El arte de la entrevista

Rosa Montero

Fragmento

cap-1

El huracán del tiempo

Hace unos meses, buscando mis primeros cuentos para una exposición en la Feria del Libro de Lima, me encontré con un modesto cuaderno escolar tamaño cuartilla en el que había hecho una especie de revista titulada «De todo un poco». El contenido era una mezcolanza de trivialidades: poemas, recetas de cocina, un test («¿Eres desordenada?»), crucigramas, cromos de animales acompañados por la descripción de sus costumbres y otras menudencias, todas evidentemente copiadas de algún semanario para mujeres. Pero también incluía una pieza original, una entrevista que cubría toda una página. Se titulaba «Interviu (sic) a Pascual Montero», lo cual era mentira, porque en realidad se trataba de una entrevista con su mujer, es decir, con mi madre. Yo tenía por entonces ocho años y no iba al colegio; una tuberculosis me mantuvo en casa desde los cinco a los nueve años. Nadie me daba clase, así que, aunque leía muchísimo, mi ortografía era espeluznante. Ahora veo ese texto apretado y sucio, escrito con un bolígrafo barato de pringoso trazo, y me recuerdo con toda claridad de pie en la cocina, preguntando de verdad esas preguntas a mi madre mientras ella se afanaba en las tareas domésticas, y apuntando sus respuestas en una hoja que no he conservado.

Ya conocen el dicho, genio y figura hasta la sepultura, y en efecto resulta sorprendente que tantas personas nos construyamos una línea de vida, una vocación y un imaginario desde tan temprano. Abundando en el tema, junto a ese cuaderno encontré también una cuartilla suelta, escrita por las dos caras, con el comienzo de un cuento titulado: «José Antonio y Merceditas en: Los marcianos». Es un relato sobre dos hermanos de ocho y nueve años que caen por un agujero mágico y van a parar a un mundo extraño. Lo exploran, cautelosos, y enseguida se topan con un cartel que dice: «Marte». Evidentemente la historia prosigue, pero las otras hojas se perdieron. De manera que a los ocho años yo ya escribía ciencia ficción (incluso ilustré el cuento con el dibujo de unos alienígenas semejantes a pulpos), un género que volvería a tocar medio siglo después con mi serie de Bruna Husky. Sorprendentemente, todo parecía estar ahí desde la infancia. Ya lo dijo Wordsworth, «el niño es el padre del hombre».

He comenzado hablando de aquella primerísima pieza periodística porque, al revisar mis entrevistas para armar este libro, he tenido la sobrecogedora sensación de estar haciendo un recuento de mi vida, y además un recuento final, puesto que no creo que vuelva a entrevistar a nadie (lo he hecho en unas dos mil ocasiones y me parece que me he saturado). Y el caso es que la lectura de estas conversaciones mantenidas a lo largo del tiempo no sólo deja entrever las diversas épocas que hemos vivido en los últimos cuarenta años, sino que además me refleja a mí en un segundo plano, como una sombra en un espejo empañado. Ahí estoy, al fondo, envejeciendo.

También han ido envejeciendo los personajes a quienes entrevisté, y muchos han fallecido. Por no hablar de la manera en que hoy les contemplamos y de cómo ha ido cambiando nuestra opinión sobre ellos a la luz de los acontecimientos posteriores. Por ejemplo, entrevisté a Santiago Carrillo en plena Transición, en una época en la que la reciente legalización del Partido Comunista todavía seguía siendo (con razón) un logro democrático, lo cual contribuía a que la figura de Carrillo fuera vista con gran benevolencia. Las investigaciones posteriores, en especial el magnífico libro El zorro rojo del historiador Paul Preston, muestran que fue un personaje mucho más turbio y que estuvo más implicado de lo que jamás quiso reconocer en las terribles matanzas de Paracuellos.

Otro caso clamoroso de rectificación temporal es la entrevista/reportaje con el ayatolá Jomeini. El encuentro tuvo lugar en el refugio francés del clérigo chiita, pocos días antes de que regresara a Irán y tomara el poder. Ahora resulta muy difícil de creer, pero en aquel entonces Jomeini era visto por la izquierda mundial como un revolucionario progresista, un clamoroso error de juicio nacido de ese estúpido y repetido equívoco que consiste en considerar bueno a cualquiera que se oponga a alguien malo. Jomeini luchaba contra el autoritario y represivo régimen del Sha, y nadie, ni siquiera la oposición democrática iraní que entonces colaboraba con el ayatolá, intuía el horror que éste iba a desencadenar. Cuando llegué a Francia, sin embargo, a mí me espeluznaron la deificación con la que trataban al viejo líder y el bárbaro sexismo imperante: para entrevistarle, tuve que cubrirme con un pañuelo no sólo la cabeza sino también las cejas, porque no se podía ver ni un solo vello, y además se me ordenó mantener la cabeza siempre más baja que la suya, cosa harto difícil porque era un anciano pequeño que estaba sentado en el suelo. Le tuve que hacer la entrevista prácticamente tumbada sobre la alfombra, cosa que no se puede decir que me predispusiera a su favor. Pese a ello, como la glorificación del clérigo entre la intelectualidad de izquierdas estaba en su momento más álgido, moderé mi tono crítico, más que nada por inseguridad, por si me equivocaba, dado que tanta gente inteligente y madura opinaba lo contrario. Y aun así, aun siendo un texto (ya lo verán) muy contenido, me llovieron los ataques, y al periódico llegó un buen montón de cartas indignadas por mi ceguera etnocentrista y mi falta de respeto ante la revolución iraní. Pocas semanas después empezamos a ver en los informativos las ejecuciones múltiples que llevaron a cabo los chiitas en los estadios del nuevo Irán. Creo que nunca me he alegrado tan poco de tener razón.

En otras ocasiones el tiempo me ha permitido entender lo que ocurría. En 1994 fui a entrevistar a Margaret Thatcher, cuatro años después de que dejara el cargo de primera ministra (o más bien de que la obligaran a dejarlo). Por entonces sólo tenía sesenta y nueve años, y fui allí convencida de que me iba a encontrar con una de las mejores cabezas del panorama político mundial. Yo podía estar en las antípodas de sus ideas, pero Thatcher tenía que ser una persona imponente. Había reinventado el neoliberalismo, había conseguido llegar al poder dentro del muy machista partido conservador británico de la época y había sido uno de los líderes internacionales más influyentes del último cuarto de siglo: no eran hazañas baladíes. Así que yo me esperaba una entrevista correosa y dificilísima, pero, para mi completo pasmo, la ex primera ministra fue una decepción. No era una dama brillante, sino tozuda, y sus argumentos, demasiado simples, obvios y antiguos, no me parecieron a la altura de su vida y su pasado. ¡Pero si incluso se metió en varios jardines y perdía el hilo! Era todo tan inesperado que me quedé asombrada, y pensé que quizá una mente tan poco flexible como la suya envejeciera antes y peor. En cualquier caso parecía mayor de lo que era, y cuando corté la grabadora me soltó un enérgico y magnánimo «¡Bien hecho!» con el mismo tono con que una abuela jalearía los primeros pasos de su nieto. Ahora, tanto tiempo después, he comprendido que Thatcher ya estaba manifestando los primeros síntomas del deterioro mental que la condujo a la demencia pocos años más tarde. Probablemente por entonces aún no estaba ni siquiera diagnosticada. Pienso en todo eso y no puedo evitar un escalofrío.

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