El evangelio según María Magdalena

Cristina Fallarás

Fragmento

3. Fueron mis propiedades y no mis virtudes

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Fueron mis propiedades y no mis virtudes las que me permitieron contemplar los acontecimientos de entonces.

Mi padre me dejó en herencia su industria conservera, la educación propia de un hombre, y al Gigante. Si alguna vez añoró un hijo varón, nunca lo supe. Mi madre murió al parirme, así que, conociendo su jovial pragmatismo, no creo que le diera más vueltas. También heredé, imagino que para bien, su empeño en recordar que descendíamos de la dinastía de los asmoneos, cuya reina Salomé Alejandra no solo fue la última en ocupar un trono independiente para los judíos, sino la única mujer que logró reinar. «Nosotros venimos de reyes, mi princesa», repetía mientras me acariciaba la cabeza tumbados sobre la piedra fresca y pulida del patio en verano, aprendiendo a dibujar el firmamento.

—Tuvimos una reina. Hay que conocer las cosas del mundo y de los hombres para tener una reina. Luego llegó Roma a colocar a esta panda de ignorantes que solo sirven a la muerte, a la destrucción, para saciar unos instintos menores que los de los puercos. —No recuerdo cuántas, cuantísimas veces le oí repetir estas palabras—. Pero nosotros, asmoneos, tuvimos la última y única reina de los judíos, Salomé Alejandra. Eso no nos lo perdonarán ni los unos ni los otros. Ni los judíos ni los romanos.

No creo que dijera todo aquello para justificar mi educación, tan impropia de una hembra en nuestra sociedad que merecía castigo, sino por añoranza. La nostalgia de lo que no se conoció puede infectarse de melancolía o tornarse subversión. La nuestra era una subversión doméstica y jocosa que incluía mi educación en la ciencia y en la industria.

Dos son ahora mis sensaciones más presentes de aquellos días de infancia: la felicidad y la muerte. En un mundo pequeño, como lo son todos a esa edad, se mezclan la dicha y la sangre cuando son lo único que aprieta. Si Antipas honró la sangrienta herencia de su padre, Herodes el Grande, poniendo la cabeza del profeta sobre una bandeja, su hermano Arquelao consiguió, aunque parezca mentira, superar la masacre de los inocentes de su progenitor. Preferiría haber borrado de mi memoria hasta la última huella del paso de Arquelao por esta tierra. Sin embargo, en él está el germen del asesinato de mi padre, de él parte mi dolor más ácido, mi desamparo, la rabia y el deseo de venganza que fueron mi alimento durante tantos años, y por eso también mi fortaleza.

Fui rabia, rabia sorda.

Me vestí de venganza y la cubrí de carmesí.

Entonces paseé mi disfraz.

No tenía aún yo pechos cuando Roma decidió retirarle todo el poder a Herodes Arquelao, el poder de reinar sobre Judea. Era tal su violencia, su sed de descuartizamiento, su capacidad para sembrar pánico a cuchillo, que incluso Roma comprendió que resultaba insoportable. Pero la muerte lega muerte. La mano exterminadora se multiplica en millares de asesinos como millares fueron aquellos a los que él mandó matar. Los dos Herodes, Antipas y Arquelao, eran hermanos por parte de un padre enloquecido, el asesino de los inocentes. Antipas, rey de Galilea, nuestra tierra. Arquelao, rey de Judea. Reyezuelos ambos sin más poder que el que Roma permitía a sus fatuas existencias alimentadas de excesos, sangre, perversión. Conciencia de inferioridad.

Yo los maldigo.

No tenía aún yo pechos cuando un día aparecieron las doctoras con tal agitación que el tremolar del aire en la casa me despertó. Soñaba con el vuelo de los peces blancos que a veces preceden a las pesadillas. El miedo siempre se impone y turba el ambiente. La noche era clara en el patio hasta el punto de que una podía distinguir el haz brillante y el envés mate de las hojas de los olivos.

Ana y algunas otras doctoras acudían a nuestra casa con frecuencia a sacarme de los almacenes y ocuparse de mi instrucción sin mediar acuerdo evidente. En otras ocasiones llegaban acompañadas de alguna muchacha, o de varias, y se encerraban durante horas en uno de los pequeños edificios de la casa, el que se levantaba a la izquierda del patio, con jofainas y fascinantes instrumentos afilados.

Tardé tiempo en conocer su intervención en mi nacimiento. De ahí venía el apego de mi padre hacia ellas, su apadrinamiento. Cuando mi madre empezó a romperse en dolores fatales durante el parto, un grupo de ellas acudió en su auxilio y atendieron su agonía y mi vida. Aún me conmueve el reconocimiento de mi padre hacia las mujeres, quizás un homenaje a su dinastía. Ana era la menor y él se hizo cargo de que siguiera con su magisterio. Las parteras eran maestras, su manejo de las plantas evitó el tormento de mi madre y me dieron vida. Mi padre no lo olvidó jamás y decidió ceder un espacio en nuestra casa para ellas, que habitualmente trabajaban de forma clandestina y en hogares que no contaban con lo básico para la vida.

Cuando llegaron aquel día a casa, Ana era ya la jefa de las maestras a las que dábamos cobijo.

—Vuelven a estar en marcha, señor.

Siempre le llamaban señor, pese a que la confianza entre ellos de puertas adentro era larga y evidente. Mi padre creyó que se referían a las huestes de Herodes Arquelao, que desde Jerusalén llevaban años segando vidas, incluso dentro de nuestras fronteras galileas. Matando por el abyecto gozo de matar. Ahora me parece que aquellas sangrías escondían algún tipo de sexualidad perversa. Quién sabe.

—No señor, son los fanáticos, los zelotes.

—No hay zelotes en Galilea.

La de mi padre no fue una negación, sino otra cosa, un golpe de vértigo. Tras los últimos asesinatos perpetrados por los gobernadores romanos, habían surgido aquí y allá de nuevo grupos de exaltados violentos en lucha por el territorio. «Su» territorio bien valía sangre.

En ese momento él, que parecía no haberse percatado de mi presencia, se volvió a mirarme. Nosotros, nuestro comercio era con Roma. No olvido la honda dureza de su gesto. No eran los ojos de mi padre sino los de un hombre. Entonces, por primera vez, me di cuenta de que mi padre era eso, un hombre. Un hombre como los pescadores que se acercaban a diario con sus canastos al almacén de conservas. Un hombre como los que hundían sus manos requemadas en la sal gruesa, como los que diestramente extraían las tripas de los peces pequeños y de los peces grandes, y en algunas ocasiones, cada vez con más frecuencia, me miraban de reojo ya sin sonreír.

—Se dice que Octavio Augusto ha retirado definitivamente su confianza a Herodes Arquelao, que ya no es rey de Judea, que todas las provincias serán gobernadas a partir de ahora por Roma.

—¿Quién lo dice?

El silencio se llenó de aleteos y una bandada de gorriones se echó a la noche lechosa. Nunca había tenido la sensación de contemplar una conversación de adultos. Mi vida transcurría zascandileando entre hombres y mujeres que trabajaban, manejaban los alimentos, charlaban, discutían, operaban o dejaban

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