Libres (Zorras 3)

Noemí Casquet

Fragmento

III. Un café

III

Un café

Son las cuatro. Me ducho. Sí, otra vez. Estoy sudada. Será el calor de agosto o los nervios del encuentro. No puedo cagarla. Otra vez no, por favor.

Intento elaborar el discurso perfecto en mi cabeza. Recuerdo un tanto borrosa nuestra discusión. La huella que deja el tiempo hace que las vivencias no sean ni tan dramáticas ni tan perfectas. Es curioso cómo percibo la misma escena de otro color. De un presente negro en una playa desconocida de Ibiza a un pasado rosado lleno de matices que no logro descifrar. Pienso en el pigmento que traerá ese café. Y lo tiño de rojo pasión, como mis labios.

El bochorno madrileño que ralentiza el tiempo y el cuerpo; las alas llenas de heridas que se sujetan a mi espalda gracias a una venda mal colocada. La intención intacta de crear una nueva realidad junto a ellas. El móvil vibra encima de la mesa. Faltan cinco minutos para las diecisiete y quince. Busco en el bolso los auriculares. Me peleo con los nudos que se crean de la nada. A veces me pregunto qué sucede en el interior de un bolsillo. Escucho el tono de un mensaje. Ring. Otro. Y otro. Quién cojones es. Me levanto de la cama. Dejo a un lado mi batalla —perdida, parece— con los auriculares. Cojo el móvil. «Hola, Alicia. Tengo ganas de verte.» Sonrío.

Cojo la cartera, las llaves, el laberinto de mis auriculares y me lanzo al infierno del asfalto. La sombra no reduce el fuego del sol. Apenas hay personas en la calle. El aire acondicionado de las tiendas me provoca un alivio momentáneo. Entro en el metro. Respiro el frescor. Vuelvo a mirar el móvil. Otro mensaje. «Cuánto hace que no nos escribíamos, ¿dos meses? Esto no puede volver a pasar. Te quiero más en mi vida, cachorrita.» Cada vez que Ricardo me llama «cachorrita» muere un gatito. Aun así, las mejillas se me ruborizan y el pulso nervioso por el inminente encuentro con las chicas es eclipsado por un cosquilleo tímido en mi vientre. Escribo. «Hola, Ricardo. Cuánto tiempo. Te he echado de menos. ¿Cuándo nos vemos?» Su respuesta no tarda ni un minuto. «Tú controlas el tiempo.» «¿El martes, por ejemplo?» «¿Una cerveza?», me contesta. «Perfecto. Me vas a pegar unos buenos azotes cuando te cuente lo gilipollas que he sido en Ibiza.»

Casi me paso la parada. Sol. Salgo corriendo. El silbido de la puerta del metro que está a punto de cerrarse. El sudor de las axilas me mancha la camiseta. Estoy nerviosa. Creo que me meo. Subo por las escaleras mecánicas. Y ahí está, una plaza abarrotada de guiris con abanicos de lunares y hombros chamuscados. Miro el reloj. Llego tarde, cinco minutos. Alzo la vista. Ellas.

No sé si sonreír. ¿Las saludo desde lejos? Están charlando. La última vez que las vi acabamos rompiendo nuestra amistad. ¿Y ahora? Emily hace un gesto. Diana se gira. Me observan. Me hago la loca, como si las acabara de ver. Saludo con la cabeza. Indiferencia. Me muero por ir corriendo y abrazarlas fuerte. Contengo las ganas.

—Hola.

—Hola, Alicia —dice Emily. Sonrío.

—¿A dónde vamos a tomar un café? —interrumpe Diana.

—Hay una cafetería muy bonita a dos calles.

—Perfecto.

Empezamos a caminar. Se hace el silencio. ¿Qué digo? ¿Qué hago? Pasamos unos minutos en tensión hasta llegar al local. Es un rincón precioso, lleno de flores y plantas. Entramos. El frescor del aire acondicionado alivia el sofoco.

—¿Os parece bien esta mesa? —pregunta Emily.

Asentimos. Una vidriera nos muestra la calle Mayor. Pedimos tres infusiones con hielo. Carraspeo. Noto los ojos negros de Diana atravesando mi alma, apuntándome como una navaja en el estómago. Emily está justo a su lado, frente a mí.

—Qué raro es todo, ¿verdad? —comenta Emily.

—Un poco —respondo.

—Bueno, ¿quién empieza? —verbaliza Diana con una voz gélida.

Trago saliva. Dejo correr el tiempo. Unos segundos se cuelan entre nuestros pensamientos. Las ganas de decir «Os quiero, teníais razón, lo siento».

—Pues si nadie habla, empiezo yo —dice Diana.

—¡Lo siento! —grito.

La pareja que está a nuestro lado se gira de forma repentina. Mi perdón ha salido disparado. Sin vaselina. Sin consentimiento. Sin frenos. Igual que mis lágrimas, las que intento contener en mis párpados sin éxito.

—Lo siento —repito más suave.

La mirada de Diana cambia de inmediato. Sus ojos negros están enrojecidos. Arquea las cejas ligeramente, sus fosas nasales se abren. Reprime el llanto. La camarera interrumpe el momento. ¿Gracias?

—Y el té verde con hielo, que supongo que es para ti.

Asiento con la cabeza. Es consciente de la tensión emocional. Se aleja con cierto sigilo. Yo sigo peleándome con mis párpados, que no son capaces de dominar el arrepentimiento. Diana sigue luchando contra su orgullo y sus recuerdos.

—Chicas, yo..., yo no quería. Fui una imbécil, joder —digo.

—Alicia, ya está —sentencia Diana—. Las tres fuimos unas estúpidas. Podríamos haberlo hecho mejor.

—Estaba tan obsesionada con Pablo...

—No, Alicia. Estabas obsesionada con el amor —puntualiza Emily.

—Me conocéis demasiado.

Sonreímos.

—¿Qué pasó con Pablo? —pregunta Diana.

—Que teníais razón. —Bebo un sorbo pequeño de mi infusión fresquita—. Pablo solo quería un amor de verano, alguien a quien manipular. Me hablaba de esos contactos que me iban a ayudar en el mundo editorial y que jamás me presentó. O de la importancia de una libertad que pasó de ser colectiva a ser individual. Cada día era una copia exacta del anterior. Las mismas palabras, el mismo tono de sus «te quiero», el sabor de sus besos. Acabé viviendo su vida porque no me creía capaz de apostar por la mía. «El amor es así», me dije. Luego, él se acostó con una chica de su trabajo y los celos me pudieron. Un día su hija vino a casa muy cabreada porque su padre no le pagaba la universidad.

—¿Y él qué decía?

—Lo negaba todo. «Eres mi diosa», repetía.

—Y en el sexo, ¿qué tal? —cuestiona curiosa Emily.

—Al principio brutal, una explosión de placer tras otra. Pero con el paso de los días mis orgasmos dejaron de tener importancia y todo se centraba en su polla y en su corrida. Nada más.

—Joder, debiste de matarte a pajas —concluye Emily.

—No te creas. Las últimas semanas en Ibiza no me podía correr. Imposible llegar al orgasmo.

—¡¿En serio?!

—Te lo juro.

—¿Y por qué? —interrumpe Diana.

—Pues no lo sé. Supongo que me sentía tan reprimida y tan sometida que mi cuerpo se rebeló contra mí. Al final, esta experiencia me ha servido para conocerme más y para valorar a las personas que merecen mi lucha por encima de todo, como vosotras.

Las miro. Sonríen. Su

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