Días de muertos (Flash Ensayo)

Alma Guillermoprieto

Fragmento

ca-1

Días de muertos

Los líderes municipales de Culiacán, capital del estado mexicano de Sinaloa, se sintieron obligados, en mayo del año pasado, a demandar a la artista Rosa María Robles y exigir que se cerrara la exposición de su obra. Los visitantes de la exposición no fueron tan radicales, a juzgar por los comentarios que consignaron en el libro: después de un recorrido espantoso por entre las instalaciones de la artista, en las que aparecen escusados cubiertos de sangre y trajes infantiles atravesados por lenguas secas de vaca o penes de caucho largos y nudosos; los espectadores escribieron cosas como «Me provocó arcadas, pero me hizo pensar» y «Esto fue muy duro; me dieron ganas de llorar». Unos cuantos incluso agradecieron a Robles la exposición.

En una de las instalaciones había una bota negra que aplastaba un huevo de avestruz, una referencia que no todos los visitantes entendieron como una crítica de la cultura del macho narcotraficante que campea en el estado natal de la artista, responsable de la proliferación de actos violentos y de cientos de asesinatos al año. Pero la mayoría de los sinaloenses sabe que los narcos sí usan esas botas absurdas —que en su versión más elegante son de cuero de avestruz— y sabe también que en estos tiempos difíciles cada día trae su carga de vidas destrozadas.

Por eso hasta los más despistados espectadores entendieron la instalación más controvertida y memorable de la exposición, que aparece en el catálogo bajo el nombre de Alfombra roja. Se trata de una pieza compuesta de varias pesadas cobijas de lana típicas de la región montañosa de Sinaloa, tiesas por la sangre seca. Todos en Sinaloa saben que en la oleada reciente de asesinatos relacionados con las drogas, las víctimas más famosas han sido los levantados, como se conoce a los secuestrados —policías, jefes de policía o narcotraficantes—, cuyos cuerpos mutilados suelen aparecer después envueltos en estas mantas. Rosa María Robles utilizó algunas de las cobijas empapadas en sangre que fueron utilizadas para botar los cadáveres, pero cuando la exposición se abrió la procuraduría de justicia estatal las confiscó alegando que eran pruebas legales.

Robles es una mujer pequeña, fuerte y locuaz, que usa bluyines y tops muy ceñidos y que ha vivido la mayor parte de su vida en Culiacán. Se hizo conocer y respetar a mediados de los noventa gracias a unas piezas monumentales, como menhires, fabricadas con los troncos envarados en las orillas del río que atraviesa su ciudad. En ese momento, me explicó, sus intereses artísticos eran mayormente ecológicos. En 2006 su obra dio un giro cuando empezó a trabajar, como en un trance, en las instalaciones que formarían parte de la exposición que llamó Navajas. Las diferentes piezas surgieron muy rápidamente y sin tropiezos, me contó una tarde en su residencia, una casa alquilada y con pocos muebles en un barrio polvoriento en las afueras de la ciudad.

«Me preguntan por qué quiero dar esta imagen negativa de Sinaloa, pero no es eso lo que busco —me explicó—. La imagen ya está ahí. Navajas es sobre la violencia, pero provoca una reflexión sobre las señales de decadencia que nos rodean.»

Navajas es una exposición cruda y dramática, y de tal manera sobrecogedora que se podría alegar que no juega limpio con el espectador. De hecho se podría acusar a Robles de practicar el mismo exhibicionismo sangriento que practican los narcotraficantes. (Cuando las autoridades confiscaron las cobijas ensangrentadas, Robles se cortó una vena, recogió la sangre en una bacinilla, y pintó otras cobijas con esa sangre.) Pero su extravagante reacción a la violencia que la rodea es señal de que Robles, como muchos otros mexicanos que durante varias décadas se mostraron indiferentes al progreso del narcoterror, apenas está aprendiendo a reaccionar.

Sinaloa está sobre el océano Pacífico, a mil kilómetros al sur de la frontera con Estados Unidos. Su industria pesquera es importante, su costa atrae algo de turismo, y en el fértil valle que rodea Culiacán se cultivan la mayor parte de los tomates, las berenjenas y los melones que se consumen en Estados Unidos. Al oriente se eleva, irregular y escarpada, la Sierra Madre Occidental, a la que recorren muy pocas carreteras pavimentadas. La marihuana se cultiva en toda la región. Cuando pasa la estación seca, la sierra vuelve a la vida el tiempo suficiente para dar una cosecha de amapola, que llena los campos de cápsulas verdes rebosantes de leche narcótica. La persistencia del narcotráfico clandestino en la región no sorprende a nadie: es difícil fumigar cultivos en terrenos tan inclinados, y prácticamente imposible convencer a los campesinos de que erradiquen una cosecha que les brinda prosperidad y que ha sido su medio de vida durante varias décadas. Pero sí sorprende lo mucho que se deterioró la situación antes de que alguien decidiera hacer algo.

Javier Valdés Cárdenas, reportero, columnista y editor de Río Doce, el periódico sinaloense, es una excepción en me

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