Rumorología

Cass R. Sunstein

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Si el siglo XIX vio nacer el periodismo moderno y el XX reafirmó su poder social, hemos entrado en el XXI arrastrados por el torrente de información, tropezando con rumores, charlatanería, falsedades, conspiraciones y, de cuando en cuando, no se puede negar, algunas noticias. La información ha desbordado los cauces que solían contenerla y nos ha inundado. Nunca ha habido tanta a nuestra disposición y nunca hemos estado los humanos tan desorientados respecto a qué hacer con ella.

La riada nos apabulla porque éramos paisanos acostumbrados a contemplar el apacible cauce del río informativo como algo externo, siempre en su sitio y a su hora. Podíamos decidir si íbamos a pescar, a darnos un chapuzón, a navegar o si, por el contrario, preferíamos seguir en nuestros quehaceres cotidianos. Sin embargo, ahora que la corriente ha desbordado su cauce, todos formamos parte de la inundación. Ese aluvión en el que nos hallamos inmersos es internet. La crecida discurre por la puerta de nuestras casas, se infiltra hasta los garajes y los salones, mientras nosotros, azacanados, tan pronto achicamos agua como chapoteamos en ella y, finalmente, contribuimos a alimentar la crecida del río.

Lo primero que se debe constatar es que el mundo es así: nuestro hábitat ha cambiado y a partir de ahora vamos a vivir en el delta, cuyas numerosas ventajas también hemos descubierto con agrado. Naturalmente, quien no lo crea ni desee verse salpicado puede subirse al campanario, donde no necesitará este libro de Cass Sunstein, aunque debe valorar el riesgo de convertirse en golondrina. Como los hechos acaban afectándonos, parece más razonable conocerlos y entender su funcionamiento.

Sunstein aborda un fenómeno concreto, el de los rumores, con su vieja fuerza corrosiva, su imprecisión, su sospecha y su anonimato renovados en ímpetu gracias a la posibilidad de difundirlos a millones de personas en un instante. El chisme que antes circulaba de boca en boca —cuando las redes sociales se tejían en la plaza, la taberna o la peluquería, donde cada cual iba aportando sus addenda et corrigenda con minucioso y lento primor, hasta hacer de la maledicencia una creación colectiva— ahora se extiende por los blogs, los facebooks, las webs de aficionados. Tan golosas son las habladurías que hasta algunos tótems del periodismo mundial han llegado a creer y difundir las más absurdas.

Habrá quien piense que no nos hallamos ante nada nuevo y no observe, pese al aumento en la cantidad de rumores y la mayor rapidez de su difusión, grandes diferencias con los venenosos infundios que corrieron en su día a propósito de las artes maléficas de Cleopatra para seducir a Julio César. La perspicacia de Sunstein consiste justamente en haberse percatado de que ese cambio cuantitativo supone un cambio cualitativo, porque la calumnia ha multiplicado su capacidad de dañar reputaciones. Lo mismo ocurre con el fusil: cuando dispara muy rápido, se carga automáticamente y mata a más gente, se convierte en ametralladora.

Quizá nada ilustre mejor el fenómeno que comprobar cómo este mismo libro ha sufrido la rumorización que trata de combatir. Si uno entra en internet en busca de opiniones sobre él, pronto encontrará el blog «Patriot Room», en el que se acusa al autor de querer censurar a los «escritores dogmáticos» y recortar su libertad de expresión. La crítica cobra especial importancia por ocupar Cass Sunstein un destacado cargo en la Casa Blanca, pues asesora al director de la Oficina de Información y Regulaciones (Office of Information and Regulatory Affairs). De ahí que un internauta de Texas haya dejado su comentario en Amazon.com advirtiendo de que «los planes [del gobierno] consisten en amenazar a las webs conservadoras con acciones legales si difunden rumores sobre el jefe del zar regulatorio».

Son opiniones cuya inconsistencia queda patente en cuanto se lee el libro, pero, como bien señala Sunstein, uno no puede acceder a todas las fuentes primarias del ingente caudal de información circulante. En el mundo complejo de hoy, es frecuente que nos veamos obligados a suspender nuestro juicio y confiar en el ajeno, lo cual, no obstante, no nos obliga a prescindir de nuestro lado razonante, que apenas tarda unos minutos en formularse preguntas sensatas sobre cualquier rumor. Si en la agenda de Obama figurara tal propósito, ¿lo anunciaría en un libro uno de sus asesores? Pero, sobre todo, ¿podría el presidente de Estados Unidos maquinar un proyecto tan burdo, contrario a la Constitución, despreciando a congresistas y jueces? A veces, basta detenerse unos momentos para reparar en la inverosimilitud de ciertos juicios.

Muchos leemos blogs, escribimos en la red, dejamos comentarios o participamos en los chats; pertenecemos a esa comunidad internauta que chismorrea sin parar y, por tanto, somos potenciales propagadores de cualquier rumor que llegue a nuestro correo electrónico. Este ensayo de Sunstein nos hace cobrar conciencia de ese papel y nos insta a desempeñarlo con responsabilidad, consejo que no parece desatinado. Nos habla también de cómo los humanos procesamos la información nueva y cómo esta es asimilada por la mente según nuestras creencias previas. Analiza la poderosa influencia del grupo, la presión de la opinión mayoritaria, su capacidad de inducirnos a error y las limitaciones existentes para corregir los falsos rumores una vez diseminados por internet. Aborda, en fin, numerosos asuntos polémicos de los que habrá que preocuparse una vez asumido que nuestro hábitat es el delta. Y propone algunas medidas para frenar las maledicencias. Porque el daño causado en la web empleada como libelo no solo afecta a quienes se dedican a la política o al espectáculo. Todos tenemos una imagen pública, sea en un círculo amplio o restringido, y todos hemos dicho o hecho algo inconveniente en algún momento de nuestra vida. La facilidad con que se puede atrapar ese instante en un teléfono móvil y emplearlo de forma artera como representativo de nuestra conducta general debe hacernos reflexionar.

Sin embargo, Sunstein está preocupado sobre todo por la calidad de la democracia. Y no es el único. El filósofo italiano Paolo Flores D’Arcais no se ha quedado corto cuando ha calificado la mentira de «virus totalitario». Y lo peor es que la inundación provocada por internet nos sorprende bajos de defensas, en un momento histórico en que la idea de «verdad» se halla severamente devaluada. Llevamos lustros oyendo a gente muy ilustre decir que lo verdadero depende, o bien de cada particular punto de vista, o bien de complejas presiones sociales y culturales a las que no podemos escapar, ideas que se han convertido en un lugar común. Esa creencia hace aún más difícil manejar el torrente de información. Los viejos rumores tenían una cualidad que los hacía distinguibles: el medio por el que se transmitían era distinto del que nos hacía llegar la información fiable. Hoy nos desconcierta recibir noticias contradictorias, con minutos de diferencia, u oír a personajes públicos desmentirse a sí mismos sin rubor. Pero quizá la mayor confusión la provoca el hecho de que las verdades perio

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