El gran dolor del mundo

Francisco Candel

Fragmento

cap-1

Introducción

En mayo de 2011 tuve la oportunidad de conocer a María Candel, hija del escritor y albacea junto a su hermano del legado literario de su padre. Vino a la Unidad de Estudios Biográficos para decirme que entre los muchos papeles encontrados había un diario mantenido desde enero de 1944 hasta poco antes de su muerte —con algunas interrupciones sobre las que ya volveré—. En los días sucesivos fue trayendo los primeros cuadernos, hasta 1975. Era evidente que le costaba desprenderse de ellos, ni que fuera momentáneamente. En total, dieciocho cuadernos escritos, en su mayoría hasta la última página, con letra menuda, clara y regular, con escasas correcciones y sin la menor floritura. Incluían recortes de prensa, dibujos sencillos, anotaciones sobre el precio de las cosas, chistes políticos y, sobre todo, el maravilloso fluir de la vida de un hombre íntegro, con un fondo meditabundo y en lucha abierta contra el franquismo. La historia de España, de Cataluña, vivida y sentida desde un rincón pobre y promiscuo de Barcelona, el barrio de Can Tunis en Montjuïc, discurre por estas páginas en un estilo que, por su verdad, no podía, no puede, dejar a nadie indiferente. Sin embargo, cualquier lector de Candel sabe que hablar de su diario no es ninguna novedad. Él se refiere a menudo en su obra a su hábito de escribir diariamente —inventará la palabra «diariar»— y aquellos cuadernos, siempre abiertos o al alcance en su pequeño estudio de la calle Fundición, le servían para recordar hechos, nombres y situaciones, pero también en sí mismos constituían un taller de escritura, un observatorio permanente del mundo de su entorno y una necesidad vital. Un refugio de su ser, tan dado por otra parte a los otros.

Su primera anotación, a los 18 años, es para decir que su madre ha muerto. Parece no dar crédito a la experiencia de haberla perdido bruscamente, después de tan sólo cinco días de enfermedad, y el diario le sirve para aligerar su pena, pero también para fijar los detalles de su pérdida. No sabemos si ésta es su primera anotación diarística, lo normal es que quien escribe por primera vez para sí mismo dé alguna explicación de por qué lo hace o qué se propone hacer. Nada de ello ocurre en la primera entrada, donde Candel copia con la mayor naturalidad la carta enviada a su querido amigo Cifras (un día, al pedir una partida de nacimiento, Cifras descubrirá que en realidad su apellido es Sifre). Pero también es cierto que la gravedad de lo ocurrido hace aflorar en Candel la necesidad de escribir y volcar sus sentimientos, la nueva soledad que se instala en su vida.[1] Todo lo que no se escribe se olvida y es evidente que él no desea olvidar cómo han sucedido los hechos que marcarán su futuro, pues con la pérdida de la madre el sentido profundo de la unidad familiar también desaparecería. Su amigo Sifre con el tiempo también cultivaría la escritura literaria, como Candel, aunque hasta ese momento, a mediados de los cuarenta, los dos jóvenes vivían apasionados por el dibujo y la pintura. Esa fue su primera vocación, aunque no podría desarrollarla por la falta de medios y de formación, pero en sus cuadernos algo queda de su vieja afición por el dibujo. La literatura, en cambio, no requería más que papel y lápiz —con suerte, una máquina de escribir—, de modo que su talento creativo encontró en la escritura el cauce expresivo más adecuado a sus medios y posibilidades. Candel aprendería a escribir escribiendo; como todos, claro, pero su caso fue especial por la dedicación y los sacrificios que le supuso abrirse camino profesionalmente. Su angustia por labrarse un porvenir como escritor quedaría expuesta en su primera obra publicada, Hay una juventud que aguarda (1956).

El diario arranca precisamente de esa angustia. En enero de 1944, el joven Candel, ávido por encontrarse con su destino, vivía en la portería de la parroquia de Nuestra Señora de Port, en Can Tunis, con sus padres y una hermana menor. Había nacido en un pueblo del interior valenciano llamado Casas Altas, hijo primogénito de un matrimonio ya de cierta edad (ambos rozaban los cuarenta años). La madre, Felipa Tortajada Blasco, era una mujer singular. Candel la evocaría de joven como una «verdadera señorita» porque no trabajaba en el campo, como la mayoría de muchachas de Casas Altas, sino que hacía labores e iba a la iglesia. Siempre fue muy religiosa. En cuanto a su padre, Pedro Candel Muñoz, «un hombre delgado, severo, chupado» procedía de una de las familias más humildes del pueblo. Su madre, viuda, había tenido que luchar mucho para sacar adelante a sus siete hijos a base de gachas de maíz. Todos los hijos emigrarían ante la falta de posibilidades. Por el contrario, en los años veinte, la ciudad de Barcelona, con los fastuosos proyectos urbanísticos vinculados a la organización de la Exposición Universal de 1929, se ofrecía como una salida a la sempiterna miseria del campo. Pedro Candel fue el último de los hermanos en irse de Casas Altas, en 1926, aprovechando que había quedado libre un puesto de picapedrero en la cantera de Montjuïc, donde ya trabajaban sus hermanos. Un año después, en 1927, lo harían la esposa y el hijo de dos años escasos. Una vez en Barcelona, Felipa Tortajada tendría que trabajar duramente. Dicen que al llegar a Montjuïc y ver la barraca en la que iban a vivir los tres, lanzó un grito horrorizado. Debió ser el único, pues aquella mujer que no hablaba por no ofender se adaptó sin una queja, trabajando de asistenta por horas en diferentes casas. Trabajó tanto que sus cuñadas decían de ella con admiración: «Y eso que siempre se crió tan regalada...».[2] Después de la guerra el padre de Candel perdió su trabajo, y la situación de la familia cayó en picado con la muerte de Felipa, año cero del diario candeliano. Pero doña Felipa no se fue de vacío. Poco antes había conseguido que su familia se trasladara a la parroquia de Port, a propuesta del nuevo párroco, mosén Pedro. La propuesta consistía en que ella se encargara de la limpieza de la iglesia y demás dependencias de la parroquia, mientras su marido podía trabajar como sacristán. Unos sueldos escasos pero un lugar mucho más digno para vivir que las barracas que se extendían a lo lejos. El nuevo lugar se constituiría en el epicentro de la literatura candeliana, su infatigable Macondo, su principal fuente de inspiración. María Candel lo recuerda así:

La casa de mis abuelos paternos pertenecía a la parroquia; cubría una de las alas de todo aquel recinto, formado por los despachos parroquiales, la escuela, el dispensario y la iglesia. Tenía una sencilla entrada; el vestíbulo también lo era, con salida al patio, y servía de despacho a mi padre. Un pequeño comedor con acceso a la alcoba de mis padres, dos dormitorios y la cocina. El patio lo presidía la higuera, el muro de piedra que separaba el huerto vecino y un gallinero bajo las escaleras que conducían a un gran terrado con su lavadero. En ese patio transcurrían muchas veladas, con amigos y vecinos: sentados en sillas de mimbre o en hamacas de lona y débilmente iluminados por una única luz hablaban de sus cosas.

El encanto chejoviano del lugar se iría perdiendo a principios de los sesenta, a medida que la parroquia crecía y se estimó conveniente darle un uso más práctico al recinto: se instalaron duchas y aseos junto al campo de fútbol, el vestíbulo donde trabajaba Candel se convirtió en el corredor de acceso para los alumnos de las escuelas

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