La decadencia de Cataluña

Gregorio Morán

Fragmento

Prólogo

Mirarse en el espejo

Uno vive entre gentes pomposas. Hay quien habla del arquitrabe y sus problemas lo mismo que si fuera primo suyo, muy cercano además. Pues bien, parece ser que el arquitrabe está en peligro grave. Hay quien viene diciéndolo desde hace veinte años.

JAIME GIL DE BIEDMA

No hay espejos donde se puedan mirar las sociedades, y aunque los hubiera. A los pueblos no les gusta nada confrontarse a su imagen sin retocar. Les produce el desasosiego del aldeano ante el fotógrafo. Unos dirán que son cóncavos y que les distorsiona, otros que convexos y que les saca ridículos. Si ocurre con los retratos personales, ¿cómo no va a suceder con los colectivos? Si usted les ensalza, le dirán que ha comprendido la esencia; si les critica, que no ha sido capaz de pasar de la anécdota. A la gente le gusta quedar bien y, por tanto, cualquier retrato que se acerque a lo que el fotógrafo entiende como realista corre el riesgo de ser tachado de parcial o ignorante.

Hay muchas maneras de mirarse en el espejo. Está la inquietante de todas las mañanas, mientras uno se afeita y aprecia, apenas sin quererlo, las erosiones del tiempo, auténticas devastaciones en forma de arrugas, manchas que parecían episódicas y que se van haciendo perennes. También está el gesto de secarse después de la ducha y ese cristal que nos fotografía en imágenes poco complacientes. A determinada edad el espejo va perdiendo ese aire de soporte para la satisfacción, la autoestima y hasta el respeto, que nos parecía lo normal cuando éramos más jóvenes. Y se va convirtiendo en recordatorio del tiempo pasado o de las cicatrices que nos dejaron las historias que vivimos en primera persona.

La idea del espejo me vino de la lectura continuada de estos cuarenta y seis textos que abarcan nada menos que diecisiete años de la historia de este país, que ahora es el mío porque yo lo decidí; un privilegio del que no gozan la mayoría de los autóctonos, obligados a vivir allí donde los parió su madre, les guste o no. De ahí el orgullo de «charnego», expresión utilizada para quien vino a trabajar a Cataluña. En mi caso no tiene el más mínimo sentido lo de sentirse integrado en la sociedad donde se vive, cosa que tampoco me ocurriría en París, Roma o Lisboa, porque no aspiro a ser «charnego agradecido». Ni ellos me regalan nada ni yo les bendigo por su benevolencia. Cada cual cumple con su trabajo y su responsabilidad como ciudadano. Punto.

Son espejos. Desde los que en 1995 nos consentían ver la realidad, o lo que creíamos era lo mismo, con el optimismo un tanto ligero del oasis catalán frente a la hirsuta meseta castellana. Cataluña —entonces lo habitual era escribirlo así, con eñe— pero el tiempo que varía las cosas y las costumbres, convirtió la eñe castellana en ene con i griega, ya se escribiera en catalán o castellano. Ante este espejo en el que me miro debo admitir que jamás he escrito «Catalunya», no por nada especial sino porque hasta hoy no manejo otra lengua distinta al castellano. Por tanto, las «Catalunyas» de mis artículos siempre han ido con eñe y luego la máquina traductora las rebautizó.

Mientras me miro en el espejo de los textos, recuerdo una de las experiencias más alucinantes que viví en el País Vasco, a punto ya de terminar Los españoles que dejaron de serlo (1981),1 que llevaba un subtítulo donde aparecía la palabra Euskadi, nada menos que Teo Uriarte —militante de ETA de la primera hora, condenado a muerte en el Proceso de Burgos (1970), un puñado de años de cárcel, organizador luego de Euskadiko Esquerra, y uno de los autores de la incorporación de Euskadiko Esquerra y su reserva de ETA político-militar a las filas del PSOE—, me preguntó taxativamente en 1981 si yo iba a escribir Euskadi con ese, o con la zeta de los sabinianos del PNV. La verdad es que no supe muy bien qué decirle, perplejo ante la pregunta. Le respondí que probablemente con ese porque era la terminología más moderna. «Si aparece Euskadi con zeta, no lo leeré», me dijo.

En fin, la discusión sobre escribir Cataluña o Catalunya me retrotrae a 1981, cuando preocupaba a los filólogos políticos de ocasión en el País Vasco, pero que en Cataluña hubiera sido motivo de chanza y descojone. Pues fíjense, yo escribo en castellano «Cataluña» y una máquina está programada para que me lo transcriba al papel, en un texto castellano, como «Catalunya». Lo último que se me hubiera ocurrido es indignarme y hacer de Teo Uriarte. El problema es suyo, no mío.

El espejo en el que miramos a Cataluña, su clase política, su sociedad, sus inquietudes, su desdén por las tonterías derivadas de la lengua. La lengua, cualquiera que sea, y más si es nueva o renovada, da de comer a más devotos de la fe que cualquier seminario, menor o mayor. La lengua, si no es estofada, que lleva su tiempo y requiere cierta mano del cocinero, es un negocio garantizado y con poderes para convertirse en monopolio, eliminando a la competencia.

Jordi Pujol consiguió convertir la lengua en la principal industria de Cataluña. Primero porque como católico no podía inventarse una fe nueva, o una especie de «regalismo» catalanista, aunque lo intentó y aún insiste desde el Monasterio de Montserrat como símbolo. Su empresa es una industria singular porque no produce nada, cero valor añadido, pero da de comer a miles de ciudadanos y a sus familias, y les otorga la buena conciencia de un católico ferviente en un mundo de descreídos sin la llave de la salvación: la lengua. Un cruzado de la lengua hasta el punto de hacer creer a la menestralía intelectual, que vive de la lengua, que de no ser por él ésta ya hubiera muerto. Lo que no consiguieron dos dictaduras y un montón de golfos que la esquilmaron, lo ha logrado él a costa de los presupuestos. Sus hijos, familiares y parientes ya llegaron con la conciencia de que la mejor lengua es la estofada, o en Cataluña la que sirve para hacer bull o bisbe, un delicioso embutido, pero él la transformó en esencia de la identidad. «Esencia de la identidad», ahí es nada.

Si nos miramos en el espejo que tantos reflejos nos muestra desde 1995 a 2012, estamos obligados a referirnos a Jordi Pujol, primer President electo de la Generalitat de la monarquía democrática y auténtico padrino de este país algo mayor que Sicilia, pero con claras concomitancias políticas, familiares, gastronómicas y hasta musicales con la isla. Lamentablemente, nuestra literatura contemporánea aquí fue más humilde pero no por ello menos pretenciosa, como corresponde a una lengua que se dobla entre lo doméstico y la subvención institucional.

En estos textos está Jordi Pujol no de un modo omnipresente, pero como ocurre también en Sicilia, hasta cuando se amaga sabemos que alguien está escuchando en su nombre y alcanzará su oído. Siento una especial atracción hacia la figura de Jordi Pujol, quizá porque, como les ocurre a tantos biógrafos de personajes complejos, representa para mí todo lo que detesto como hombre, como padre, como marido, como político, y no digamos como intel

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