El idioma de los recuerdos

Antonio Gómez Rufo

Fragmento

... en las más veces está el pecado en el que lee y no en el que escribe, aunque sea el pobre escritor el que siempre lleva los azotes.

DIEGO DE TORRES VILLARROEL

(1694-1770)

Marbella, 1999

He matado a dos hombres en mi vida: a mi hermano mayor y a mi mejor amigo. Pero no siento el menor arrepentimiento por ello.

Quizá debería experimentar algún tipo de culpa, pero no es así; solo ahora, a mis setenta y siete años, cuando acabo de acordarme de ellos, me ha revoloteado por la cabeza el recuerdo de aquellas escenas lejanas, sorprendiéndome. La culpa, la culpa... concepto que no forma parte de la naturaleza sino de la educación. El ser humano nació sin el sentimiento de culpa, fue algo que vino después. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa...: un mantra del cristianismo que busca una emoción más íntima que la idea de responsabilidad, del deber, de incumbencia. Pilatos se lavó las manos para eludir su competencia, su vínculo con lo juzgado, pero no pudo sentir la culpa como tampoco la sintió Atenas por la cicuta bebida por Sócrates ni Bruto por conjurarse con Casio, Cina y los demás. No, no es esa mi sensación. No.

Lo cierto es que nunca me hirió pensarlo. Seguramente porque en lo más íntimo de mí sé que tuve poderosas razones para hacerlo, para sacarles su último billete con mis propias manos. No me inquieta ese recuerdo, no; en cambio, lo que pienso ahora es que la noche debería estar prohibida. Que la soledad debería estar prohibida. En consecuencia, que la noche pasada en soledad no debiera existir. Es aterradora, sí. Le tengo miedo.

Me acabo de meter en la cama. Todavía no me he atrevido a apagar la luz. Miro fijamente la pared blanca de enfrente en esta habitación de hotel poblada por el silencio y contemplo un televisor reposando en una balda atornillada en la pared, apagado, y allá al fondo una ventana negra con las persianas medio bajadas que no refleja nada, siquiera la luz de la lámpara dispuesta sobre la mesilla de noche. Un sillón estilo victoriano y al lado un pequeño escritorio de madera, que quiere ser noble, reposan debajo del ventanal, cubierto por cortinas traslúcidas que se agitan con la liviandad de un vals a causa de la brisa que penetra por el resquicio que he dejado abierto para ventilar la habitación, con el frescor de la noche veraniega, sin necesidad de poner ese aire acondicionado que me molesta en la garganta y me desvela con un zumbido que parece inapreciable, sin serlo. También hay dos mesillas de madera lacada sobre las que descansan las lámparas de noche. Solo tengo encendida una, la de mi lado de la cama, y su luz mortecina envuelve la habitación con un halo que resalta la soledad y el desasosiego que ahora respiro. Miro al frente, dudando si poner la televisión para alejar las sensaciones que empiezan a ahogarme, y a su alrededor, en esa pared blanca, comienzan a escribirse unos pensamientos que duelen como la peor de las noticias. Más aún: como un presentimiento de muerte; la más angustiosa, la propia.

El miedo es un ente que no deja de crecer una vez que se asoma por cualquier grieta sin avisar. No tiene rostro, por ello es aún más inquietante, más intenso. Y se extiende con alas negras, ribeteadas de afiladas puntas, como un murciélago informe punzando en lo más hondo del estómago, los pulmones, el corazón y la garganta, a la que convierte en un camino empedrado; y las manos, a las que agita como tiemblan las de un alcohólico con síndrome de abstinencia. El miedo llena las piernas de oquedades y al armazón de sus huesos lo inunda de espuma y agua. El miedo llega sin motivo y se queda sin razón, acrecentándose inexplicablemente. Yo me encontraba bien, recién llegado al frontispicio del mar, y no contaba con su compañía esta noche; menos aún ahora, que acabo de acostarme y esperaba dormirme pronto después de un fatigoso día de viaje. Pero de repente algo se ha abierto en algún lugar de mis debilidades y un pensamiento, disfrazado de recuerdo, ha horadado el hueco por el que se ha adentrado el murciélago que ya no ha cesado de revolotear y de extender su negritud por todas partes.

Los pensamientos son impredecibles. E imparables. Inevitables. Es la maldita memoria, que tiene vida propia y se ha adueñado de todo en el ombligo de esta noche, en esta soledad. No sé por qué, pero he pensado que quizá esta sea la última y que, tras dormirme, nunca más despertaré. Que durante la noche podría venir la muerte a buscarme. Y lo que ha empezado siendo una idea fugaz se ha enredado con el recuerdo de la muerte de mi hermano, y la de mi amigo, y como si se hubiese levantado un cielo de nubes negras a punto de vomitarse en aguas se ha oscurecido todo dentro de mí y estoy asustado, encogido, desaguándome también como si yo me hubiera vuelto de espuma y pavor. Soy mayor, muy mayor, y a nadie podría sorprender mi fin. Cuando se han cruzado varias fronteras, la de los setenta, la de los setenta y cinco... ¿qué puede esperarse de alguien, salvo que tiene el deber de morirse? Pero una cosa es decirlo y otra aceptarlo. Porque yo deseo morir, pero no esta noche.

Aceptar el deber de morir es como admitir que el horizonte ha desaparecido y que el sol nunca volverá a asomarse tras él; es como rendirse, como cortar el cordón umbilical que nos une al pasado y al futuro. Desearlo es una cosa, pero resignarse a que ha llegado la hora y compartir con serenidad lo inevitable es otra muy diferente. El reo de muerte termina acudiendo sin resistencia a la cámara de gas o a la inyección letal porque sabe que no hay otro camino y el destino es indeleble como una aleación de acero. Se ha resignado a aceptarlo y no lucha, se deja arrastrar. Como seguramente se arrastra el verdugo, también. Aceptar morir es negar la esperanza, como si todo lo que queda por conocer fueran cromos repetidos carentes de interés o episodios ingratos que da más pereza compartirlos que apartarse para dejarlos pasar. Aceptar es renunciar.

Tengo miedo.

La muerte no es grave; es morir lo que resulta aterrador.

«Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay muchos, más jóvenes que tú y menos jóvenes, que viven a la espera de experiencias extraordinarias; de los libros, de las personas, de los viajes, de los acontecimientos, de lo que el mañana guarda en reserva. Tú no. Tú sabes que lo mejor que uno puede esperar es evitar lo peor» (Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero).[1] ¿Qué ha sido de mí en los setenta y siete años que he vivido, tantos años, tantos...? Ofuscado por el miedo, de repente vuelve ese recuerdo que nada me ha alterado en la vida, pero sin explicación alguna se me presenta y solo vislumbro con nitidez que tuve que matarlos, que los maté porque no podía hacer otra cosa. Maté a mi propio hermano y al que fue mi mejor amigo. Nunca rendí cuentas por ello, tampoco creí necesitarlo. Fueron justas sus muertes. Era mi tarea, por eso nunca me violentaron, ni me arrepentí tampoco. Sigo convencido de que hice lo que hice porque tenía q

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