La tumba de Lenin

David Remnick

Fragmento

Introducción. La ilusión de un final

Introducción

La ilusión de un final

Son muchas las razones, más allá de un cierto glamour literario, que llevan a los reporteros a albergar el sueño de convertirse en novelistas. El autor de libros de no-ficción debe cargar con esa porfiada vaguedad de lo real, esa cualidad de la vida hecha de eventos que se suceden unos a otros y que es percibida como tal. Al novelista, en cambio, se le concede el derecho de traspasar las barreras factuales y adentrarse en los parajes oscuros y elusivos del misterio, de las pulsiones y pasiones humanas. Tiene el poder de realizar aquello que incluso Dios es renuente a hacer: imponerle una forma a la experiencia para que esta le brinde la ilusoria satisfacción de un relato con comienzo, desarrollo y final.

Ningún buen reportero es tan insensato o vanidoso como para suponer que la historia se está cristalizando ante sus exclusivos ojos; sin embargo, ninguno de los periodistas que trabajaban en Moscú durante los años que abarcan el gobierno de Gorbachov y el derrumbe del comunismo y de la Unión Soviética pudo dejar de sentir una profunda estupefacción ante la compleja situación que le tocaba presenciar. Los trascendentales acontecimientos que ocurrían en todos los ámbitos de la vida política, económica, intelectual y social eran tan intensos y acelerados —sin olvidar, además, que tenían lugar en un territorio de proporciones inusitadas— que ninguno de nosotros jamás tuvo la sensación de poder dar testimonio de todo lo que sucedía, y menos aún en la crónica periodística del día siguiente.

Y, sin embargo, uno de los regalos ilusorios que recibieron los reporteros residentes en Moscú durante ese período fue la sensación de haber sido testigos de un final dramático y colosal, de alcance histórico y mundial. En agosto de 1991, mi esposa Esther y yo teníamos previsto volver a casa tras cuatro años de estadía en Moscú. Ella había estado trabajando para el New York Times y yo, para el Washington Post. En ese momento, la perestroika, el conjunto de reformas impulsadas por Gorbachov tras su ascenso al poder en marzo de 1985, era, en muchos aspectos, un proceso sumamente dramático —los estados de Europa oriental y central daban los primeros pasos en pos de su liberación de la tutela del Kremlin, las repúblicas soviéticas clamaban por una mayor independencia y el Partido Comunista se encontraba en un estado de caída libre—, pero no quedaba claro cómo culminarían esos procesos. De haber un final, nosotros no lo veríamos, ya que se había agotado nuestro tiempo. Los corresponsales estadounidenses no suelen permanecer en sus puestos de destino mucho más de cuatro años. Así, tras despedirnos de nuestros amigos, empaquetar nuestras pertenencias y limpiar nuestro apartamento en Kutuzovsky Prospekt, y tras realizar y publicar una entrevista con Alexander Yakovlev, confidente de Gorbachov, quien me señaló que presentía que el Partido Comunista y el KGB llevarían a cabo un golpe de Estado, partimos en un vuelo de Pan Am desde el aeropuerto de Sheremetyevo hacia Nueva York. Eso sucedió el 18 de agosto de 1991.

En las primeras líneas de Diez días que estremecieron al mundo, John Reed se refiere a su crónica sobre Petrogrado como un «trozo de historia intensificada». Es difícil creer que los acontecimientos que concluyeron en 1991 fueran menos intensos. Yo había pensado escribir un libro sobre lo que había presenciado, pese a que el relato aún no había culminado en un hito tan singular como el asalto al palacio de Invierno. ¿Quién podía esperar hasta que ello ocurriera?

En la práctica, solo hubo que esperar un par de horas. Nada más llegar a casa de mis suegros en las afueras de Nueva York y sintonizar las noticias en CNN, Esther y yo, junto con el resto del mundo, pudimos ver las imágenes de los tanques soviéticos avanzando por Kutuzovsky Prospekt, a unos metros de nuestro antiguo apartamento. Era el golpe de Estado del KGB que Alexander Yakovlev había previsto. Se trataba, a todas luces, del fin de la historia, fuera cual fuese su desenlace. Pese a la presencia de un huracán en la Costa Este que dificultaba el tráfico aéreo hacia Rusia, al día siguiente me encontraba de vuelta en Moscú. El 21 de agosto, el golpe de Estado había fracasado. Tras haber sido mantenido como rehén en su casa de veraneo en Crimea, Gorbachov regresó con su familia a Moscú, donde lo esperaba una gélida recepción por parte de su rescatador y rival, Bor is Yelt si n. Gorbachov creía que había vuelto al poder; en realidad, había regresado a la capital para presenciar la transformación del mundo tal como lo había conocido hasta entonces.

No abandoné Moscú hasta finales de ese año. A esas alturas, la Unión Soviética se había disuelto como un azucarillo en una taza de té. Volví a Nueva York y terminé mi libro La tumba de Lenin con unas notas que me ayudaron a ampliar el capítulo final. El extenso capítulo sobre el golpe de Estado de agosto —«Primero como tragedia, luego como farsa»— fue completado con jugosos detalles sobre el secuestro de Gorbachov en su casa de veraneo en Crimea, las frenéticas vacilaciones en las oficinas de la Lubyanka mientras los aspirantes a dictadores se ahogaban en alcohol y las insólitas formas en que los autores intelectuales del golpe de Estado se suicidaron. Era un desenlace que ningún guionista se habría atrevido a prever. Y ahí estaba ocurriendo, ante nuestros ojos, precisamente al término de nuestro período de cuatro años como reporteros asignados a un lugar. Más aún, la conclusión parecía del todo feliz: la conclusión bastante pacífica de un período increíblemente malévolo de la historia; la arriada, la noche de Navidad, de una bandera roja en el Kremlin, y el izamiento de una nueva, roja, blanca y azul. Era el fin del comunismo. Tras mil años de feudalismo, autocracia zarista y comunismo totalitario, ¿cabía esperar el advenimiento de una democracia liberal, prosperidad, verdad y justicia?

Al poco tiempo, les dije en broma a mis antiguos colegas en el Post de Moscú que ese era el fin de la historia. Esa frase ligera reflejaba una ceguera más profunda: la idea, particularmente asumida en Washington, de que Rusia y las restantes catorce repúblicas soviéticas experimentarían una transformación política y al tiempo económica sin apenas problemas, al tiempo que Estados Unidos, liberado de las rivalidades y obligaciones de la Guerra Fría, podría ejercer su dominio como única superpotencia mundial. Esto era como creer en un cuento en detrimento de la historia, una ilusión desmentida por un sinnúmero de eventos que probaban que el declive y colapso de la Unión Soviética proseguiría por muchos años tras su disolución oficial. Y gran parte de esos eventos serían mucho más grotescos que todo lo que se pudo presenciar durante la era Gorbachov: el sangriento «golpe de Estado» de octubre de 1993; las guerras chechenas; el auge de un capitalismo oligárquico y muchas veces criminal; la caída de la incipiente prensa libre y la asfixia de las libertades civiles; el colapso económico de 1995; la poco e

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