El frío

Marta Sanz

Fragmento

Índice

Índice

Cubierta

El frío

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Biografía

Créditos

Acerca de Random House Mondadori

A mis amores añadidos:

Charo, Ramón, Chema.

Capítulo 1

1

Tú lo sabes ya de sobra, pero yo voy a repetírtelo. No me has dejado decir ni una palabra. Me has apartado suavemente; te has dado la vuelta. Cientos de kilómetros desperdiciados, la selección de cada viaje, ropa de muda, jerseys gordos, un par de pantalones, el libro de rigor, el que no leo porque me marea leer en los trayectos.

Era por la mañana, el frío me corta la cara, me deja blanca. Recuerdo, mientras camino hacia la estación, la tibieza húmeda del invierno en tu país. Tan dañina, se filtra por mi caja torácica, me reblandece los huesos; siempre que te veo, tirito y entonces no sé si estoy mojada o tengo miedo de pecar contra ese decálogo tuyo, que no me dejaste repasar antes de conocerte.

Aprieto el paso y llego al andén. Cómo te odio, cuando me contemplo, sola, entre tantas caras hostiles; cuando la vejez me reclama en cada anciana arrebujada, entre mantas y parapetos de cartón. O todo lo contrario, frente al hombre de traje y prensa que me pegaría una patada si me acercase a preguntar la hora, se correría de asiento, diría que es una vergüenza. Y esos perros de consigna, que te andan al paso, te acompañan y, por segunda vez, son abandonados.

El conductor del autobús revisa el billete y tiene dispuesto un comentario, sobre mi circunstancia de chica sola, que viaja sola, con una mochila que no sabe si puedo subir a la zona de pasajeros.

Podrían sentirse incómodos. No quiero estorbar, pero Mariano es condescendiente. Me lo permite todo. He sabido que se llama Mariano, porque aunque me hubiese gustado dormir, no he podido evitar su charla con la radio. Mariano, Mariano, ¿y tus chicos?, ¿te has enterado de lo de Arturito?, hombre ¡que qué Arturito!, sí, hombre, sí, el chaval de la línea de Cuenca, Arturito, el peli, claro, Mariano, el pelirrojo. Y a mí que lo de el peli no me importa, pero lo voy a recordar. Eso seguro.

Entre el ruido, voy dándole forma anticipada a nuestro encuentro. Me avergüenza, intuyo un aura de melodrama. Acaso sea ésa, la manera de vivir tan pueril, como en una película, el mundo no es así, que me recriminas; recriminación, una de las contadas ocasiones en las que has abierto la boca para hablar de algo que no fuesen tus dibujos de mierda.

Pocas veces los asientos de autocar me habían tolerado tanto onanismo como el de esta mañana; están llenos de olores que me enferman, manchas de grasa inverosímiles, que entiendes al observar a la señora que va delante de ti, comiendo, esa que antes de alcanzar su destino se peina las puntas teñidas del pelo y se repinta los surcos de los labios y se lava las muñecas, el cuello, con un agua de colonia que sólo huele a agua estancada.

Voy rígida en mi lugar. No permitiré que me dirijan la palabra. No permitiré que nadie me ofrezca ninguna cosa; estoy hacia adentro y miro el paisaje acristalado que ofrecen los coches de línea. Quiero que se den cuenta de que tengo algo que hacer, de que ya he buscado distracción entre la tos burbujeante y el ronquido. Me aburro, pero estoy tensa y no comentaré nada.

Observo los monótonos personajes de los pueblos y escudriño entre las ranuras de las persianas para descubrir algo; si anochece, me gusta adivinar, por el color de la luz, por la intensidad que se transparenta entre las cortinas, cuál será la escena que la contraventana me oculta. Como si algo cálido se precipitara en las calles impersonales, que atraviesan autobuses de mediocre recorrido.

Pero, hoy, ya lo sabes, era por la mañana y las ventanas de las casas no sugieren cosa ninguna. Están más negras que las fachadas, que las bandas de cielo aparecidas entre filas de ladrillo. Lo único que espero es parar. Me da demasiado miedo pensar en tu recibimiento y, ahora, sé que no me equivocaba; intuyo que me desprecias. He estado pendiente de ti y, sin embargo, sé que cuando llegue me vas a retirar de tu lado, con mucha delicadeza, y entonces yo ya no sabré qué autobús coger, ni a qué hora, ni hacia dónde.

El vehículo se detiene. Taberna de pan, vino y queso, en la que ya sólo se venden cocacolas de máquina y pestiños exóticos, fabricados en serie, duros por una miel que te deja el paladar harto y el estómago pegado. Pienso que me hubiese gustado comerme un bocadillo y me siento perdida dentro de estos quince minutos de parada. Ya me he bebido la cocacola y me he paseado dibujando circunferencias.

Tengo frío pero, sobre todo, me veo ridícula y me escapo para llamar por teléfono. Hay una cabina que, muchos como yo, usan de pretexto en un viaje en solitario; como si nos dijésemos los unos a los otros, viajo solo, pero vengo de alguien y voy hacia alguien, tengo amigos, mi madre se preocupa en casa por mi marcha y me fue a despedir; cuando llegue, me recibirán mis novios, mis compañeros del alma, los familiares que más necesidad tienen de mí, voy solo, pero no estoy solo. Y muchas veces, no es mentira lo

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos