El espejo de las almas

Mario Escobar

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Abadía de Forest, sur de Bruselas, año del Señor de 1371

Nací en el tiempo en que las ciudades comenzaban a devorar el mundo de nuevo. Durante siglos, según decían los viejos monjes, Dios había destruido la arrogancia de los hombres, derrumbando, como a la mítica Torre de Babel, las urbes más importantes. Una tras otra, piedra a piedra, su belleza y poder dejaron paso al fuego y la ceniza. Por eso, cuando con mi hermano Jaime cruzamos la muralla y entramos en la ciudad de las telas, como la llamaban por su próspero negocio, tuve la sensación de adentrarme en las mismas entrañas del infierno.

En las sinuosas calles se mezclaban nobles y villanos, burgueses y mendigos con el más absoluto descaro. El palacio suntuoso descansaba, pared con pared, con la choza más infame y hedionda. Por los surcos centrales de las calles embarradas corría la inmundicia, mientras los niños jugaban al lado y los animales defecaban sin que nadie se molestase en recoger las heces. El borde de mi abrigo de lana estaba totalmente embarrado y me cubría el rostro con un pañuelo para no vomitar. Mi hermano parecía disfrutar con mi desdicha, como solo el amor filial es capaz de hacer. Nos paramos enfrente del muro de ladrillo. Un gran portalón de madera recién pulida, sin adornos ni indicaciones, y una pequeña puerta en una de sus hojas, con una ventanita de menos de un palmo, eran toda su ornamentación. Jaime la golpeó con fuerza, pero su guante de cuero amortiguó el sonido, que quedó opacado segundos después, cuando las campanas de una iglesia cercana comenzaron a tañer con tal fuerza que sus vibraciones me aceleraron el corazón.

Estábamos seguros de que allí se encontraba el beaterio. Mis padres se habían opuesto a que me uniera a las beguinas. Para muchas personas, las beguinas eran unas santas por dedicar su vida a los pobres, pero para la mayoría eran simples mujeres rebeldes que no aceptaban el orden establecido y vivían en una sociedad exclusivamente femenina. Tampoco se sometían a la autoridad de la Iglesia ni de ninguna orden monacal.

Una mujer rubia con una cofia blanca se asomó por la ventanita y después nos abrió con cierta premura. Su rostro era angelical y sus cabellos trigueros se escapaban del sombrerito como ribetes de oro. Su tez era pálida como la luna y sus labios, rojos, carnosos y en forma de corazón.

Mi hermano hizo amago de entrar; entonces, la mujer le detuvo con la mano y con una voz suave, casi cantarina, le pidió que no atravesara el umbral. Le miré inquieta, sabía que las beguinas vivían apartadas de los hombres, pero él era mi hermano mayor. Simple, burlón y sarcástico, aunque inofensivo y respetuoso con las damas. Me giré hacia él y le abracé. Jaime sintió mis lágrimas sobre su pecho, me acarició el cabello pelirrojo y comenzó a caminar de nuevo por la calle estrecha de regreso al centro de la ciudad. La mujer me sonrió, sus dientes blancos y perfectos me recordaron al Cantar de los Cantares que mi madre me leía a escondidas las tardes largas de invierno. Me ayudó con mi ligero equipaje; habíamos viajado en la carroza de unos comerciantes de Bruselas que se dirigían a Colonia.

Las campanas continuaban sonando cuando nos adentramos en el beaterio. El suelo estaba empedrado y limpio; a los lados, a pesar de la época del año que anunciaba el otoño, estaba aún cubierto de flores y árboles frutales. Las manzanas todavía relucían en muchas de las ramas y los pájaros revoloteaban por todas partes, asustados por el incesante sonido que escapaba de la torre. La mujer, que caminaba un par de pasos por delante, se detuvo frente a la puerta. Unos árboles formaban el camino hasta la puerta lateral. Me hizo un gesto y la seguí, obediente. Entramos en la capilla, el sol apenas iluminaba sus coloridas vidrieras; unas nubes grises llevaban varios días anunciando la proximidad del invierno y, a aquella hora de la mañana, una bruma espesa ascendía por los canales de la ciudad y envolvía todo en una especie de ambiente fantasmagórico.

La beguina abrió la puerta de detrás del altar mayor, después de santiguarse; yo la seguía casi sin aliento, mirándolo todo y aturullada por aquel ruido infernal. Comenzó a subir las escaleras que conducían a la torre; caminaba tan aprisa que en un instante la perdí de vista, pero continué afanosa por la escalera de caracol hasta que me encontré con una puerta de madera oscura, la empujé con la mano y, al salir al frío campanario, noté cómo el aire del norte me erizaba la piel.

Lo primero que vi fueron las soletas marrones colgando en medio de la torre. Después oí el grito de la beguina amortiguado por el estruendo de las campanas y, al levantar la vista, para mi horror, contemplé el rostro amoratado de una mujer morena, con la cofia a un lado y una gruesa soga alrededor del cuello descoyuntado. La beata se abrazó a los pies de la ahorcada e intentó levantarla, pero las campanas la levantaban y bajaban en su cansino y estruendoso tañer. Me subió una profunda arcada que me quemó la garganta.

Aquel era apenas el principio de mis días en el beaterio de Lovaina, un lugar creado para la paz y el sosiego, donde las mujeres éramos dueñas de nuestro destino y las oscuras sombras del diablo parecían extenderse a medida que se aproximaba el invierno.

Primera parte. Humildad

PRIMERA PARTE

HUMILDAD

Vosotros que leeréis este libro

Si lo queréis entender bien

Pensad en lo que diréis

Pues es duro de comprender.

Os hará falta Humildad

Que de Ciencia es tesorera

Y de las otras Virtudes la madre.

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