de la habitación rodaba un ovillo de polvo iluminado por la lámpara de pie, y en el cielo aún brillaba dentro de un sol una estela de gases condensados, trazada por una punta de metal centelleante. En el fondo del canal flotaban los terrones de musgo. Una manada de corzos saltaba por encima de la zanja de drenaje de un prado turbero.

Yo ocupo dos habitaciones en la única casa de alquiler de la urbanización, justamente detrás del puente del canal. La casa fue construida en el decenio que siguió a la guerra y sólo tiene dos pisos, sin ascensor ni terraza. La planta baja sirve de supermercado; en esta zona no hay ninguna otra tienda. Después de haberme mudado aquí, alguien me contó lo que decían en mi casa cuando alguien preguntaba por mi nueva dirección: «Ése vive ahora en la estación final de la línea cinco, encima del SPAR (desde luego, esta respuesta no procede de mi mujer o de los niños, sino de una vecina). Las dos habitaciones, de hecho, están situadas en el primer piso, y por la noche, a veces, llegan desde abajo las vibraciones de las cámaras frigoríficas. Una de las habitaciones da al este, al canal y al recodo d

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