Pulsiones

Carme Riera

Fragmento

Viento rojo

Un poco de frío para Wanda

El motivo que decidió al vizconde de Boumond-Foullat a escoger el hotel de Lluc-Alcari para pasar las vacaciones fue el mismo por el cual lo rechazaban algunos de los posibles clientes: la falta de aire acondicionado en las habitaciones de menor precio. Sin embargo, para el viejo aristócrata esta carencia no suponía inconveniente alguno. Todo lo contrario. El frío artificial le parecía la cosa más nefasta del mundo, generador de resfriados, anginas, laringitis, pulmonías y otros males aún peores. Pero nadie habría sospechado que tan denostado invento se relacionara con su arrumbada vida sentimental, que, no obstante, se había iniciado con buenísimos augurios. Guiada desde los primeros pasos por su padre, que, en cuanto observó que los primeros gallos se habían instalado en la garganta de su primogénito, le introdujo en el círculo aristocrático que frecuentaba, recomendándolo a las más experimentadas damas nobles para que todo quedara en familia. De ese modo trataba de evitar que Heribert junior malgastara su virilidad, perdiera el tiempo y la simiente o, todavía peor, proporcionara placer, a través de los excelentes atributos que Dios y la naturaleza le habían concedido, a cualquier representante mediocre de la burguesía, deseosa de aprovechar el más leve resquicio para introducirse entre los miembros de la vieja clase.

Fue por entonces cuando el vizconde comprobó con orgullo que su hijo había heredado su capacidad para distinguir a simple vista la calidad de la piel femenina, percibiendo mucho antes de acariciarla si su finísima textura se debía al azar, a una transgresión de la naturaleza —lo que estaba ocurriendo cada vez más a menudo, por desgracia— o era proporcional al número de antepasados que, a la sombra del árbol genealógico, se habían dedicado a la vida contemplativa. Boumond-Foullat creía que sólo unos tatarabuelos igualmente ociosos garantizaban que la buena disposición hacia Eros, transmitida en el código genético, pudiera desarrollarse con todo lujo de exquisiteces. No fue difícil convencerle de que la piel casi translúcida de algunas damas, que dejaba adivinar unas venas de azul heráldico por donde sólo circulaba sangre del mismo color, era la prueba más indiscutible de la marca de fábrica.

Así, el futuro vizconde de Boumond-Foullat, de acuerdo con su padre, decidió consagrarse sólo a las bellezas con pedigree y escogió, para estar bien seguro de su ascendencia, las de su propia familia. Tal vez por eso, su única tía carnal, demasiado puritana, se embarcó precipitadamente para dar la vuelta al mundo llevándose consigo a sus tres hijas. Ninguno de los dos Heriberts habría de perdonarles el desprecio, que afectó mucho más al joven, encaprichado con su prima menor. Para consolarle, Wanda von Languerlow, amante del padre y emparentada con los Boumond-Foullat, le invitó a pasar unos días en el château que había heredado de su madre, a las afueras de París.

Heribert había oído hablar mucho más de las excentricidades y caprichos de Wanda que de su belleza, pero al verla quedó sorprendido y maravillado. La marquesa era una mujer espléndida en el mejor momento de su casi madurez.

El futuro octavo vizconde de Boumond-Foullat languidecía de deseo mientras imaginaba a Wanda y a su padre ejercitándose en el amor. De nada le sirvió fatigar automóviles con carreras enloquecidas, atemorizar el bosque con su escopeta y practicar la gimnasia hasta la extenuación. Wanda le obsesionaba. Ni un segundo podía dejar de desearla. Quería que fuera suya o morir. Su decisión era firme: apelaría, en primer lugar, a la generosidad del padre, pero si éste no accedía a su propuesta lo retaría a duelo. Todo fue mucho más sencillo de lo que el enamorado esperaba, ya que el vizconde se avino enseguida a un trato con tal de que su hijo diera al traste con sus melancolías. Los dos Heriberts pidieron a Wanda que arbitrase un riguroso turno.

Sin duda el joven Boumond, en medio de su alegría, fue incapaz de imaginar los riesgos que iba a correr ni la fortuna que llegaría a dilapidar en una lluvia inútil de diamantes, lágrimas y esperma. Sus infortunios comenzaron un año después, un verano fatídico en Niza, un verano calurosísimo que hizo agonizar las begonias y marchitar los mirabeles del jardín de la casa de Wanda. Padre e hijo rivalizaban en obsequios, galanterías y gentilezas. A Wanda casi no le daba tiempo de abrir los infinitos paquetes que procedían de las mejores tiendas de París, ni de probarse los modelos exclusivos que sus chevaliers servants habían encargado para ella a los más caros modistos de Europa. Wanda, agradecida, procuraba complacerles casi en todo. Les dedicaba las sonrisas más insinuantes, las miradas más turbadoras, los gestos más voluptuosos y una voz que prometía todas las delicuescencias posibles e imposibles. Cada mañana, después de salir del baño —donde pasaba por lo menos dos horas remojada en una maceración de pétalos de rosas y hierbas aromáticas—, envuelta en un insinuante déshabillé de seda crème, les deseaba que la espera les resultara agradable. Porque Wanda no tenía costumbre de dedicarse al amor hasta que el calor amainaba y comparecían las primeras brumas de septiembre. Sí, era incapaz de amar en verano. El bochorno la ponía literalmente enferma y no aguantaba el más leve contacto carnal si la temperatura sobrepasaba los 18 °C.

Pero al iniciarse el otoño, la marquesa, estimulada por la larga abstinencia veraniega, se entregaba al amor y no vivía más que para dar y recibir placer. Sus caricias de geisha, de una sabia voluptuosidad, producían en sus amantes unos efectos tan drásticos como perdurables. Wanda era una experta extraordinaria en materia amorosa y sabía conducir a sus amantes con delicadeza exquisita y refinamiento cortesano por los caminos que, en cada ocasión, iban a resultar más placenteros. Conocía cuál era el punto exacto y el tiempo justo en que, como si elaborara un suculento paté de hígado de oca, debía añadir a la aromática trufa una pizca de pimienta verde a fin y efecto de conseguir algo insuperable cada vez.

Aquel verano fatídico hacía un calor insoportable. Los Boumond-Foullat observaban pesarosos cómo el termómetro no dejaba de subir y se ensimismaban en cavilaciones de todo tipo, tratando de buscar una salida a su calenturiento estado. El otoño les parecía tan bello, lejano e inasequible como el retorno de la monarquía a Francia. Y Wanda estaba cada día más tentadora.

El señor vizconde, después de consultar a los meteorólogos de los más importantes observatorios de Europa, cuyas previsiones le desanimaron mucho, decidió ofrecer a Wanda un crucero por el mar del Norte, en un yate que pensaba regalarle si accedía, aun a sabiendas de que tan desmesurado obsequio acarreaba su ruina. Pero a la marquesa los viajes no le gustaban. ¿Y qué necesidad tenía de embarcarse si estaba perfectamente instalada en su villa de Niza?

El futuro vizconde de Boumond-Foullat fue mucho más práctico que su padre. Decidió que lo verdaderamente necesario era solucionar de una manera definitiva el problema del calor, no sólo para el resto del verano sino para todos los veranos de su vida, que sólo tenía sentido junto a Wanda. Era indispensable, por tanto, encontrar un sistema que al refrescar el ambiente hiciera bajar la temperatura al menos 10 °C y eso s

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