Pídeme más (Algo más que magia 1)

Heather Lee Land

Fragmento

pideme_mas-2

1

Leposavic, Kosovo, año 1999

Varios trozos de escombros y arenisca cayeron sobre la cabeza de Loran, que se protegió como pudo temiendo que el techo se le viniera encima.

—¡Vamos, no te detengas! —Etel, su madre, tiraba de la manga de la camiseta de su hijo. Loran, con dieciséis años, era igual de alto que ella, aunque muy delgado y desgarbado. Era más que probable que la guerra tuviera mucho que ver con eso.

La guerra en Kosovo llevaba ya cinco años. Primero comenzó como un conflicto interno en su propio país que se convirtió en una guerra civil, para luego pasar a ser una guerra internacional. Muchos se habían refugiado en países cercanos. Ellos no; su padre había salido a combatir, luchando por unas creencias y una ideología independentista. Nunca más regresó. Etel, sin embargó, lo había esperado durante mucho tiempo, hasta que ya fue demasiado tarde; los edificios se caían tras ellos, se habían quedado sin casa, sin familia, sin amigos y si nada. No tenían nada. Solo ellos dos que corrían por unas estrechas calles llenas de escombros y paredes derrumbadas.

Loran iba todo lo rápido que podía. Tenía los ojos empañados, la boca seca y el polvo de los derrumbes metido en los pulmones. Tampoco oía nada; los ensordecedores ruidos de la guerra le habían taponado los oídos días atrás. Eso provocó que no escuchara el crujido que había comenzado a hacer una pared que cedía poco a poco cuando pasaban por su lado. Etel sí se dio cuenta, paró en seco, y lo empujó hacia delante para librarlo de las piedras de la pared apenas dos segundos antes de que estas cayeran sobre ella y la aplastaran por completo.

Durante los primeros segundos no vio nada, solo la molesta humareda de los escombros al caer al suelo. Luego comenzó a escarbar como un loco, muerto de miedo, pensando que su madre se había hecho daño. Cuando alcanzó su mano, cuando la encontró, ella ya no se movía. Tiró de su cuerpo con todas sus fuerzas y la sacó de debajo de las piedras, pero ya nada podía hacer; Etel, su madre, se había ido. Lo había dejado solo y perdido en medio de una guerra que no comprendía y de la que no era partícipe. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo iba a salir de allí?

Se quedó sentado junto al cuerpo inerte de su madre durante varias horas. Su pelo castaño, sus ojos grises ya no tenían vida.

La oscura mañana había dado paso a un atardecer igual de gris y más frío. Loran cerró los ojos y soñó con que sus padres lo abrazaban de nuevo y lo protegían de todo mal. En ese camino, y completamente solo, se puso a llorar sin hacer ningún ruido, sin apenas abrir la boca. Las lágrimas le recorrieron las mejillas, y limpiaban tras de sí el polvo que había sobre la piel. Ya no quedaba nada, tan solo esperar su irremediable final.

Miranda se detuvo en mitad del camino. Había esperado a que fuera de noche para salir de su escondite. Llevaba vendas y medicinas de un lugar a otro, amparada por la oscuridad y guiada por los tenues rayos de la luna, su gran aliada.

A pocos pasos delante de ella había un bulto en el suelo. No era la primera vez que se tropezaba con un cuerpo tirado en mitad de la carretera. La guerra era así y había aprendido que era inútil llorar por todas esas vidas que ya no estaban. Ya entrada en su vejez, la vida le había enseñado que debía preocuparse solo por el presente porque el pasado ya había quedado atrás y el futuro estaba aún por llegar. Cada uno tenía que vivir lo que le tocaba vivir. No había otra explicación. Algunas veces se ganaba, y otras se perdía. Era parte del aprendizaje de la vida.

Al sentir que algo se movía tras él, Loran giró la cabeza y elevó la mirada para toparse con los ojos de esa anciana que lo miraban con seriedad desde su corta estatura. Ella desvió la atención hacia el cuerpo de la mujer sin vida que había al lado del niño y luego se volvió a centrar en él.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Loran. —Quiso que su voz sonara fuerte, aunque por dentro estaba muerto de miedo.

—Ven conmigo. —Ella esperó a que el joven se levantara. Luego le dio el enorme y pesado saco que llevaba al hombro—. Si lo llevas tú, iremos más rápido.

La vieja comenzó a andar sin darse cuenta de que el chico se había quedado de pie, con el saco en las manos y mirando hacia el suelo. Ya era de noche y poco a poco había dejado de ver el rostro y el cuerpo de su madre.

—No quiero dejarla aquí —respondió.

La vieja lanzó un suspiro. Iba tarde, era peligroso estar demasiado tiempo por allí y podían acabar muertos los dos.

—Mañana vendremos y le daremos el entierro que ella se merece. Ahora, en la oscuridad, no podemos hacer nada más. Si encendemos alguna luz, nos descubrirán y acabaremos como ella. ¿Es eso lo que quieres?

Loran no tenía muy claro qué era lo que quería, pero supuso que morir no estaba dentro de las opciones que su madre había deseado para él. Se echó el saco al hombro y siguió a la mujer.

—¿Cómo se llama?

—Ahora no es momento de hablar —lo reprendió ella—. Guarda silencio. Cuando sea seguro responderé a tus preguntas.

Loran estuvo caminando gran parte de la noche en silencio y a oscuras al lado de esa vieja mujer que, de vez en cuando, suspiraba y murmuraba algo entre dientes, casi jadeando, como si pensara consigo misma en voz alta. Era muy baja de estatura y de cuerpo enjuto. El pelo lo tenía blanco, muy espeso, y lo llevaba peinado hacia atrás agarrado en un moño bajo. Su cara era un mapa de arrugas y sus ojos tan, pero tan claros que daban la impresión de ser casi transparentes. Sus manos, sin embargo, no correspondían a las manos de una anciana, puesto que apenas tenían arrugas ni ninguna mancha por la edad. Sus ropas eran harapos más que otra cosa, llenos de polvo, suciedad y algunas manchas que parecían ser sangre reseca. En otro tiempo eso lo habría impresionado, pero desde que había comenzado la guerra, el color y el olor de la sangre habían tomado protagonismo en su vida.

Cuando llegaron a un edificio medio en ruinas, la anciana se llevó las manos a los labios, entrelazó los dedos y sopló entre ellos. Una pequeña melodía, parecida a la de un pájaro, salió de entre las palmas de sus manos. Frente a ellos, un tablón de madera enorme que había en el suelo, y que en épocas anteriores parecía haber adornado la entrada de alguna iglesia, se movió hacia un lado para dejar paso, entre la pequeña rendija, a una mano bastante mugrienta con los dedos extendidos.

La vieja agarró el saco que llevaba el joven y se lo tendió a la mano que sobresalía de la tierra. Segundos después todo desapareció y el tablón volvió de nuevo a su sitio, como si allí no hubiera pasado nada.

—Vámonos. —Sin esperar respuesta, la anciana tomó el camino de regreso por donde habían venido, esa vez por un camino paralelo. Lo hizo para no tropezarse con el cuerpo sin vida de la madre del muchacho. Tenía que conocerlo, tenía que ver si servía para su propósito, entonces sabría si le sería útil, o tendría que acabar con su vida.

Etel fue enterrada dos días más tarde, al atardecer, a un lado del camino y bajo un pequeño bosque de hojas caídas. Loran estuvo cavando mucho rato hasta que ya no pudo más. Tenía todo el cuerpo sudado y le dolían todos los músculos del cuerpo. Mientras e

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