Vía Revolucionaria

Richard Yates

Fragmento

 indice

Índice

Portadilla

Dedicatoria

Citas

Primera parte

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Segunda parte

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Tercera parte

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Notas

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

dedicatoria

Para Sheila.

citas

¡Ay, cuando la pasión es mansa y arrebatada a la vez!

JOHN KEATS

Primera parte

Primera parte

Uno

Uno

Los sonidos finales del ensayo general dejaron a los Laurel Players allí plantados, sin nada que hacer, callados e indefensos, parpadeando ante las candilejas de un auditorio vacío. Apenas se atrevieron a respirar cuando la figura solemne y menuda del director salió de los asientos desnudos para reunirse con ellos en el escenario, mientras sacaba de bastidores sin contemplaciones una escalera de mano y trepaba a la mitad de la misma y les decía, tras aclararse varias veces la garganta, que eran gente con muchísimo talento, gente con la que era maravilloso trabajar.

—No ha sido fácil —dijo, mientras sus gafas despedían discretos destellos hacia el proscenio—. Hemos tenido muchos problemas, y, para seros franco, ya casi me había resignado a no esperar gran cosa de vosotros. Pues bien. Tal vez os sonará cursi, pero aquí ha pasado algo. Esta noche, mientras estaba sentado ahí abajo, he tenido la clara certeza de que todos vosotros estabais poniendo el corazón por primera vez en vuestro trabajo.

Abrió los dedos de una mano sobre el bolsillo de su camisa para ilustrar hasta qué punto el corazón era una cosa simple, física; luego los cerró formando un puño, que procedió a agitar lentamente en una larga y callada pausa dramática, mientras cerraba un ojo y dejaba que su húmedo labio inferior escenificara una mueca de orgullo triunfal.

—Haced lo mismo mañana por la noche —dijo— y la función será apoteósica.

Podrían haberse echado a llorar. Temblorosos, procedieron en cambio a lanzar vítores y risas, a estrecharse las manos y a besarse, y alguien salió a por una caja de cerveza y todos se pusieron a cantar en torno al piano de la sala hasta que, por unanimidad, decidieron que lo mejor sería dar por terminado el jolgorio y regalarse un buen sueño reparador.

—¡Hasta mañana! —se dijeron, contentos como niños, y mientras volvían a sus casas a la luz de la luna descubrieron que podían bajar la ventanilla del coche y dejar que entrara el aire, con sus saludables aromas de greda y flores nuevas. Era la primera vez que muchos de los Laurel Players se permitían el lujo de certificar la llegada de la primavera.

Corría el año 1955 y el lugar era una zona del oeste de Connecticut donde recientemente tres poblaciones grandes habían quedado fundidas por una amplia y clamorosa carretera llamada Ruta Doce. Laurel Players era una compañía de aficionados, pero de las buenas y serias: sus miembros habían sido reclutados entre los adultos jóvenes de aquellas tres localidades, y éste iba a ser su primer montaje. Pasaron todo el invierno reunidos en la sala de estar de uno o del otro para mantener encendidas charlas sobre Ibsen, Shaw y O’Neill, y luego para la votación a mano alzada, en la que una sensata mayoría había elegido El bosque petrificado. Después, para el casting preliminar, se habían entregado semana a semana con una creciente dedicación. Podían opinar en privado que el director era un tío curioso (y lo era, en cierto modo: parecía incapaz de hablar de otra manera que no fuese con la mayor seriedad, y solía concluir sus parrafadas sacudiendo ligeramente la cabeza, con el consiguiente bamboleo de sus mejillas), pero lo querían y lo respetaban, y creían a puño cerrado en casi todo lo que decía.

—Toda obra merece lo mejor de cada actor o actriz —les había dicho en una ocasión.

Y en otra:

—Que no se os olvide. Aquí no estamos montando una obra y nada más. Estamos creando un teatro comunitario, y eso es algo muy importante.

Lo malo era que ya desde el principio habían temido que acabarían haciendo el ridículo, y habían agravado ese temor con el propio miedo a reconocerlo. Al principio ensayaban los sábados; por lo visto, siempre en una de aquellas tardes sin viento de febrero o marzo, cuando el cielo está blanco, los árboles negros y los campos y los montículos de tierra yacen desnudo

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