Como dos copos de nieve

Laura Calosso

Fragmento

Cuando el coche se incendió, los chicos que estaban en la playa lo confundieron con una estrella. Habían ido hasta allí para verlas caer, fragmentos de cometas que deflagran al colisionar contra la atmósfera terrestre.

Es verano, la costa de Liguria titila bajo la luna y una isla con extraña forma de animal flota en el horizonte.

Un instante antes del impacto en el suelo, Margherita tiene la impresión de caer dentro de una caja forrada de tela gris. Toca el fondo con los pies y se desliza sobre la tapicería. De pronto, el gris se vuelve rojo, un velo le cubre la cara hasta el cuello, le obstruye la nariz y la boca, y le impide respirar. Siente el mismo vértigo que experimentó una vez, de pequeña, en un avión que despegaba, cuando le pareció que las alas vibraban contra un muro de aire. Entonces tampoco pudo distinguir el sueño de la realidad. Creciendo ha aprendido a desconfiar de las imágenes que la mente crea continuamente de la nada y que nos engañan justo cuando parece más lógica, más sincera.

La música que emite el autorradio se difunde en el aire salobre transportada por la brisa nocturna. Después la melodía se para con brusquedad. El choque es repentino, el automóvil golpea el guardarraíl y se enfila por una de las pocas aberturas donde el metal, una barrera compacta que bordea la Aurelia, se interrumpe. En la caída, las llantas de aleación de las ruedas giran en el vacío durante un tiempo indefinido y refulgen antes de hundirse en la arena de la playa que discurre por debajo de la carretera.

La estrella de fuego brilla en el litoral, resplandece a lo lejos, llamativa. Muchos chicos acuden a verla, las caras bronceadas por el sol. Llegan con los ojos muy abiertos, arrollando las hamacas y las sombrillas de los baños que encuentran a su paso, una mano sobre la boca para contener un grito de sorpresa y de horror.

Margherita Fiore. Así se llama la chica que viaja en el Mercedes de Gian Gabriele De Domini, de veinte años de edad, hijo del famoso ejecutivo Antenore De Domini. Es la misma chica que hace un mes sonreía desde las páginas del periódico local, orgullosa de la matrícula de honor al mejor expediente de bachillerato de Humanidades de su instituto, el único de toda la promoción. Margherita Fiore, piamontesa, de diecinueve años de edad, había salido con el tren de las siete de la mañana para reunirse con una amiga en Alassio, dos días de descanso antes de seguir estudiando para preparar la prueba de acceso a Medicina.

Un grupo de atrevidos se acerca al coche en llamas. No intentan apagar el incendio.

Los flashes de los teléfonos móviles titilan enloquecidos en la oscuridad y los chicos se detienen a unos metros formando un círculo. Alguno estira el cuello; quiere ver, asistir al momento en el que los pasajeros saldrán envueltos en llamas, no personas de carne y hueso, sino protagonistas de un videojuego siniestro que inflama la noche de San Lorenzo.

Cuando las sirenas atraviesan el túnel, todos contienen la respiración. Las llamas han ido tiznando la carrocería y la han arrugado en los puntos más frágiles, después la hoguera ha menguado. El olor a plástico quemado se ha mezclado con el aroma de la vegetación exuberante, que crece a cubierto del muro de contención de la carretera que se asoma a la playa. Los bomberos bajan de las autobombas, desenrollan las mangueras y se abren paso hacia el coche alejando a los curiosos que asisten a la escena hipnotizados. Al contacto con las llamas, el primer chorro levanta una nube de humo claro, acre. El viento la aplasta contra el suelo y la desfleca en hebras blanquecinas. Al cabo de poco, la estrella se apaga y deja una huella negruzca en la arena. La música de una discoteca al aire libre marca un ritmo tribal.

La silueta de una ambulancia parpadea durante un tiempo impreciso sin emitir ningún sonido. Nadie espera un final feliz, y mucho menos ellos, médicos y enfermeros acostumbrados a mirar a los ojos la vida y la muerte.

Los bomberos buscan desesperadamente entre el chasis humeante. Pero no hay nada sobre los asientos calcinados, solo una bolsa estropeada en el maletero y una mochila carbonizada bajo el asiento del copiloto.

Mientras tanto, un policía alto, ancho de hombros y de paso atlético, ha bajado a la playa. Se acerca a un bombero y mantiene con él una breve conversación que parece acalorada: hay que buscar entre los arbustos que crecen a cubierto del muro de contención.

Alguien hace un gesto a los hombres de la ambulancia para que se acerquen.

El agente señala con el dedo a la espesura que del borde de la carretera desciende hasta las rocas. Alejan a los adolescentes que se aglomeran allí cerca mientras otro policía acordona el área con cinta de señalización.

Los ojos blancos de las linternas circunvuelan el follaje y el denso enredo de ramas, hurgan entre espinas y basura abandonada. De repente, un grito: «¡Aquí están!».

Entre los chicos que han intentado acercarse todo lo posible a la escena, sin dejar de comentar en voz alta las operaciones de socorro, se hace el silencio. El rumor de las olas rompiendo contra la orilla y el murmullo de la resaca marcan el tiempo con regularidad. Solo las salpicaduras de agua que mojan la piel y la ropa de quienes retroceden hacia el mar para no ver de cerca ese espectáculo temido y esperado confirman que la escena no es una fantasía, sino un trágico recorte de realidad.

Una segunda ambulancia llega con la sirena desplegada, después disminuye la velocidad y apaga la señal acústica, la luz azul sigue girando enmudecida. Bajan más batas blancas a la playa y de repente aparecen dos camillas, que acto seguido desaparecen en la vegetación. Los arbustos crujen bajo las botas de los bomberos y de los agentes mientras un humo fino se disipa en el viento del mar. En la oscuridad, la luz débil de las estrellas parece más viva de repente, resplandece sobre las dos camillas que salen de los matorrales y son colocadas sobre la arena. Sobre ellas yacen dos cuerpos. Se entrevé la silueta de uno, mientras que otro está oculto bajo una sábana.

Primera parte

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