La vida en un minuto

José Antonio Lucero

Fragmento

Capítulo 1

1

El perro sigue un rastro. Serpentea por la maleza y hunde el hocico entre unos arbustos para llevarse algo a la boca, quién sabe qué.

—Suerte la tuya.

Se llama Cipión y es un auténtico sabueso. Daniel Baldomero, su dueño, camina a unos metros; cruza la madrileña calle Marqués de Urquijo y se dirige hacia el parque del Oeste. El perro revolotea a su alrededor. Le pide juego. El muchacho se agacha, coge una china y se la tira hacia la oscuridad nocturna del parque. Y luego el estallido. Y tres, cuatro segundos hasta que Cipión vuelve, meneando el rabo.

Cinco años después de la victoria franquista, el parque del Oeste es todavía la viva imagen de la guerra. Este fue uno de los más cruentos campos de batalla de Madrid. Aquí tuvo su bautismo de fuego la XI Brigada Internacional, protegiendo el puente de los Franceses, y aquí atacaron las columnas nacionales en su objetivo de entrar al corazón de la capital por la plaza de España. Tal es el estado de ruina en que continúa, con sus trincheras y sus búnkeres y sus casamatas, que parece que la guerra no ha terminado sino que se ha dado una tregua.

—Venga, pero la última vez, ¿vale?

Vuelve a tirarle una piedra. El muchacho vive aquí, en el parque, desde hace tres años, arrendado en una ruina de guerra. Duerme en la casamata del fondo, y camina hacia ella junto a una larga línea de trincheras y unos búnkeres cuyos habitantes han decorado con guirnaldas y farolillos, por las fechas navideñas. Es la calle de la XI Brigada. Es curioso cómo este paisaje de provisionalidad de las construcciones de guerra que se reparten por todo Madrid ha echado incluso raíces; sus habitantes han puesto nombre a sus calles, y afirman residir en la de la Paz, de la Tranquilidad, de la Esperanza, nombres todos ellos dados por los soldados de uno u otro bando. Incluso aún se conservan los carteles que indicaban a los combatientes que POR AQUÍ SE VA AL PUENTE DE LOS FRANCESES, o POR AQUÍ A LA CANTINA DE LA XI BRIGADA, y los vecinos han puesto número a sus casas para que los carteros puedan incluso identificarlas.

Cipión se ha quedado atrás. Tal vez no haya encontrado la piedra. Lo llama.

—¡Vamos, no vas a encontrarla! ¡Vente!

Luego acelera el paso ante la cercanía de su hogar; la casamata del fondo, protegida por esa arboleda. Todo ese conjunto de búnkeres, de hecho, se encuentra rodeado de pinos, castaños y algún que otro roble. Árboles entre los que se construyeron los fortines y las trincheras y que los protegían del fuego enemigo. Abre la puerta de la casamata y, antes de entrar, contempla el perfil de este Madrid oscuro, casi negro, tiznado por el carbón y el hollín. Luego vuelve a arengar a su perro que, rezagado, ha comenzado a seguir otro rastro.

—¡Cipión, joder, que te quedas fuera!

Por vivir en esta casamata paga una peseta y media a la semana. Su casera es doña Paquita, cuya familia se adueñó de esta ruina de guerra durante los primeros días de abril de 1939. Entre estas cuatro paredes de hormigón armado Daniel Baldomero subsiste con un viejo catre, una mesita, un candil y un agujero en el suelo en el que hace sus necesidades. Nada más. Como ventanas tiene un par de angostas aberturas por las que los combatientes debían disparar su arsenal de artillería. Cuando quiere leer por la noche, se ilumina con la tenue luz del candil.

El muchacho se sienta sobre el catre y abre una lata de sardinas. Luego parte un chusco de pan rancio y se lo tira a Cipión, que se ha recostado sobre la manta que le sirve de cama. Lo mira, tiritando de frío.

—Qué suerte tienes de no pasar frío como las personas.

Durante el invierno, Daniel Baldomero duerme bajo dos mantas y vestido con la poca ropa que posee. A veces hasta duerme con el sombrero puesto, para que no se le escape el calor de la cabeza.

—¿Quieres los restos de las sardinas?

Esta es su cena de Navidad. La de ambos. Y se la terminan en apenas unos minutos y en completo silencio. Mientras tanto, en la casamata de al lado han comenzado a cantar villancicos. «Pero ¡mira cómo beben...!», «Hacia Belén va...», y así, uno tras otro. Son las voces de los tres niños del matrimonio de don Marcial y doña Juani, sus vecinos. Don Marcial colaboró en la guerra con la defensa de Madrid, asistiendo a las milicias republicanas, y ahora malvive en una fría casamata por miedo a volver a un barrio residencial y que alguien lo acuse de rojo. No obstante, ello no quita que la familia no disfrute de la Nochebuena: ha decorado su casamata con adornos navideños y ya van por el tercer villancico. Incluso quisieron compartir con Daniel una noche tan especial, pero el muchacho reusó con una retahíla de excusas. «No, no quisiera molestar, de verdad. Y yo no soy mucho de celebraciones». Y así.

—Mira que eres puerco, Cipión. Ahora me toca a mí limpiar todo esto.

El perro ha expurgado los restos de las sardinas hasta dejar solo las pequeñas espinas y el tronco. Las sobras las ha diseminado por todo el perímetro de su manta. Daniel las limpia y se echa sobre el catre, mientras suenan más villancicos. Por suerte, piensa, la nieve no ha hecho acto de presencia este invierno. El de 1940 sí que fue duro. Muy duro. Por aquel entonces tuvo la suerte de encontrar a su casera y entrar a vivir en esta casamata. Piensa en ella. Ahora doña Paquita debe estar celebrando la Navidad con sus cuatro hijos y pensando en su marido, José Manuel, preso en la cárcel de Porlier. La peseta y media que Daniel Baldomero les paga supone uno de los pocos sustentos económicos de esta familia, que ya habría muerto de hambre de no ser por el Auxilio Social y por el estraperlo.

—Buenas noches, Cipión.

Daniel Baldomero se prepara para otra fría noche. Se pone su sombrero y se mete bajo las mantas. Todo se sume en oscuridad cuando apaga la luz del candil. Siguen sonando los villancicos en la casamata de al lado, pero ello no le impide quedarse poco a poco dormido. Solo es libre al cerrar los ojos y dormir. Entonces sueña con los montes de El Bierzo, su tierra. Y así termina para él este 24 de diciembre de 1943, soñando con su infancia. Como cada noche.

Un pequeño chochín. Daniel Baldomero lo reconoce por la gran densidad de rayas de su plumaje, su altanera mirada, la rapidez con que mueve pico y cola, y por cómo arquea su pequeño cuello buscando con el pico la parte más inaccesible de su ala derecha. Ver a un chochín así de quieto en la rama más baja de esta encina resultó siempre una tarea imposible. Este es uno de los pajarillos más tímidos, piensa. Le asusta el balido de las ovejas y el ladrido de los perros. Y sobre todo la voz del hombre. El chochín coletea de una rama a otra de la encina, mira al pequeño Daniel y alza el vuelo hacia el monte.

Luego se atraviesa un petirrojo. Sabe que es un petirrojo y no un colirrojo por cómo canta. Daniel es experto en el canto de los pájaros: en el gorrión y su gorjeo, en el titeo de la perdiz, tan fina ella, o en el chillido del águila y del azor, o del alimoc

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos