Nunca seremos tan jóvenes como hoy

Carlos Arámbulo

Fragmento

jovenes-1

El viaje a Hemingway

Para Milly, de hecho

Salimos con el final de la noche. En Miami, todos los relojes se habían adelantado una hora, de esa manera la ficción era total: vivíamos un tiempo que aún no transcurría, todos se disparaban hacia la highway, la US1, en ese tiempo irreal para llegar a tiempo a su realidad más absoluta; el mismo trabajo de todos los días. Nos hundíamos en la luz rodeados por otros trece carriles de automóviles a ochenta millas por hora y no conocíamos ni medio metro de lo que teníamos adelante. Viajar en la incertidumbre total era un justo pago a la irrealidad de la falsa hora de Miami.

—En cinco horas llegamos a la casa de Hemingway.

—Sí. Qué bueno, ¿no?... Mira tu cara. Estás feliz.

—Un poco.

—¿No era lo que más querías hacer en este viaje?

—Sí, pero se siente raro.

—Te gusta mucho Hemingway, ¿no?

—...Sí.

—¿Por qué dudas?

—Por costumbre.

¿Era esta la US1? Quizá habíamos entrado por la A1A y estábamos perdidos. No era grave; perderse en Miami no es ninguna complicación, las calles son correlativas, los mapas precisos, el lugar era absolutamente desconocido. No puedes perderte si no conoces nada, si no existen referencias..., entonces, todos los lugares son lo mismo. No podíamos estar perdidos si solo habíamos seguido el mismo camino desde Fort Lauderdale. ¿Habría hecho este recorrido Hemingway? La gente lo reconocería. Algunos dirían «¡Mira, es Hemingway!» y les responderían dudosos «¿De verdad?» y seguirían caminando mientras Pa continuaba el largo camino hasta el último cayo de la Florida.

—Es cierto. ¿Por qué no me crees? Es el último cayo de todos, la punta, el último lugar al sur que se puede llamar Estados Unidos.

—Y, ¿por qué se fue a vivir tan lejos?

—Habrá querido estar lejos.

—…

—…

—No quieres hablar de nosotros, ¿no?

—Qué voy a hablar, qué tenemos que hablar, todo está muy claro.

—Es que para ti puede estar claro..., yo necesito hablar las cosas.

—No te entiendo. Es sencillo, solo cumplir lo que está decidido. Las cosas se arreglan así, actuando. No sirve darles vueltas y vueltas y vueltas como te encanta, así solo terminas enroscada en lo mismo.

—Siempre así, ¿no? ¿No puedes darle valor a lo que piensan los demás? Entiéndeme…

—…

—Pero mírame… No, es estúpido, no queremos que choques, solo escúchame: esta es mi manera, no puedo ser como tú esperas, tú tampoco vas a poder ser nunca como yo espero... A veces te envidio tanto, cómo puedes ser tan feliz, andar tan tranquilo... eres cruel, tu indiferencia es cruel, disfrutas verme así, ¿no?, entregada, vulnerable... no puedo más, de verdad que no puedo más...

—Ok, siempre lo mismo; ya terminaste logrando desesperarme y ponerte a llorar.

—Es que no tienes el más mínimo sentimiento de pena por lo que causas.

Quizá fuera cierto que Hem era incapaz de sentirla; si no, cómo explicar la pasión por actividades ligadas a la muerte: cazar, pescar, el toreo. El camino ha dejado de ser una sucesión de counties, y ahora rodamos sobre una delgada e inestable tripa de arena rodeada de agua y protegida por altos cercos verdes. A veces se puede ver algunos yates con aparejos de pesca. Es como si de pronto fuéramos a encontrarnos con Pa sentado en la silla de proa, con un martini o un gimlet en la mano, balanceando su borrachera, su incomprensión y soledad absoluta como si fuesen su más enhiesta banderola de vela, hundiéndose en el mar, arropado y huraño, en ese lugar del bote donde solo cabe una persona y nada más que una, feliz de entregarse nuevamente a otra actividad de hombres solos.

—¿Ves? Ni siquiera me respondes, te encanta aislarte... Si tuvieras algún interés en mí harías lo que haces cuando te llama algún amigo, sales disparado, no te importa nada.

—...

—...

—Siempre quise hacer esto, siempre me imaginé manejando en una highway durante la madrugada, yendo a un lugar que no conozco por un camino que no conozco, amputado del resto del mundo.

—Solo..., lo que más te interesa es estar solo.

—No para siempre, solo por ratos.

—¿Como Hemingway?

—Dicen que cuando tomaba más tragos de lo normal y sentía que ya no llamaba la atención de nadie se volvía insoportable. En palabritas literarias, hosco, huraño. Por algún lado leí que se iba a una esquina de la habitación, hacia el sillón más apartado, como un animal, pero no para tirarse al piso a sufrir… ni hablar. Él tenía un nombre para eso: grace under pressure.

—¿Qué es eso?

—Mantenerse estable, no demostrar debilidad ante lo que de verdad te duele.

—¿Eso es lo que pasa contigo? ¿Te parece debilidad demostrar lo que sientes? No te entiendo. Definitivamente somos diferentes.

Sí que lo éramos; aunque durante buena parte de mi adolescencia jugué a escribir como él, de pie, borracho, con el torso desnudo, la habitación convertida en un cubil, jamás pude compartir el bizarro placer de cazar animales. Se suceden los cayos, Key Large, Marathon, el famoso 7 Miles Bridge. El lugar era agua y blanco y botes y desconocidos amigables. El sol ya calienta y llevo algunas horas manejando, decido tomar un café en una estación de gasolina. Al lado izquierdo del ingreso hay innumerables brochures. La empleada de la estación me dice con un inglés del centro que falta una hora para llegar a Key West.

—Quizá sea nuestra última oportunidad... No te importa, ¿no?

—No sé, durante tanto tiempo empujé esta relación mientras tú la desbarrancabas… ahora ya no tengo fuerzas para empujar más y es justo ahora cuando decides salvarlo todo, como si hubieras querido matarte, tuvieras una navaja apoyada contra la muñeca y en el último segundo hubieses decidido que vale la pena vivir cuando ya tu cuerpo se ha acostumbrado a la idea de morir... no sé, ¿sabes qué? Hay que dejar todo así. Todo esto que te digo me suena elaborado muy... «literario».

—Es «literario».

—Qué quieres, es mi única manera de decir las cosas.

—No, tú no dices las cosas. Creo que sí, esto se acabó. Lo tengo bien claro. Regresamos y cada uno por su lado.

En la entrada a Key West hay una oficina de información turística. Veo pasar a los rezagados, los botes que no salieron a tiempo o que no tuvieron suerte y no lograron enganchar a algún turista. Desde los bordes de los puentes, gente de toda edad pesca con cordeles o cañas. Bajamos para conseguir un plano, aún tomados de la mano y sorprendidos de la manera tan civilizada como venimos destruyendo nuestra vida juntos, como si, narcotizados, intentásemos llegar a la válvula que regula el oxígeno, no hay enfermera alguna cerca, todo depende de nuestra voluntad y capacidad, todo está a la mano y lejano a la vez, podemos hacer todo porque nadie nos conoce, porque nadie sabe quiénes somos, nadie se ocupa de nosotros, solo pasan a nuestro alrededor y podemos bailar como locos sin que nadie nos mire siquiera, podemos bajar el sol con las manos para echárnoslo sobre el rostro y reír en castellano, y reír entregadamente locos.

—Tienes que seguir por Truman hasta llegar a Whitehead, esa es la calle de la casa.

—¿Estamos bi

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