Sacrificio de dama

Julio Cesar Londoño

Fragmento

Sacrificio de dama

La máquina llegó a la casa un poco después de mi retiro de la universidad. Constaba de tres partes: un teclado, un paralelepípedo negro mate con los acostumbrados signos y luces de la semiótica digital, y una caja que contenía las piezas del ajedrez. Era la Chessmaster 2050, quizá la más compleja calculadora de la cuarta generación.

Había decidido comprarla un año atrás, cuando la perspectiva de la jubilación se abría ante mí como las puertas de un sueño dorado. Los proyectos y los viajes siempre postergados, los libros intactos y la casita de la playa tendrían entonces su momento. Por fin iba a tener tiempo para todas estas cosas o para no hacer nada, flotar en un remanso del tiempo como un pachá ahíto, vagar sin rumbo por los campos, jugar una partida con una criatura inteligente y silenciosa que no fumaba ni era inoportuna, a la que se podía invitar o despedir sin ceremonia en cualquier momento, con la que no era embarazoso triunfar ni humillante perder.

El paralelepípedo que mencioné al principio era el cerebro de la máquina; el teclado, el medio para comunicarse con él. La caja contenía un ajedrez de obsidiana y marfil, en previsión de que el usuario no quisiere utilizar la pantalla del paralelepípedo.

La 2050 tenía doce niveles de juego, de complejidad creciente. No tuve inconvenientes con el primero, que jugaba “ping pong” o ajedrez rápido, ni con los dos siguientes, que exhibían una calidad similar a la de los jugadores de café. Lo admirable era que podía encontrar en segundos soluciones que a un jugador de café le pueden tomar diez minutos, si es que las encuentra. Quizá me confié y jugué distraído con el nivel Cuatro, porque me encontré de pronto irremediablemente perdido en la jugada veinte, hecho que celebró con una musiquita estentórea, al tiempo que pronosticaba: Mate en tres jugadas. Entre molesto y divertido, traté de prolongar mi agonía para aguarle la fiesta. Y aunque jugué con sumo cuidado, tomándome incluso más tiempo del reglamentario, dos jugadas después estaba al borde de un mate imparable. Furioso, le gané ocho partidas seguidas y solo me retiré a mis habitaciones a las cinco de la mañana, hora en que consideré que mi superioridad frente al Cuatro estaba demostrada.

Es tiempo de hacerles una confesión. No soy un aficionado desprevenido ni empírico. Años atrás fui jugador profesional de ajedrez, con todo lo que esto significa: torneos, libros, pobreza, silencio, café, cigarrillos, trasnocho, el pulso trémulo de un momento crucial, la emoción estética de una combinación brillante, la chambonada inexplicable y fatal, caminar por las calles sin ver ni oír nada, ajeno a todo y a todas, inmerso en el análisis de una posición intrincada, y un número del Nomenklator celosamente guardado bajo el abrigo. Editada en Canadá, con un tiraje reducido, Nomenklator era una publicación especializada que contenía información sobre los más importantes torneos internacionales, análisis de las partidas por reconocidos maestros del “juego” (llamémoslo así) y discusiones sobre las últimas innovaciones teóricas. Era nuestra biblia y solo la prestábamos a cambio de otro número o su facsímil, que era lo más frecuente. En mis años de jugador no tuve en las manos más de tres o cuatro originales del Nomenklator.

Así se comprende que no me envanecieran los triunfos, mi descomposición frente al Cuatro y lo que vendría luego, pues con el Siete comenzaron los problemas. Desde la apertura sentí que estaba frente a un rival singularmente sólido. Dueño de un estilo opaco y monolítico, lograba neutralizar todos mis ataques con pasmosa facilidad. Después de nueve empates o “tablas”, como los llamamos nosotros, opté por una alternativa poco estudiada de la variante dragón de la defensa siciliana. Mi movimiento 14 no fue óptimo. Con laboriosa inteligencia el Siete se aferró a ese asomo de error y lo cultivó con esmero, con arácnida paciencia, hasta lograr una posición ligeramente superior. En la jugada 75 decliné.

De pronto me vi suscrito de nuevo a publicaciones de ajedrez, rodeado de libros de finales, entrenándome en los clubes. Los proyectos de viaje, los libros de humanidades, los paseos por el bosque e incluso la familia habían perdido todo interés para mí. Mis energías se hallaban concentradas en la empresa de vencer a la máquina, en salvar a la humanidad de la ignominia de ser derrotada en el juego ciencia por un electrodoméstico.

Al cabo de tres meses de estudio pude superar al Siete. El Diez era magistral, riguroso en el cálculo y creativo en la especulación. Sus combinaciones me recordaban las románticas audacias de Mijaíl Tal. Recuerdo que en medio de una interesante partida hice un movimiento débil. Le ruego reconsidere su jugada, escribió el Diez regresando mi pieza al escaque original. Es una hermosa partida. Y a pesar de que jugaba mejor cuando tenía la iniciativa, el momento más alto de su producción lo alcanzó en una maniobra defensiva. Yo había arrojado un caballo contra su enroque. Era un sacrificio dilemático: si lo aceptaba, la posición de su rey sería precaria; si lo rechazaba, perdería la “calidad” sin compensación a la vista. Después de una reflexión inusualmente larga, respondió avanzando uno de sus peones centrales. La jugada neutralizó mi mejor alfil, dos jugadas después tomó temerariamente el caballo y triunfó luego de un arduo combate en la jugada 57, pero esta vez no celebró con su odiosa musiquita: Ha sido mi mejor partida, escribió, y fue posible por contar con un rival de su talento. ¿Me concede otra partida? Accedí, claro, y jugué algunas partidas más con el caballeroso Diez hasta que decidí que era hora de enfrentar al último, el Doce.

Para entonces mi relación con la máquina era singular. Horas enteras me sentaba a contemplarla con el respeto que solo la inteligencia puede inspirar. También con ternura. Me dolía mucho ver una criatura tan capaz encerrada en una caja negra y condenada al ajedrez; que no tuviera otros goces ni pudiera aplicar su inteligencia al estudio de otros campos del pensamiento. No la había vuelto a guardar en los cajones del escritorio sino que la dejaba encima, frente al ventanal que domina la ciudad. Mis amigos notaron que ya no la llamaba “la 2050”, como al principio, sino “ella”. Me molestaba cuando sostenían que los computadores eran, simplemente, artefactos rápidos y memoriosos. Es un disparate. El programa de la Chessmaster, demos por caso, ocupa un disco de 360 kilobytes, espacio que apenas puede contener una pequeñísima parte de la teoría ajedrecística. El número de las posiciones que se pueden presentar en una sola partida es inconmensurable. Ella, esto lo tenía muy claro, pensaba (luego supe que también sentía). Analizaba variantes en diagramas arbóreos que agotaban las principales posibilidades de cada posición en borbotones de nueve movimientos por segundo. Al término del análisis de cada variante evaluaba la posición resultante con base en criterios generales de estrategia, la calificaba con un decimal comprendido entre cero y uno, y la archivaba. P

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