Mariela

Yolanda Guerrero

Fragmento

Capítulo 1

1

Bella como ninguna e infeliz como todas

Hace seis meses, solo seis... y ya seis. Pero entonces yo era otra.

¿Cómo definir hoy a la extraña que ese día cruzaba acequias, huertos y encinares en sentido opuesto? ¿Quién era? ¿Qué era? ¿La misma y distinta? Las dos convivieron durante medio año. Ahora viajo para descubrir quién se ha quedado conmigo.

Es marzo y el sol parece que quiere empezar a ser cálido. En cambio, hace seis meses el cielo lloraba, y aquella que fui, también. Lo hacía porque Mercurio y Venus se habían alineado con la Tierra. O, dicho de otro modo, porque mis bolas se habían ordenado sobre la mesa de billar a apenas dos diamantes de distancia.

Perdón, sigo con las metáforas. Lo que quiero decir es que entonces viví una de esas extrañas conjunciones cósmicas que a los que no creemos en la predestinación nos gusta llamar azar. De esas que terminan cambiando la partida o provocando un eclipse.

El primer planeta, o la primera bola, se llamaba Borja y era mi jefe.

En realidad, él me dio mucha más pena que la que me di a mí misma la mañana en que vino a sentarse en el pico de mi mesa, de espaldas a la ventana. Por ella, colgada sobre el paseo Echegaray y Caballero, los días de cierzo se colaban salpicaduras del Ebro y, si me asomaba girando el torso a la derecha con tantas dotes de contorsionista como sumo cuidado en no caer despeñada desde un séptimo piso, podía distinguir alguna de las cuatro torres del Pilar. No era el caso de esa mañana de septiembre, porque ya comenzaban a llegar nubes del Moncayo que presagiaban otoño y porque no había vista ni ventana que pudieran suavizar el discurso de Borja.

Estábamos solos. Yo siempre era la primera, llegaba con café caliente para los dos porque me caía bien mi jefe. Hasta aquella mañana.

—Mira, Bea, te aseguro que no es nada personal, yo he hecho lo que he podido, pero ya sabes lo atado de pies y manos que estoy, que dicen que ya no hay recortes y que la crisis se ha terminado, aunque eso no se lo traga ni quien lo inventó, si lo sabré yo, que no puedo ni comprar tóner sin rellenar quince solicitudes compulsadas, claro que qué te voy a contar a ti que tú no hayas vivido en estos nueve años...

—Borja, por Dios, vale ya. Dime lo que me tengas que decir, si quieres decirme algo, o déjame trabajar que estoy hasta arriba.

—No, si eso es precisamente lo que te tengo que decir —sudaba—, pero no sé cómo. Bea, tía, que esto es muy difícil, que sabes que yo te aprecio un huevo, que si por mí fuera...

Él calló y yo también.

—Ayúdame, Bea...

Me tomé mi tiempo antes de hablar.

—Que lo del ere no es un rumor, ¿no?, y que tengo el honor de ser la primera a la que largáis. ¿A decir eso quieres que te ayude?

—No es un honor, Bea, es una putada, lo sé. Pero créeme...

—No, hijo, no, yo ya no creo nada. Deja, no te esfuerces, que me marcho ahora mismo, nada de preavisos. Pero antes, una cosa te voy a decir: no valéis más que para defender vuestra silla. Porque presupuesto para esos tres puestos que os ha colado con calzador la consejería sí que hay, ¿verdad?, y sin una sola pega, a pesar de que todavía ninguno de nosotros sabe para qué valen. Aunque cuidado, ¿eh?, que cualquier día sois vosotros los que os quedáis con los pies colgando.

Creo que no esperaba mi reacción, sino otra, la habitual, que por qué yo, que qué he hecho mal, que si sois unos desagradecidos, que también unos desgraciados... Y la verdad es que todo eso le dije, aunque me parece que no lo entendió. Así que, para rematar, coroné mi réplica:

—Ah, y algo más: si te he servido yo de ensayo para los despidos que te esperan, que sepas que lo has hecho fatal. Practica esta noche con el espejo, porque conmigo te ha salido de pena.

—Bea...

—Deja ya de llamarme así. Bea, Bea, Bea... todo el rato Bea, pesado. Soy Beatriz y para ti, a partir de hoy, ni eso.

Aquella misma mañana metí en una caja de cartón nueve años, mi futuro y una maceta. También metí con ellos los recuerdos de mil noches en blanco intentando idear mi propia metodología como flamante archivera comarcal, trazando con líneas ingenuas los cuadros de clasificación común de expedientes y documentación de cada pedazo de historia de Aragón, soñando con que tal vez (si los fondos continuaban asignados en el reparto de competencias autonómicas y nosotros seguíamos ganando los concursos públicos) algún día mi modelo serviría de patrón para la creación de futuros archivos en otras demarcaciones del territorio nacional... Fueron los nueve años más agotadores, los más frenéticos, los más escabrosos y puede que los mejores de mi vida. Y cabían en una caja de cartón.

Hoy ya he conseguido encontrar algo de luz en la oscuridad de los quince días que pasé llorando. Puede que aún quede más luz escondida, pero lo cierto es que, cuando Borja y mi carrera se alinearon en mi órbita, se convirtieron también en la primera bola colocada estratégicamente sobre el tapete verde de mi extraña conjunción planetaria.

La segunda fue Fernando, que era a su vez mi segundo amor.

—El amor verdadero es el tercero, recuérdalo siempre. No te conformes, no pares hasta encontrar tu tercer amor.

Calderón diría que mi madre fue bella como ninguna e infeliz como todas, Violante entre las Violantes de vidas convertidas en sueño. Yo añado que, además de bella e infeliz, fue sabia.

Trabaja, me decía, trabaja hasta que encuentres tu pasión, para que ya no tengas que trabajar jamás (qué pena que Borja no la llegara a conocer). Citaba a su manera a Confucio y seguía con él: no te mires en el agua que corre, sino en el agua tranquila, porque solamente lo que en sí es tranquilo puede dar tranquilidad a los otros.

—Y nunca dejes de buscar tu tercer amor. Que no te deslumbre la luz del primero ni te atrape la telaraña del segundo, Beatriz. Disfruta de cada uno un tiempo prudencial, al menos hasta que ninguno salga herido. Pero ten paciencia suficiente para esperar al tercero. Ese es el amor real.

Mi madre estaba convencida de que el primero solo es amor fugaz, apenas un motín de hormonas. Hace bullir hasta que se nubla la lucidez y, con ella, la capacidad de exigencia. Cuando nos lanzamos a sus aguas aún no sabemos nadar; flotamos a base de brazadas sin estilo, por instinto de supervivencia.

Después llega el segundo y, con él, la trampa. El segundo amor es sereno, el de la edad adulta aunque no madura. Nos ciegan sus promesas de eternidad. Y así es como solemos caer en la red: vienen familias y amigos compartidos, un coche o dos, una hipoteca, cuenta bancaria, vacaciones de consenso, el mismo gimnasio, cine los miércoles, un cuerpo de espuma que cada noche sirve de almohada y manta... Solamente estrellas que engañan, destellos de fulgor falso que ocultan el verdadero firmamento. Pero, para cuando nos damos cuenta de que el segundo amor es t

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