El placer de matar a una madre

Marta López-Luaces

Fragmento

El exilio, el destierro, la inmigración son todos destinos despreciables. El desarraigo emocional es el mayor de esos males como aprendería en 1972.

Me metieron en el asiento de atrás de un coche de policía. Los dos agentes se sentaron delante. En silencio, nos pusimos en camino. Les veía espiándome por el espejo retrovisor. Sus rostros eran como máscaras. Dejamos atrás la ciudad. Conocía bien el recorrido porque de niña, con mi hermano y sus amigos, lo había hecho a pie muchas veces. Situado no muy lejos de la periferia de la ciudad, los niños que residíamos en la zona nos acercábamos para gritar e insultar a las locas. Mi hermano David y su pandilla, cuando estaban aburridos, subían la colina hasta el hospital. Yo, a veces, los acompañaba. Nos acercábamos temerosos hasta la puerta de hierro labrada con símbolos y escudos desconocidos, irreconocibles para nosotros. Descubrimos que solo cerraban aquella entrada al oscurecer, pero daba igual, tampoco nos hubiéramos atrevido a ir de noche. La oscuridad hubiese hecho el lugar más amenazador e inaccesible para nosotros. Recuerdo que cruzábamos lo que en otro tiempo debió de ser un jardín, pero ya para esa época, estaba muy descuidado: solo quedaba el recuerdo de algunas plantas que, por ser más fuertes, habían podido resistir al descuido: geranios, hortensias, claveles..., el resto estaba cubierto de maleza. Sin embargo, aún había algunos árboles frutales, y unos pocos robles que nos aterrorizaban con su imponente presencia. Nos acercábamos a alguna ventana para poder asomarnos, con la ansiedad que produce lo extraño y lo prohibido. Ya allí, nos reíamos, algunos gritaban insultos a las enfermas, aunque no pasara nadie por allí, y luego echábamos a correr con el miedo metido en el cuerpo. Solo una vez vimos a una mujer caminando por el pasillo. Semidesnuda. Sucia. Más que caminar parecía arrastrarse. Nos vio. Se detuvo. Nos miró fijamente, con un brillo extraño en los ojos. Salimos corriendo.

Ahora, 14 años más tarde, sentía otro tipo de miedo. Mi ansiedad aumentaba a medida que nos acercábamos. Al aproximarnos más pude observar que gran parte de la mansión estaba cubierta de hiedra. Me resultó extraño no recordar ese detalle.

El coche se detuvo. La vieja mansión ahora destartalada se impuso ante mi mirada. Un policía me acompañó. Nos acercamos hasta la vieja fachada. Conocía su historia por pequeños comentarios que había oído en alguna conversación de la familia o de los vecinos. Todo el mundo la conocía: el manicomio de la colina, como le llama la gente de mi provincia, se había fundado en un viejo caserón construido en el pico más alto de la región. Se encontraba semiescondido entre grandes árboles —viejos castaños, arces y sauces llorones—, y rodeado de unos muros de piedra que primero se construyeron para proteger el viejo caserón y que ahora servían para impedir la salida de sus residentes. Tenía un aspecto amenazador. Se había construido en el siglo XVII y había sido donado por la condesa de la villa en el siglo XVIII para fundar un convento. Luego, ya a principios del siglo XX, lo transformarían primero en una cárcel de mujeres y más tarde, en la década de los cincuenta, en un manicomio.

Primero pasamos una puerta de hierro macizo y ya frente al zaguán, cruzamos lo que en algún momento de su historia debió de ser un claustro, después ya pudimos visualizar el portón de madera maciza del viejo caserón. Una monja y una enfermera se pararon en el dintel. Las vi allí, a la entrada, como dos estatuas. Pude ver los cristales resquebrajados de las ventanas de rejas negras: los habían tapado con papel periódico, cartones o plásticos de diferentes colores. La sordidez se palpaba en el ambiente.

—¡Síguenos! —le oí decir, de modo autoritario, a la monja. Continuamos por un largo pasillo de mármol blanco grisáceo, oscurecido por los años y la suciedad. Llegamos a unas escaleras de caracol, también de mármol y muy anchas. Sentí que la arquitectura del caserón se imponía con una frialdad intimidante. Su diseño, de altos techos, anchos pasillos de mármol, las ventanas de rejas negras, cubiertas por pesadas cortinas oscuras, había sido diseñado para provocar la reverencia y el respeto de aquellos que lo visitaban; hoy solo producen una sensación de angustia y desazón. Mientras subimos siento que el frío se me mete en el cuerpo. Me abracé a mí misma en un intento inútil de resguardarme del frío.

—Vete acostumbrándote, la calefacción no funciona muy bien —me dijo la enfermera, malhumorada.

Mientras caminábamos pude ver que en los cuartos había ocho o nueve pacientes. Las habitaciones no muestran ninguna decoración o detalle personal. Frías. Sin personalidad, parecían deshabitadas, de no ser por las mujeres que de repente aparecían, como si no perteneciesen a ese escenario, como si estuviesen allí solo por error. Todas las habitaciones están pintadas de blanco, aunque ahora ya la pintura saltada muestra el gris del cemento que se había empleado para tapar los parches de las paredes. Hay agujeros aquí y allá aumentando el aspecto de decadencia. Las puertas estaban abiertas. No dejaban lugar a ninguna intimidad o privacidad. No vi ningún armario. La separación entre cama y cama era mínima. Todas las mujeres vestían igual, con lo que parece un uniforme: unos viejos andrajos que alguna vez debieron ser blancos. Continuamos por otro largo pasillo, sin ventanas, que me recordó a un túnel. Oí unos gritos. Me parecieron los aullidos de un lobo.

—No tengas miedo. Es Marisa. Siempre saluda así a las nuevas internas. Le gusta asustarlas —me dijo la enfermera para calmarme.

Seguimos por unos pasadizos con cuartos a ambos lados; llegamos a uno donde las mujeres hacinadas parecían zombis sacadas de una de esas malas películas de terror. Mujeres con rostros deformados por los efectos de los antipsicóticos, como luego averiguaría. Según avanzamos por los pisos, mientras más nos alejamos de la entrada de la casa, de ese afuera al que creía nunca regresaría, la humanidad de las pacientes parecía ir reduciéndose. Si el aspecto ruinoso del primer piso asustaba, en el tercer piso, el silencio y el aspecto de las mujeres horrorizaba. Parecía un almacén para desechos humanos. Avanzamos por pasillos que me parecían interminables hasta llegar al último piso. Según entramos en un pabellón con una hilera de camas a cada lado, me asaltó un olor nauseabundo a orines y heces. En ese pabellón, me informó sor Teresa, encerraban a las enfermas crónicas y peligrosas. Miré a mi alrededor: algunas mujeres sentadas miraban las paredes, mientras otras caminaban sin rumbo o voluntad, se detenían solo por un momento. Miraban a la nada y luego proseguían, sin dirección ni propósito. Echada en una de las camas, una muchacha babeaba susurrando algo indescifrable. Miedo. El pánico se apoderó de todo mi cuerpo. Me mareo. Siento que estoy fuera del tiempo y de la realidad. Oí a la enfermera llamar a la monja sor Teresa. Luego me tomó del brazo obligándome a continuar. Llegamos al fondo de aquel pabellón de pesadilla. Una cama, con el

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