Los sabores perdidos

Raquel Martos
Gabriela Tassile

Fragmento

Capítulo 1

1

En el lado izquierdo de la encimera de mármol esperan alineados, como bailarines a punto de iniciar su coreografía, un bol de cristal con sal marina y otro más pequeño con flor de sal; una pareja de recipientes, uno con azúcar blanca y otro con panela, y un trío de cuencos de cerámica vietrese que contienen harina de fuerza, blanda e integral.

En el centro, en postura de mujeres altivas con las manos en la cintura, cuatro jarras de porcelana con aceites de oliva puro extra de Jaén, Toledo, Córdoba y Trujillo, y otras cuatro de vinagre de Jerez, de manzana, cabernet de Tarragona y aceto balsamico di Modena.

Al otro lado de la encimera se despliegan las especias con todo su colorido, como la cola de un pavo real, el pimentón, el comino, el cardamomo, el azafrán, la pimienta negra, el cilantro, la albahaca, el orégano, el curri, la canela, el clavo, la nuez moscada y otros condimentos.

Y junto a la cesta de mimbre en la que reposan como abuelas tranquilas las cebollas rojas y las patatas nuevas, un ramillete verde intenso de perejil, otro de apio y un manojo de zanahorias, frescos y vigorosos los tres, como niños inquietos a punto de saltar a la piscina.

Mayte va colocando la materia prima con el esmero del pintor que ordena sus óleos y sus témperas antes de comenzar la obra.

A continuación dispone, metódicamente, sus armas de guerra en la encimera: cuchillos de distintos filos para cortar, para picar, para filetear; tenedores para trinchar; peladores; ralladores; coladores; almireces...

Los distribuye, minuciosamente, muy concentrada, parece una forense a punto de iniciar una autopsia, pero en la cara lleva dibujada media sonrisa. ¿Los forenses sonreirán también durante los preliminares? Quizá sea mejor vivir y morir sin saberlo.

El orden de la cocina de Mayte cabalga entre lo militar y lo poético; tan importante es la precisión, el lugar exacto para cada elemento, como el simbolismo y la armonía que se desprenden de su colocación.

Ordenar la encimera es, ante todo, un ejercicio de organización, pero tiene también algo de decoración y mucho de sensibilidad. Se trata de un bodegón estático, una naturaleza muerta que pronto cobrará vida y se llenará de emociones, será cuando lleguen ellos.

Un estruendo repentino saca a Mayte de su ensimismamiento en el ritual. Viene del exterior de la casa, del jardín.

Che diavolo hai fatto! ¡Me has dado en todo el morro!

—¿Que te he dado yo? ¡Disculpa, pero ha sido justo al revés! ¡Me has dado tú a mí! —La que responde es la conductora de un lujoso coche gris metalizado. Una mujer rubia, alta y muy delgada, con estilo casual cuidado al detalle: americana de paño en color tostado, pantalón tejano, botín masculino de cordones y bolso de firma.

Ma cosa dici! ¡Qué estás diciendo! —El que habla es un hombre de unos cuarenta años, larguirucho y atractivo a pesar de sus rasgos de cuervo, nariz prominente y ojos pequeños y movedizos.

—¡No hace falta que traduzcas, hablo italiano perfectamente! He dicho lo que has oído, yo estaba aparcando aquí y tú me has embestido.

—¡Yo no he investido a nadie! Capisci?

—«Embestido», amore, «investido» es lo de los presidentes. —La que corrige con desgana es una mujer joven bellísima, con larga melena pelirroja y ojos verdes; lo hace asomada por la ventanilla, desde el asiento del copiloto del coche del hombre enfurecido.

—¡Mejor te callas! —le reprocha él.

—Sí, sí, yo me callo, tú no, tú nunca; si te relajaras un poquito, amore mío... —responde con retintín mientras sale del coche dando un portazo que acompaña con un altivo movimiento de melena y se dirige al maletero para sacar su equipaje.

—Y encima machista... —masculla entre dientes la conductora del auto gris plata—. Lo tiene todo, el amore este...

—¿Qué has dicho?

—¡He dicho que me has rayado la pintura! Míralo. ¡Joder!

—¡Culpa tuya por haber dado marcha atrás!

—¿Perdona? ¡Estaba maniobrando!

—Claro, claro, maniobrando sin mirar si viene alguien por detrás. Como la pijolis tiene un A5, cree que puede ir arrasando. ¡Ya se apartarán los demás! Porco cazzo...

Mayte sale al jardín, donde un grupo de personas presencia la bronca entre los dos conductores. Ninguno interviene, cada uno de ellos se entrega afanosamente a descargar sus maletas, como si no repararan en la escena desagradable que se está produciendo a tan solo unos centímetros de ellos. Todos tratan de disimular su incomodidad.

Mayte repasa con una mirada rápida a los presentes. A un par de metros de los protagonistas del altercado, que, seguramente, son Loreto y Mikele, está la bella pelirroja, ella debe de ser Luz, la pareja del hombre italiano.

Un poco más alejado de ellos, un chico de unos veintitantos, alto, con cuerpo fibroso y cara aniñada, el pelo cortado al uno y la barba bien cuidada; debe de ser Rafa.

Junto a una gran jardinera, plagada de petunias, aguarda una joven treintañera morena y delgada, con rasgos árabes, seguro que es Amina. Y a su lado, apoyada en una pequeña maleta azul, a modo de bastón, una mujer que aparenta unos cuarenta años, no muy alta, regordeta, con pelo corto castaño y ojos tristes del mismo color. Por descarte, ella ha de ser Elvira.

Un taxista saca el equipaje del maletero y se lo entrega a un señor que ya ha pasado de los setenta. Es un abuelo alto, corpulento, con una brillante cabellera blanca y ojos azules de mirada inteligente; es Arturo, en su caso no hay duda.

Con él son siete; la anfitriona comprueba satisfecha que ya están todos.

—¡Hola, qué tal! —saluda Mayte con voz amable pero firme—, veo que algunos de vosotros os habéis tomado a rajatabla las indicaciones del curso, aquello de traer en el equipaje vuestras emociones...

Arturo, el señor mayor, ríe abiertamente con el comentario de Mayte, después de pagar al taxista que le ha traído y despedirlo con un gesto amable. Es el único que se atreve a romper el silencio gélido e incómodo que ha provocado el percance automovilístico en el jardín de entrada. Uno de los pocos privilegios que da la vejez es esa libertad para expresarse sin filtros.

—Soy Mayte, vuestra profesora de cocina emocional, nos esperan dos jornadas intensas entre fogones. Espero que vosotros dos podáis resolver este asunto antes de meteros en la cocina —dice, dirigiéndose a los contendientes—. Si no es así, avisadme y retiro los cuchillos de la encimera.

Ahora sí ríen, aunque tímidamente, todos los miembros del grupo, a excepción de los dos aludidos, que escuchan serios y enfurruñados a la anfitriona.

—Bienvenidos, espero que disfrutéis de esta experiencia.

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