El Reino de la Bella Durmiente (Saga de la Bella Durmiente 4)

Anne Rice
Autor sin nombre

Fragmento

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1. Lady Eva: Una larga jornada hacia la esperanza

1

Lady Eva: Una larga jornada hacia la esperanza

I

Oh, qué día tan largo y agotador. Y nadie en el gran reino de Bellavalten había recibido noticias de la reina Eleonor ni del príncipe heredero en un año. Como señora de los desnudos esclavos de placer en ausencia de la reina, había dedicado muchas horas a pasar revista a todos los miembros de la corte y luego me había desplazado al Pueblo de la Reina para asegurarme de que los desdichados allí exiliados estuvieran siendo disciplinados severamente y sometidos a los acostumbrados trabajos duros. Mis obligaciones me encantaban, me fascinaban el adiestramiento y el cuidado de tantos hermosos y abyectos criados de ambos sexos, pertenecientes a la realeza, albergados en el reino con la estricta finalidad de entretener a sus amos y amas, aunque yo estaba tan desalentada como el que más por la prolongada ausencia de la reina y su silencio. Y ahora solo anhelaba la paz y la tranquilidad de mis propios aposentos.

No obstante, antes de regresar a la corte tuve que detenerme en la casa solariega del príncipe Tristán. Agradecí un momento de reposo y también algo que comer, y por descontado, tenía tantas ganas como siempre de verlo a él.

El príncipe Tristán llevaba más de veinte años viviendo en el reino.

Era el más guapo de los hombres, alto, fuerte, con el pelo rubio rizado y ojos azul claro, siempre apropiada y suntuosamente ataviado, la viva imagen del orgulloso y mimado cortesano de la reina Eleonor. Tuvo la gentileza de recibirme en su salón privado, donde un alegre fuego combatía la inevitable humedad de las paredes de piedra; vi vino y rosquillas dispuestos sobre la mesa de madera pulida.

—Ay, Eva, nuestra querida Eva —dijo el príncipe—. ¿Cómo nos las arreglaríamos sin vos? ¿Se sabe algo de su majestad?

—Nada, Tristán —contesté—, y francamente, aunque hago todo lo que puedo, y lord Gregory y el capitán de la guardia también, el reino se resiente.

—Lo sé —dijo Tristán, invitándome a sentarme frente a él con un ademán—. Somos la envidia del mundo por nuestro sistema de esclavitud para el placer, pero, sin la reina, los esclavos están inquietos y temen tanto como nosotros que pueda ocurrir algo que perturbe la paz del reino.

Estábamos a solas y el propio Tristán me llenó la copa. Saboreé el aroma del vino tinto antes de beberlo. Delicioso. El vino de la bodega de Tristán era el mejor del reino.

—Lleváis toda la razón —contesté—. En el pueblo, el capitán Gordon y lady Julia lo tienen todo bajo control. Ella es tan buena alcaldesa como cualquier hombre que la haya precedido en el cargo. Y el capitán Gordon es incansable. Pero algo va mal, algo falla. Lo percibo en la corte, por más entretenimientos que ofrezca. Todos acusan la ausencia de la reina.

—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó Tristán. Me alcanzó la fuente de rosquillas.

—Bueno, de momento, este refrigerio es espléndido —dije—. Hoy he recorrido todo el reino y necesitaba un receso para recobrarme.

Podría haber añadido que contemplar a Tristán siempre constituía un gratificante placer.

Durante años Tristán había vivido en su casa solariega con mi tío Nicholas, el cronista de la reina, y lady Julia, mi tía, hermana de Nicholas. Pero lady Julia se había mudado dos años antes para convertirse en alcaldesa del Pueblo de la Reina. Y mi tío Nicholas se había marchado a correr mundo un año antes de que la reina y el príncipe heredero se embarcaran en su interminable viaje por mar.

Tristán había lamentado sobremanera perder a Nicholas, pero las cartas de mi tío llegaban con regularidad y, aunque nunca prometía regresar, manteníamos la esperanza de que con el tiempo terminaría por hacerlo.

Unos meses antes yo había regalado a Tristán una magnífica esclava desnuda, la princesa Blanche, una de las antiguas favoritas del castillo de la reina. Había confiado en que la princesa Blanche hiciera las delicias de Tristán dado que su interés por las demás era poco duradero. Tristán me había enviado más de una nota para decir que mi regalo le resultaba de lo más gratificante.

—¿Y dónde está mi exquisita Blanche? —pregunté de pronto—. ¿La tenéis muy atareada?

A modo de respuesta chascó los dedos y Blanche apareció a gatas, avanzando cautelosa y en silencio desde las sombras.

—Venid aquí —dijo Tristán en voz baja y firme—, y poneos de pie para que lady Eva os vea.

Las mejillas de Tristán se sonrojaron levemente al mirarla. Cuánto la deseaba.

Blanche era una princesa alta, de pechos turgentes y con un culo bien redondo que resultaba irresistible. Tenía las piernas hermosamente torneadas. Aunque era de piel clara, no se le marcaba con facilidad, y podía ser disciplinada con dureza sin mayores consecuencias. Le había azotado las nalgas más de una vez, asombrado ante lo deprisa que se desvanecía la rojez.

—La hago trabajar sin tregua —dijo Tristán mientras ella se acercaba—. Primero besad las chinelas de lady Eva, después podréis besar las mías. Tendríais que haberlo hecho sin que yo os lo ordenara —agregó con severidad.

Le dio unas palmaditas en la cabeza mientras obedecía.

—Ahora levantaos, chiquilla —dije—, poned las manos detrás de la nuca y dejad que os eche un vistazo.

«Chiquilla» era mi expresión de cariño predilecta para las esclavas, así como «mozuelo» lo era para los esclavos, y a menudo había reparado en que este apodo producía resultados singularmente buenos.

Cuando Blanche se puso de pie me di cuenta de que estaba colorada y temblorosa. Las inspecciones son más llevaderas para unos esclavos que para otros. Blanche siempre había sido de natural tímida, mostraba una dulce sumisión que derretía corazones aun cuando invitaba al castigo.

—La encuentro elegante y refinada —dijo Tristán—. Siempre que está en mi presencia tengo una pala o una correa a mano. Me cuesta imaginar que alguna vez pueda llegar a cansarme de ella.

—Acercaos más, princesa —dije, y pellizqué su terso muslo al atraerla hacia mí. Blanche era princesa de verdad en su patria pero la habían vendido enseguida, por petición propia, a su majestad, hacía ya varios años. Había sido una de las muchas elegidas para servir en la alcoba de la reina. Y durante los últimos años había padecido la indiferencia de la reina Eleonor.

—Duerme a los pies de mi cama —dijo Tristán—, y se arrodilla bajo la mesa mientras como. Hago que un palafrenero la castigue regularmente cuando estoy demasiado atareado en otros menesteres. La adoro.

Blanche permanecía muy quieta, con los ojos bajos, pestañeando, las manos detrás de la nuca como era debido y su exquisita cabellera plateada suelta sobre la espalda.

Me gustaban sus hombros firmes, sus brazos proporcionados. Le pellizqué los pezones para que se sonrojara y luego le dije que se arrodillara. Inspeccioné sus bonitos dientes blancos y luego la obligué a

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