El Dios que no nació

Mark Lilla

Fragmento

Introducción

Introducción

El crepúsculo de los ídolos ha sido pospuesto. Durante más de dos siglos, desde las revoluciones americana y francesa hasta el colapso del comunismo soviético, la vida política de Occidente giró en torno a cuestiones eminentemente políticas. Discutíamos sobre guerra y revolución, clase y justicia social, raza e identidad nacional. Hoy día hemos progresado hasta tal punto que nos enfrentamos de nuevo a las batallas del siglo XVI: sobre revelación y razón, pureza dogmática y tolerancia, inspiración y consentimiento, obligación divina y decencia común. Estamos inquietos y confusos. Nos parece incomprensible que las ideas teológicas sigan inflamando las mentes de los hombres, agitando pasiones mesiánicas que llevan a las sociedades a la ruina. Suponíamos que esto ya no era posible, que los seres humanos habían aprendido a separar los asuntos religiosos de los políticos, que el fanatismo había muerto. Estábamos equivocados.

En la mayoría de las civilizaciones que conocemos, en la mayoría de las épocas y los lugares, cuando los seres humanos han reflexionado sobre cuestiones políticas han recurrido a Dios para buscar respuestas. Su pensamiento ha tomado la forma de la teología política. La teología política es una forma primordial de pensamiento humano y durante milenios ha aportado un profundo pozo de ideas y símbolos que servían para organizar la sociedad e inspirar acciones, para bien y para mal. Parece que es necesario reformular este hecho histórico evidente. La autocomplacencia intelectual, alimentada por una fe implícita en lo inevitable de la secularización, nos ha cegado ante la persistencia de la teología política y su manifiesta capacidad de moldear la vida humana en cualquier momento. Nuestra autocomplacencia es en parte comprensible, ya que las democracias liberales de Occidente han logrado crear un ámbito en el que el conflicto público sobre revelaciones que compiten entre sí resulta virtualmente impensable en la actualidad. Pero también sirve a nuestros propios intereses. Todas las civilizaciones en paz son propensas a pensar que han resuelto los problemas fundamentales de la vida política, y cuando esa certeza está unida a una teoría de la historia engendra la convicción de que otras civilizaciones están destinadas a seguir el mismo camino. El chovinismo también puede tener un rostro humano.

Sin embargo, hay una razón más profunda por la que a los occidentales nos resulta más difícil comprender la duradera atracción de la teología política. Estamos separados de nuestra larga tradición teológica de pensamiento político a causa de una revolución en el pensamiento occidental que comenzó hace aproximadamente cuatro siglos. Vivimos, por decirlo así, en la otra orilla. Cuando observamos las civilizaciones de la ribera opuesta, nos quedamos perplejos, puesto que solo tenemos un recuerdo lejano de lo que era pensar como lo hacen ellas. Vemos que afrontan los mismos desafíos de la existencia política que nosotros, y que se hacen muchas de las preguntas que nos planteamos nosotros acerca de la justicia, la autoridad legítima, la guerra y la paz, los derechos y las obligaciones. Pero su forma de responder a esas preguntas nos resulta ajena. El río que nos separa es estrecho pero profundo. En una orilla se imaginan y se critican las estructuras políticas básicas de la sociedad a partir de su relación con la autoridad divina; en la otra, no. Y esto constituye una diferencia fundamental.

Desde el punto de vista histórico, somos nosotros, y no ellos, los diferentes. La filosofía política moderna es una innovación relativamente reciente incluso en Occidente, donde la teología política cristiana fue durante más de mil años la única tradición de pensamiento político. Los primeros filósofos modernos esperaban cambiar las prácticas de la política cristiana, pero su verdadero oponente era la tradición intelectual que había justificado dichas prácticas. Al atacar la teología política cristiana y negar su legitimidad, la nueva filosofía cuestionaba simultáneamente los principios básicos a partir de los cuales se había justificado la autoridad en la mayoría de las sociedades de la historia. Esta era la ruptura decisiva. La ambición de la nueva filosofía consistía en desarrollar hábitos de pensamiento y discusión sobre la política en términos exclusivamente humanos, sin recurrir a la revelación divina o a la especulación cosmológica. Esperaban alejar las sociedades occidentales de la teología política y pasar a la otra orilla. Lo que empezó como un experimento mental se convirtió en un experimento en la vida que hemos heredado. Ahora la larga tradición de teología política cristiana ha sido olvidada, y con ella la memoria de la antiquísima búsqueda humana que aspiraba a situar la totalidad de la vida humana bajo la autoridad de Dios. Nuestro experimento continúa, aunque lo haga con menos conciencia de las razones por las que lo comenzó y de la naturaleza del reto que debía superar. Pero el reto nunca ha desaparecido.

La fragilidad es una perspectiva perturbadora. Lo vemos en nuestros hijos, que adoran los cuentos de hadas en los que las fuerzas ocultas que amenazan sus pequeños mundos son expuestas y derrotadas. Seguimos siendo como niños a la hora de pensar sobre la vida política moderna, y preferimos no tener en cuenta su naturaleza experimental. En cambio, nos contamos historias sobre lo grande que es nuestro mundo y las razones por las que está destinado a perdurar. Son leyendas sobre el curso de la historia, llenas de grandes palabras para describir el proceso que suponemos en marcha: modernización, secularización, democratización, el «desencanto del mundo», «la historia como la historia de la libertad», entre otras muchas más. Son los cuentos de hadas de nuestra época. Tanto si los narran con un tono épico los que están satisfechos con el presente como si los relatan con un tono trágico los que sienten nostalgia del Edén, desempeñan en nuestra cultura intelectual la misma función que los cuentos de brujas y magos en la imaginación de nuestros hijos: hacen que el mundo sea legible, nos tranquilizan acerca de su inmutabilidad, y nos alivian de la responsabilidad de mantenerla.

El Dios que no nació no es un cuento de hadas. Es un libro sobre la fragilidad de nuestro mundo, el mundo creado por la rebelión intelectual contra la teología política en Occidente. Este puede parecer un tema inusual, incluso perverso, dado que las naciones occidentales están actualmente en paz unas con otras y que las normas de la democracia liberal, en especial las que tienen que ver con la religión, gozan de aceptación general. Occidente parece haber superado una suerte de hito histórico: resulta difícil imaginar que pudieran nacer entre nosotros teocracias, o que unas bandas armadas de fanáticos religiosos desencadenaran una guerra civil. Aun así, nuestro mundo es frágil: no a causa de las promesas que nuestras sociedades políticas no consiguen cumplir, sino de las que nuestro pensamiento político se niega a hacer.

Los seres humanos ansían seguridad. Un elemento poderosamente atractivo de la teología

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