Un destino propio

María Montesinos

Fragmento

Capítulo 1

1

Madrid, febrero de 1883

Si se hubiera tratado de cualquier otra clase como música, francés o incluso gramática, Micaela Moreau habría ignorado los desconsiderados cuchicheos, juegos y risitas de sus jóvenes compañeras de mesa y se habría limitado a lanzarles de vez en cuando alguna mirada reprobatoria. Pero ese no era el caso. Se hallaban en la imponente sala de química, con sus vitrinas repletas de frascos, microscopios y aparatos, frente a don Higinio, uno de sus profesores más admirados en la escuela, y pocas asignaturas le parecían a Micaela más fascinantes que esa: le maravillaba contemplar los cambios que se producían en las sustancias, de su estado, color y propiedades, para convertirse en algo diferente, algo con unas posibilidades nuevas y desconocidas que quizá estuviera llamado a ser parte de algún avance de la ciencia. Así que no, no estaba dispuesta a aguantar que dos jovencitas infantiles y maleducadas le impidieran escuchar la lección sobre los hallazgos de Pasteur que impartía ese día don Higinio. El científico francés había descubierto los mecanismos de contagio de las enfermedades infecciosas a partir del estudio de una plaga que había estado mermando los criaderos de gusanos de seda en el sur de Francia.

Micaela ya les había llamado discretamente la atención una vez y, si bien asintieron ambas con expresión inocente, en cuanto volvieron a darle la espalda las oyó reírse de «doña solterona marisabidilla», uno de los motes que circulaban sobre ella en los pasillos de la escuela. No le molestaba, en realidad. Lo de «marisabidilla» lo llevaba hasta con orgullo: tenía inquietudes, curiosidad por saber, por aprender; disfrutaba del estudio y no tenía por qué contenerse cuando conocía la respuesta a las cuestiones que los catedráticos planteaban en la clase. Y solterona... bueno, debía admitir que, a sus veintiocho años, lo era. Sus compañeras rondaban los dieciocho, uno arriba, uno abajo. La única alumna de su edad era una joven viuda matriculada en la Escuela de Correos y Telégrafos. Al parecer, tenía intención de sacarse el título para colocarse en Correos con el único fin de liberarse de la excesiva vigilancia y protección a la que la sometían sus familiares. Ella, por su parte, tenía mejores planes.

—Si no dejáis de cuchichear, me ocuparé de que don Higinio sepa que necesitáis tarea extra para entender los descubrimientos de Pasteur, puesto que no habéis escuchado ni una sola palabra —susurró inclinándose entre las dos. Su mirada reflejaba tan firme resolución, que las chicas enmudecieron al instante.

Al finalizar la lección, Micaela recogió sin prisa la libreta, el plumín y el tintero mientras el resto de las alumnas abandonaba la sala con cierto revuelo cansado. La última hora de la tarde se hacía muy larga y había quienes daban a hurtadillas alguna que otra cabezada, convencidas de que nunca les sería de mucha utilidad saber por qué fermenta la cerveza o para qué hervir la leche recién ordeñada. ¿Qué familia de bien les exigiría luego que enseñaran química a sus pequeñas pupilas, en caso de que alguna de ellas decidiera ejercer de institutriz? ¡Ninguna! La mayoría de los progenitores solo pretendía que sus hijas supieran leer y escribir y, sobre todo, que aprendieran a realizar con primor las labores propias de cualquier dama: coser, bordar y tocar Para Elisa al piano.

Antes de que se pudiera dar cuenta, la sala se había quedado vacía y silenciosa. Don Higinio se afanaba en colocar los frascos con las sustancias químicas y las disoluciones en una de las vitrinas de madera que cubrían la pared. Micaela se dirigió al escritorio para depositar con cuidado su cazoleta de tinta junto al resto, en la bandeja de madera agujereada. Al verla, el profesor le hizo una seña para que se aproximase al escritorio.

—Don Julián me ha dicho que le transmita toda su gratitud por la traducción que ha realizado de los dos artículos sobre el trabajo de Pasteur. Será de gran ayuda para los estudiantes de la facultad, no tenga ninguna duda.

La joven esbozó una breve sonrisa de satisfacción.

—Me alegro de haber sido de ayuda, don Higinio. Y... ¿pudo usted preguntarle sobre la posibilidad de que yo asista a la conferencia que organiza sobre Charles Darwin en el Museo de Ciencias Naturales?

El profesor continuó recogiendo de manera distraída sus pertenencias como si no hubiera escuchado la pregunta de Micaela. Finalmente, carraspeó antes de decir:

—Me temo que no va a ser posible, señorita Moreau. Los catedráticos del museo son muy estrictos en ese sentido y no miran con buenos ojos la presencia de señoritas en sus dominios.

—Pero, don Higinio... si solo es una disertación sobre los viajes y el trabajo del señor Darwin, ahora que ha sido traducido al español. Y mi padre conocía al traductor, al señor Godínez, un caballero muy moderado en su habla y sus ideas.

—Ya me gustaría decirle que sí, pero créame que no es posible. Este evento ha generado mucha polémica no solo en determinados círculos políticos sino también entre los propios investigadores del museo, debido a las teorías anticatólicas del señor Darwin. Es más que probable que suscite un agrio debate poco apto para señoritas como usted. Y, por otra parte, ciertos catedráticos consideran que el ambiente científico del museo no es ni adecuado ni conveniente para la sensibilidad femenina.

Micaela pestañeó desconcertada. Quiso pronunciar una airada protesta: «¡Le aseguro que mi sensibilidad aguantará el debate con la misma entereza que un hombre, don Higinio!», pero se le quedó atascada en la punta de la lengua como si se hubiera asomado al borde de un abismo y, entonces, lo único que pudo hacer fue bajar los ojos a los títulos dorados de todos esos libros que se apilaban sobre la mesa, disimulando su decepción. Por alguna razón, había pensado que don Higinio —uno de los profesores más serios de cuantos enseñaban en la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, el correspondiente femenino de la Institución Libre de Enseñanza de don Francisco Giner de los Ríos— apreciaba su interés en la ciencia e intercedería a favor de que ella, una de sus mejores alumnas, pudiera asistir a esa conferencia. Se equivocó. Había sido una ingenua por confiar en él. Nunca escarmentaba.

Farfulló una despedida y huyó de allí cabizbaja, sintiéndose un poco avergonzada ante la sorna con la que, imaginó, habrían despachado los catedráticos su petición. Salió al patio central, cerrando tras de sí la puerta del aula. El resto de las salas que daban a ese mismo patio interior estaban ya cerradas, silenciosas. No debían de ser más de las cinco y ya comenzaba a oscurecer. El eco del bullicio de las últimas alumnas se apagaba poco a poco hasta abandonar el edificio. En el otro extremo de la galería, junto a las puertas acrisoladas que daban al vestíbulo, vio a don Pablo, el director de la escuela, conversando con doña Braulia y la señorita Milagros, ambas maestras de párv

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