El futuro es una máquina que nunca se apaga

Erick Benites

Fragmento

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I

Javier necesitaba ayuda.

Su madre sabía que ningún castigo lo corregiría y menos si el episodio era tan complejo: asfixiar al perro de la familia con una corbata por haberse orinado dentro de sus zapatillas. El hecho era grave, pero lo que encendió aún más las alarmas era que la corbata pertenecía al padre de Javier, quien los había abandonado yéndose con la prima menor de su esposa.

El segundo día de terapia le pidieron que enterrara al perro junto con las zapatillas. Lo acompañé al veterinario para reclamar el cadáver y cargarlo hasta el parque. El psicólogo le explicó que al ejecutar ese ritual dejaría todo atrás. Sepultaría, junto con el animal y el calzado, ese nudo en la garganta que lo agobiaba debido a la ausencia de su padre. Las cosas permanecerían bajo tierra, sin posibilidad de asomarse para atormentarlo.

Cuando las sesiones terminaron, fui a su casa a proponerle un trato.

—Nunca sentí el nudo en el pecho del que me hablaba. A decir verdad, nunca he sentido nada de eso —dijo Javier sin mirarme.

—Lo que importa es que tienes las tardes libres. No verás al loquero de nuevo.

—Odio su voz. Sus palabras son abejas que zumban en mi cabeza. El humo las espantará por un rato. ¿Trajiste cigarros?

Le expliqué que no había ido a fumar, que le había conseguido un trabajo. Mostró poco interés, incluso después de explicarle la oferta. Querían pagarnos por mirar televisión. Y, para ser sincero, era nuestra única habilidad cuando empezaba el colegio. No teníamos campamentos en la playa, anécdotas de caza con escopeta o visitas al estadio. Las personas a nuestro alrededor nos dejaban existir bajo la ley del menor esfuerzo, con empleadas que preferían ubicarnos frente al televisor para no arruinar su rutina de limpieza y cocina. Y nuestras madres, cansadas de sus trabajos, no concebían sacarnos de aquel estado catatónico en el que caíamos cada tarde frente a la pantalla.

Mauricio, mi primo, nos quería reclutar como observadores a sueldo. Lo único que variaría sería el lugar: trabajaríamos en su mini departamento. Allí se encontraban los equipos de la productora que había fundado: Opio de masas. Su empresa se dedicaba a grabar cada uno de los programas nacionales y los vendía a alumnos de Comunicación para sus investigaciones.

—No tenemos que borrar los comerciales, ¿verdad? Eso sería demasiado —me preguntó Javier.

—No mencionó nada de eso. Solamente se trata de mirar y cambiar las cintas cuando se acaben.

Mauricio nos necesitaba desde las cuatro de la tarde hasta la medianoche. Su empresa productora había dejado largos periodos de señal abierta sin registrar en sus videograbadoras. A ella le dedicaba el tiempo que le quedaba entre ir a la universidad y su trabajo de camarógrafo de eventos. Por ello necesitaba alguien de su entera confianza (eso me dijo) para ayudarlo.

—¿Sabes cuánto pagan?

—No es mucho, aunque podremos verle el culo a la enamorada de mi primo.

Odiaba referirme a ella de esa manera, pero era un trabajo para dos personas. Si me presentaba solo, Mauricio me hubiera mandado a buscar a otro para el puesto. Tenía que animar a Javier de algún modo.

—Iré una semana para ver qué tal el trabajo y el poto de la tipa —dijo—. Además, el psicólogo me aconsejó mantenerme ocupado, que deje de observar el techo sobre mi cama. Lo he observado mucho y creo que la humedad trata de formar un círculo.

El pomo de la puerta comenzó a girar y de golpe entró un niño. Caminó apresuradamente hacia el centro de la habitación y le dijo a Javier que su almuerzo estaba servido. Era Nadir, el hijo de la empleada.

—¿Y tú ya almorzaste? —le preguntó mi amigo.

El pequeño le respondió que no y se tapó la boca. Javier lo levantó de los tobillos como un pez trofeo y después lo dejó caer sobre el parqué. Apoyó las rodillas en los antebrazos del niño y lo inmovilizó. Luego le abrió la boca con ambas manos y acercó su rostro. Dejó caer una línea de saliva que controlaba como un yo-yo. El hilo de baba iba y venía hasta casi rozar la lengua de Nadir. La distracción duró varios segundos. Javier no aguantó más y soltó la saliva. Después le juntó los labios y tapó su nariz para que el hijo de la empleada tragara el escupitajo.

—Ahora sí estás bien alimentado, Experimento —le dijo y lo botó de la habitación.

En ese momento intuí que algo se gestaba. No era pena por el mocoso. Él se lo merecía por invadir la casa de mi amigo con el pretexto de que nadie más podía cuidarlo, apoderándose de espacios que le pertenecían a la soledad y al polvo. O quizá no podía sentir pena por Nadir porque Javier había hecho eso para distraerme de su rollo fallido sobre las abejas y la figura en formación de la pared. Él quería parecer interesante, cuando en realidad solo echaba a perder el diálogo plagiado tal vez de algún personaje de TV.

¿Le importaba tanto que sus libretos funcionasen en la realidad? Javier estaba en una filmación mental constante que construía escenas sobre la marcha. Nunca me había fijado en el efecto que quería dar a sus palabras. El hijo de puta estaba fabricando personajes, nombres y situaciones mientras rodaba en su cabeza. Al bautizar al niño como Experimento causó un efecto en mí, su único espectador. Trataba de exponerlo a una serie de torturas en pos de su narrativa. No estaba seguro del desenlace del proyecto, pero sabía que el niño era la puerta de acceso a algo mayor que se gestaba en su mente. No podía darme cuenta de qué drama o serie de ciencia ficción provenían sus ideas. Tenía demasiadas dudas y quería saber cuántos capítulos de este soft gore con matices de drama social tenía planeado producir.

—¿Qué más le haces?

—Lo agarro a cachetadas hasta que sus mejillas se ponen rojas. Como es serrano, tiene que estar bien chaposo.

—Eres bien mierda.

—A veces pienso que le gusta y ya no me dan ganas de seguir.

—Y cuando te cansas de golpearlo, ¿qué sigue? —pregunté.

Sin darme cuenta estaba dentro de su ficción. Y mi angustia, combinada con mi falta de rechazo a su crueldad, se iba disipando hacia un morbo en plena efervescencia.

—Juego con su cabeza. Lo confundo. Tiene cinco años y se cree cualquier estupidez que le invento. La semana pasada su vieja fue al mercado. Se demoró más de la cuenta y yo sabía que mi almuerzo iba a tardar. Te aseguro que la chola se quedó mirando polos, calzones o sostenes. Yo qué sé. Así que me desquité con Nadir. Le dije que a su mamá la había atropellado un camión hasta que se le salieron las tripas y él se quedaría conmigo para ser mi nueva mascota. El mocoso lloró hasta que escuchó la respiración agitada de su madre que llegaba cargada de bolsas.

Después de escucharlo me quedó claro que esas visitas al psicólogo habían cambiado la conducta de Javier. No es que antes no hubiera sido una persona cruel, pero su ferocidad era pasiva, apenas se manifestaba en breves estallidos de ira ciega y descontrolada, como el incidente con el perro. Sin embargo, ahora su mecánica emocional había reemplazado algunas piezas de manera estratégica. La nueva configuración lo delataba como un individuo con nuevos horizontes.

—¿Cuándo tenemos que ir donde tu primo? —preguntó Javier.

—Me dijo que a partir del lu

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