Contenido
Antes de empezar
Raíz y destino
Trazos
La vida te vive
Si lo sé, no nazco
Exámenes para (casi) todo
Pasión, pirueta
Nacemos prematuros
Lo que nos pasa
El éxito sucede por dentro
Tu tiempo es éste
Escribir desde la torpeza
La gente somos todos
Rebaños
Ser tú mismo (con tu organismo)
El dinero no cambia a nadie
Todo tiene quien todo da
A cuento de qué
Ubi bene, ibi patria
El verdadero sexo débil
El enredoso sexo
Uno es uno (a veces + otro)
Estar al abrigo de un miope
La alegría de los otros
Hacienda lo sabrá
Yo me miento solo
De la resistencia
La infección
Evasión o derrota
Una pequeña metáfora de la vida
No hay enemigos
Los buenos bienes
De tratos y contratos
De coartadas que nos coartan
Creer es crear
Un largo cuento de polvos y ambiciones
La claraboya del alma
Invéntate la vida
Elévate
Una contradicción en marcha
Tu vida por vivir
El pesimista
El esperanzado
If
Cosas que descubrir
Diez libros que te regalaría
Diez películas que vería contigo
Diez canciones que te haría escuchar
Diez personas a las que te invitaría a mirar
Un poco de experiencia en cien comprimidos
Agradecimientos
Antes de empezar
Raíz y destino
El 7 de marzo de 1997 a mi madre se le repitió un ictus, mientras se recuperaba de otro anterior, más suave, en la Clínica Corachan de Barcelona.
Escribo estas líneas a mano, como casi siempre, y tengo que hacer un esfuerzo ingente para que el trazo no salga tembloroso.
Hoy es 23 de noviembre de 2009.
Mi madre partió el 15 de abril. Y desde entonces el planeta me parece deshabitado.
Incluso de mí mismo.
Durante doce años, un mes y ocho días hemos vivido una relación imposible de explicar en libro, película o formato alguno.
Con la ayuda del resto de la familia —inicialmente— y dedicado solo y plenamente después, he vivido una etapa de mi vida para la que no encuentro palabras, ni entre las que ya existen ni entre las que podrían ser.
Mi madre es —siempre me gusta hablar de ella en presente— un rayo de luz blanca en un mundo de brumas.
Optimista, abnegada, de risa resplandeciente porque le sale del alma («Me ríen los huesos» es una expresión suya), obstinada en sus empeños, generosa, sabia, terca y con una visión especial del interior de las personas.
Hemos tejido en este tiempo, más que en el anterior donde no nos faltó la unión permanente, una relación irrepetible.
Con 8 años Juana había leído Los Miserables. Cosa que aún no comprendo cómo hizo, puesto que en aquella época acompañaba a mi abuelo Pedro a vender pescado por las calles de Barcelona.
Su Barcelona. La nuestra
A esa misma edad, ella sola, entró en la Catedral e hizo la Primera Comunión sin fiesta ni boato ni compañía. Lo sentía y no había para más.
Nos sacó adelante contra viento y marea. Y durante cuarenta y cinco años ha sido, y es, una de las colaboradoras más entregadas del Cottolengo del Padre Alegre en Barcelona.
Allí las hermanas lo saben. Y las niñas la adoran. Las ha llevado a comer a casa, a la playa, a las cabalgatas de Reyes en la Vía Layetana, a los desfiles de la Guardia Urbana... Ha pasado decenas de horas, día tras día, con ellas, en la propia institución. Cantándoles, mimándolas, dándoles de comer, cuidándolas, amándolas... «Tendría que pagar por venir. De la alegría que me da estar aquí.»
Lo ha dicho siempre.
El ictus del 7 de marzo de 1997 la dejó paralizada de la parte derecha. Consciente y sin habla. No me extenderé en esto.
A pesar de todo, y con esfuerzos que no detallaré, ha hecho vida normal. Hemos caminado cada día. Me empeñé y la empeñé. Hasta el último minuto. Hemos cantado, reído, reñido, viajado, salido a comer fuera de casa permanentemente, ido al cine, al mar, de compras, a jugar inocentemente con mi hermano, a la peluquería...
Vida normal, a pesar de las circunstancias, y lúcida.
Recuperó parte del habla a base de aplicar toda su voluntad y una exhaustiva insistencia mía que la forzaba hasta el exceso a veces. No me resignaba a permitirle palidecer.
Vestida de «punta en blanco», como a ella le gustaba, hemos recorrido las calles de Barcelona y Madrid permanentemente. Repartiendo besos a todo lo que le producía emoción. Y, créanme, era casi todo, como sus lugares queridos: Colón, el puerto, Sitges, Castelldefels, Garraf, el Tibidabo, «su calle Muntaner», «su-nuestra calle del Camp», La Bonanova, La Cibeles, La Puerta de Alcalá... ¡Tantas cosas! ¡Tantas!
Dejé mi vida para hacer la nuestra. Minuto a minuto.
Pero su mirada tan auténticamente honda y limpia era y es el único puerto donde mi alma se siente abrigada. Éramos un solo ser. Inventamos centenares de juegos para volver a hablar. De forma tozuda y divertida. Y avanzábamos.
No creo que haya habido otra época en la que nos comunicáramos mejor. Dos almas fundidas.
Y no han faltado, ¡qué va!, momentos durísimos, sobresaltos, padecimientos, cansancios... Para ella estar así ha sido atroz. Dependiente siempre. Cuando antes ella era la cuidadora de todos.
Las personas que no