Sin miedo a las estrellas

Chiara Parenti

Fragmento

Capítulo 1

1

El día del fin del mundo voy a trabajar como siempre.

Todo transcurre de forma lenta y pacífica, es un día normal, un día cualquiera.

Ajeno a lo que va a suceder, el sol da la señal para que ponga las cosas en marcha, como todas las mañanas, y el pueblo se anima moviéndose en perfecta sintonía alrededor de mí, como si yo fuera un director de orquesta en el escenario de la vida.

Apenas cierro la puerta de casa todos ejecutan el fragmento de la partitura que les han asignado con un ritmo familiar y confortante.

Y tres, dos, uno...

Repiqueteo con la batuta en mi atril invisible y suenan los primeros acordes de la sinfonía.

—¡Buenos días, querida! —La voz aguda de la vecina me llega puntual.

Me vuelvo y le sonrío mientras abro el candado de la bicicleta.

—¡Buenos días, señora Flora!

Ahora me preguntará: «¿Despierta ya a esta hora?».

—¿Despierta ya a esta hora? —me pregunta, en efecto.

Me arrebujo en la chaqueta, divertida.

—Debo ir a trabajar —le explico, igual que todas las mañanas.

Mi vecina es una señora de maneras dulces y amables, pero está un poco chiflada.

Envuelta en su bata de color rosa, podría encarnar a la perfección el estereotipo de la anciana sola y rodeada de gatos, con el sofá lleno de pelos y el salón abarrotado de pañitos y croquetas. Si tuviera gatos...

En cambio, tiene un perro enorme, que debe de haberse comido todos los gatos.

No entiendo nada de perros, pero creo que el suyo es un cruce entre un rottweiler y un mamut.

Todas las mañanas salgo de casa esperando que aún no se haya despertado, pero todas las mañanas, tan puntual como su dueña, sale de la caseta que hay en la parte posterior del edificio para asomarse a la red de la cerca y ladrarme con enorme desprecio.

La señora Flora, que no alcanza a comprender hasta qué punto es peligrosa la situación, trata de calmarlo dándole unas palmaditas en el lomo.

—Vamos, Omero, pórtate bien...

Imaginaos si él la escucha. En un alborozo de baba y dientes afilados, también hoy me recuerda que acabaré como los gatos cuando la vieja valla del patio se derrumbe bajo su peso. Solo es cuestión de tiempo.

—¡Buenos días! —contesto, y me apresuro a zafarme de ella con un rápido ademán de la mano.

—¡Igualmente, querida! —exclama, pero para entonces ya he dado unas cuantas pedaladas y estoy lejos, con el corazón acelerado y la frente perlada de sudor.

Después, el aroma dulce y envolvente del pan recién sacado del horno embriaga mi mente y sosiega mis sentidos. Apenas me ve pasar por delante de su tienda, Francesco deja de cargar las cestas de baguettes en la furgoneta blanca.

Y tres, dos, uno...

«Ahora me dirá que hace sol.»

—¡Menuda suerte, esta mañana también brilla el sol! —me dice, en efecto, riéndose por el juego de palabras que ha hecho con mi nombre.

Me llamo Maria Sole, pero todos me llaman Sole[1] y a menudo soy blanco de bromas «meteorológicas» como esta.

Sigo bajando por el laberinto de callejones del pueblo, saboreando el aire somnoliento.

Apretado entre la tierra y el mar, Campomarino me cuenta su historia a través de las paredes de las casas. Todas las mañanas, cuando voy a trabajar, la recorro en los variopintos murales que campean al abrigo de las puertas y las escalinatas, narrando escenas de la vida cotidiana, los oficios y las tradiciones populares de Molise. Ahora, por ejemplo, entre un farol y la boca de una alcantarilla, se asoman un ama de casa estirando un hojaldre, un joven rondando a su enamorada, un remendón arreglando un zapato y una mujer bordando.

En un caleidoscopio de imágenes familiares, que siento como si fueran mías, bajo la colina con la brisa tibia de principios de abril bailando en mi pelo y susurrándome al oído que el verano se acerca.

Hoy, sin embargo, una nota desentona en la melodía que me acompaña.

La discusión con Stella ha sido una sorpresa, un duro golpe que me ha turbado en lo más profundo. Estoy furiosa con mi mejor amiga.

Desde hace tres días sus palabras retumban en mi cabeza y se precipitan en mi corazón arruinando la música, arruinándolo todo.

Stella sabe de sobra que me da miedo volar. Y viajar. Y estar sola en lugares desconocidos.

Sabe que la presencia de demasiada gente me produce ansiedad. Que me aterroriza quedarme encerrada en un ascensor o la idea de que me aspire una escalera mecánica.

Por si fuera poco, sabe que no tengo ningún sentido de la orientación, que podría perderme en el patio de mi casa. Tampoco como ya platos cocinados de forma distinta a la nuestra, y cuando digo «nuestra» me refiero a la manera en que los cocina mi madre.

Stella sabe que me siento incómoda con los desconocidos: si debo hablar con varias personas, paso tanto tiempo buscando algo sensato que decir que, cuando por fin decido abrir la boca, el tema de conversación ha cambiado ya tres veces.

La verdad es que mi mejor amiga me conoce demasiado bien para no saber que, tratándose de una persona como yo, la propuesta que me ha hecho no tiene ningún sentido. Es obvio que no acabo de creérmelo.

El recuerdo de la pelea me produce una desagradable sensación; es la primera vez que sucede algo así desde que nos conocemos.

Nuestra amistad nació una tibia mañana de septiembre, el día en que empezamos la escuela primaria. Bastó que le dijera cómo me llamaba para que enunciase su impecable teoría: «¡El sol es una estrella, así que somos hermanas!».[2]

Y así fue. A partir de entonces fuimos realmente inseparables, a pesar de que no podíamos ser más diferentes.

Desde que era niña siempre he comparado nuestra relación con la que existe entre Batman y Robin. Ella es el superhéroe; yo, su joven ayudante.

Ella tiene superpoderes, yo no.

Ella está invariablemente en primera línea, fuerte y combativa; yo, en la retaguardia, lejos del escenario de la acción.

Nuestra amistad siempre se ha fundado en esta ecuación, un equilibrio perfecto que nos une desde el colegio, cuando Stella se nombró a sí misma jefa de la clase y yo, en cambio, me escondía en el cuarto de baño para que no me viera nadie.

Por eso no entiendo por qué me habló de esa forma anteayer.

Lo único seguro es que no pienso llamarla hasta que no se disculpe.

Me alegro al ver que mis compañeros aún no han llegado al supermercado. Me gusta entrar pronto, como hoy, reponer los productos en las estanterías y charlar con Danilo mientras nos preparamos para la apertura.

Me gusta el aroma del glaseado que se derrite sobre los cruasanes calientes que Francesco nos trae a las ocho en punto, me gusta el festival de colores de la fruta fresca que se exhibe bajo la luz blanca de

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