Los lisiados serán los primeros (Flash Relatos)

Flannery O'Connor

Fragmento

Sheppard estaba sentado en un taburete ante el mostrador que dividía en dos la cocina, y comiendo cereales directamente de la caja de cartón individual en que venían envasados. Comía mecánicamente, pendiente del niño, que paseaba de armario en armario por la cocina recogiendo los ingredientes para su desayuno. Era un niño de diez años rubio y rechoncho. Sheppard no apartaba sus ojos azules e intensos de él. El futuro del chico estaba escrito en su cara. Sería banquero. No, peor. Dirigiría una pequeña compañía de préstamos. Lo único que él quería del niño era que fuera bueno y generoso, y ni una cosa ni la otra parecían probables. Sheppard era un hombre joven con el pelo ya blanco. Se le erizaba como un estrecho halo de cepillo sobre la cara rosada y sensible.

El niño se acercó al mostrador con un tarro de mantequilla de cacahuete bajo el brazo, un plato con un trozo de tarta de chocolate en una mano y el bote de ketchup en la otra. No parecía ver a su padre. Se encaramó a un taburete y empezó a extender la mantequilla de cacahuete sobre la tarta. Tenía las orejas grandes y redondas, que se despegaban de la cabeza y parecían tirarle de los ojos, un poquito separados. Llevaba una camisa verde, pero tan descolorida que el vaquero que cabalgaba en la pechera era solo una sombra.

—Norton —dijo Sheppard—, ayer vi a Rufus Johnson. ¿Sabes lo que estaba haciendo?

El niño lo miró medio atento, los ojos fijos en él pero sin interés. Eran de un azul más pálido que los de su padre, como si se le hubieran descolorido al igual que la camisa. Uno de ellos se desviaba, casi imperceptiblemente, hacia un lado.

—Estaba en un callejón —siguió Sheppard— y tenía la mano metida en un cubo de basura. Intentaba encontrar algo que comer. —Hizo una pausa, para que sus palabras calaran en el niño—. Tenía hambre —terminó, e intentó penetrar en la conciencia de su hijo con su mirada.

El niño cogió el trozo de tarta de chocolate y empezó a mordisquearla por un extremo.

—Norton, ¿tienes idea de lo que significa la palabra compartir?

Un destello de atención.

—Que una parte me toca a mí —dijo Norton.

—Que una parte le toca a él —recalcó Sheppard.

Era inútil. Cualquier defecto hubiera sido preferible al egoísmo: un carácter violento, incluso la tendencia a mentir.

El niño dio la vuelta al bote de ketchup y cubrió la tarta con la salsa.

La expresión de pena de Sheppard se hizo más intensa.

—Tienes diez años y Rufus Johnson tiene catorce. Sin embargo, estoy seguro de que tus camisas le irían bien. —Rufus Johnson era un niño a quien había intentado ayudar el año anterior en el reformatorio. Había salido hacía dos meses—. Cuando estaba en el reformatorio no tenía mal aspecto, pero cuando lo vi ayer estaba hecho un saco de huesos. Desde luego, no desayuna tarta con mantequilla de cacahuete todos los días.

El niño dejó de comer.

—Está seca —dijo—, por eso he tenido que ponerle todo esto encima.

Sheppard volvió la cara hacia la ventana que había al final del mostrador. El césped, verde y bien cortado, bajaba en un suave declive hasta un bosquecillo de la zona residencial. Cuando vivía su mujer, comían con frecuencia fuera, incluso el desayuno, sobre la hierba. Nunca había observado en aquel entonces que el niño fuera egoísta.

—Escúchame —le dijo volviéndose hacia él—, mírame y escucha.

El niño lo miró. Por lo menos los ojos estaban fijos en él.

—Le di a Rufus una llave de esta casa cuando se fue del reformatorio, para demostrarle mi confianza y para que tuviera un lugar al que acudir y donde sentirse bienvenido. Nunca la ha utilizado, pero ahora creo que lo hará porque me ha visto y tiene hambre. Y, si no la usa, saldré yo a buscarlo y lo traeré. No soporto ver a un niño buscar comida en los cubos de basura.

El chico frunció el entrecejo. Empezaba a darse cuenta de que algo suyo estaba en peligro.

Sheppard hizo una mueca de indignación.

—El padre de Rufus murió antes de que él naciera. Su madre está en la cárcel del estado. Lo crió su abuelo en una choza sin agua ni electricidad, y el viejo le pegaba todos los días. ¿Te gustaría tener a una familia así?

—No lo sé —dijo el niño.

—Pues quizá valga la pena que te lo plantees alguna vez.

Sheppard era el jefe de los servicios culturales y recreativos de la ciudad. Los sábados trabajaba en el reformatorio como consejero, sin percibir nada a cambio, excepto la satisfacción de saber que estaba ayudando a unos muchachos por los que nadie más se preocupaba. Johnson era el chico más inteligente con el que se había encontrado, y el más desgraciado.

Norton daba vueltas a lo que quedaba de tarta como si se le hubiera quitado el apetito.

—A lo mejor no viene —dijo, y sus ojos se iluminaron levemente.

—¡Piensa en todo lo que tú tienes y él no! Imagina que fueras tú el que tuviera que hurgar en la basura en busca de comida. Imagina que tuvieras un pie deforme y que tu cuerpo se torciera al andar.

El niño no parecía comprender, evidentemente no era capaz de imaginar una cosa así.

—Tú tienes un cuerpo sano, un buen hogar. No se te ha enseñado otra cosa que la verdad. Tu papá te da todo lo que necesitas y todo lo que quieres. No tienes un abuelo que te pegue. Y tu madre no está en la cárcel.

El niño apartó el plato. Sheppard lanzó un gemido.

Apareció un nudo de carne debajo de la boca repentinamente deformada del niño. Su rostro se convirtió en una masa de bultos en la que se abrían las rendijas de los ojos.

—Si estuviera en la cárcel —replicó con una especie de berrido atroz—, podría ir a verlaaaa.

Las lágrimas le corrían por la cara y un hilillo de ketchup le caía por la barbilla. Daba la sensación de que había recibido un golpe en la boca. Se abandonó por completo al llanto y empezó a aullar.

Sheppard permaneció sentado, sin saber qué hacer y deprimido, como un hombre azotado por alguna fuerza elemental de la naturaleza. Esa no era una pena normal. Formaba parte de su egoísmo. Ella llevaba muerta más de un año y la pena del niño no podía durar tanto tiempo.

—Vas a cumplir once años —dijo en tono de reproche.

El niño empezó a emitir un ruido angustioso y agudo, con la respiración entrecortada.

—Si dejaras de pensar en ti mismo y pensaras en lo que puedes hacer por los demás, no echarías en falta a tu madre.

El niño guardó silencio, pero sus hombros seguían temblando. Después volvió a descomponérsele el rostro y los berridos empezaron de nuevo.

—¿No crees que yo también la echo de menos? ¿Crees que no me siento solo? Claro que sí, pero no me quedo aquí sin hacer nada, lloriqueando. Me dedico a ayudar a los demás. ¿Me ves alguna vez sentado pensando en mis propios problemas?

El niño se desmoronó como si estuviera exhausto, pero nuevas lágrimas seguían corriendo por sus mejillas.

—¿Qué vas a hacer hoy? —le preguntó Sheppard para distraerlo.

El niño se secó los

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