Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Segunda parte
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Sobre el autor
Créditos
Para Alejandro y Juan, reales como la fantasía,
fantásticos como la realidad.
Primera parte
En casa había una enciclopedia de la que mi padre hablaba como de un país remoto, por cuyas páginas te podías perder igual que por entre las calles de una ciudad desconocida. Tenía más de cien tomos que ocupaban una pared entera del salón. Era imposible no verla, ni tocarla. Yo mismo, por aburrimiento, abría a veces uno de aquellos libros desmesurados, de tapas negras, y leía lo primero que me salía al paso con la esperanza de encontrar un callejón oscuro, pero sólo veía palabras pequeñas que desfilaban por la página con la monotonía de una hilera de hormigas infinita. Mi padre estaba obsesionado con la enciclopedia y con el inglés. Cuando decía que iba a estudiar inglés, era que en casa estaba a punto de suceder una catástrofe que no tenía nada que ver con los idiomas.
En aquella época yo tenía un talismán que me ayudaba a conseguir cosas; se trataba de un zapato minúsculo, de piel, que pertenecía a un hermano mío que no llegó a nacer: un aborto. Cuando el embarazo se malogró, mis padres se deshicieron de las ropas que habían comprado anticipadamente para él, pero yo conseguí rescatar aquel zapato que tenía el tamaño de un dedal. Un día papá me lo quitó muy irritado y lo arrojó a la basura.
—Ya no tienes edad —dijo— de creer en talismanes.
—¿Y por qué tú sí puedes creer en el inglés?
No me respondió, pero cambió de expresión, como si le hubiese descubierto un secreto indeseable. A mí, como venganza, me dejaron de interesar por completo los volúmenes oscuros de la enciclopedia, y entonces él aseguró que el día menos pensado, si persistía en no leer, los libros saldrían volando de casa, como pájaros, y nos quedaríamos todos sin palabras. Algunas noches, al meterme en la cama, intentaba imaginar un mundo sin palabras; suponía que habíamos comenzado a perderlas por orden alfabético y que de la A sólo nos quedaban de asesino en adelante, así que no teníamos aire ni abejas ni abogados ni abreviaturas ni aceros ni acicates ni ancianos. Los acicates me daban lo mismo, porque no sabía lo que eran; lo malo es que también habíamos perdido el alumbrado, las algas y los Alpes, además de Argentina y América. Una catástrofe natural, en fin, cuyo responsable era yo.
Si me dormía con estas imágenes, despertaba al poco huyendo de la pesadilla de haberme quedado mudo, que en el sueño constituía la forma más perturbadora de estar ciego. Así que empecé a vigilar la enciclopedia y el resto de los libros de la casa como si fueran enemigos. Y ellos, desde su opacidad, me acechaban también con algo de rencor, culpándome por anticipado de aquel desastre ecológico comparable al de la desaparición de variedades zoológicas. De manera que, cuando oía hablar de especies en extinción, ya no pensaba en los lagartos, ni en los búfalos, sino en las palabras. Escogía una cualquiera, escalera, por ejemplo, y comenzaba a darle vueltas a la posibilidad de que desapareciera. Repasaba mentalmente los lugares a los que no podría subir, ni de los que podría bajar el resto de mi vida, y comenzaba a sudar y a ponerme pálido de miedo.
Mi madre, después de preguntar mil veces qué me ocurría sin que yo consiguiera inventar nada razonable, acabó llevándome a un médico que me examinó de arriba abajo sin encontrar justific