Tragedia del hombre que amaba en los aeropuertos (Flash Relatos)

Santiago Gamboa

Fragmento

Las historias tristes ocurren a veces en lugares tristes, como las estaciones de tren o los aeropuertos. Entonces la gente lo nota y lo comenta, y todos dicen que en verdad los aeropuertos y las estaciones de tren son sitios tristísimos, tan tristes que no dan ganas de volver a viajar pues a nadie le gusta meterse de lleno en la tristeza, y encima por esos precios. Pero esto nunca me preocupó, pues yo estaba siempre solo en esos lugares, saltando de un país a otro con mi cámara fotográfica para enviarle a la agencia Sigma lo que muchas veces, al día siguiente, era la foto de portada de algún periódico, de muchos o de ninguno.

En realidad me gustaban los aeropuertos, pero también los hoteles, las maletas y las oficinas de cambio. Me gustaba llegar a los cuartos del Sheraton y quedarme horas bajo la ducha pensando que detrás del agua, del vapor y del muro estaba el puerto de Hamburgo, por ejemplo, o el Parque de Reliquias de Zagreb, mientras que yo seguía hipnotizado por el sonido del agua, y sobre todo me gustaba saber que para dejar de imaginar esos lugares sólo tenía que salir al balcón y abrir bien los ojos. Todo eso me gustaba, pero el momento preferido era la llegada al aeropuerto. Ahí mis poros se abrían como plantas carnívoras. Tenía especial predilección por London Gatwick, tal vez por el recuerdo de mis viajes a Bogotá cuando era más joven; pero también soñaba con el aeropuerto de Kuwait City, en donde vendían las cajas de habanos Montecristo a 65 dólares, o con Changi Singapur, aeropuerto al que van los jóvenes de la ciudad a estudiar por las noches y que está rodeado de una selva de árboles de sombra. En mis afectos Montreal Mirabel tenía un lugar especial: en él, una vez, me llevaron hasta el avión en jeep, en medio de la nieve acumulada en la pista, pues no escuché los altavoces que repetían mi nombre en un acento extraño, y no los escuché por estar mirando los precios del whisky en el duty free, lo único que podía hacerme olvidar las lágrimas de despedida que, por esa época, salían de los ojos de Natalie. Odio, en cambio, el aeropuerto de Madrid Barajas, pues es incómodo y ruidoso, casi tanto como el de Ciudad de México, y si el Leonardo da Vinci de Roma se salva es porque en él, durante mucho tiempo, me esperó el amor de Sarah. Amsterdam Schiphol era un enorme corredor de cristales nevados; el Omar Torrijos de Ciudad Panama olor a pa­paya y ventiladores de hélice, mientras que el José Martí de La Habana era puro azúcar disuelta en alcohol, limón, frío artificial y vegetación. En otras palabras: mojito.

Creo que es hora de presentarme. Me llamo Aníbal Esterhazy, un apellido de origen húngaro que mi familia colombiana ya logró digerir, después de muchas humillaciones y malentendidos, pues todo el mundo cree que somos parientes del malvado Esterhazy que condenó con sus mentiras al capitán Dreyfus, uno de los casos más sonados a fines de siglo diecinueve en Francia; tan sonado que hasta Zola metió la cucharada con su célebre J'accuse. No, no somos de esos Esterhazy. O mejor dicho, somos y no somos, pues pertenezco a la rama más pobre de la familia, los que luego se hicieron comunistas y al final emigraron a América. No olvido una conversación con un guardia de fronteras norteamericano en el estado de Maine, viajando en un tren nocturno de la Amtrak desde Montreal hasta Nueva York. El policía era un hombre de cincuenta años, calvo y de bigote amarillo.

—¿Con ese apellido y llevando un pasaporte de Colombia?

—Bueno, mi mejor amigo se llama Fritz Eckerfeld y es boliviano... —respondí—. Y le recuerdo que el presidente del Perú se llama Fujimori. ¿Conoce Latinoamérica?

—No se haga el gracioso —respondió con cierta molestia—. Soy de origen polaco y sé que Esterhazy es uno de los apellidos más sonoros de la nobleza húngara. De ahí mi curiosidad.

—Yo también lo sé, y le confieso que preferiría no saberlo. En Colombia somos pura clase media, y en París, donde vivo ahora, soy doblemente meteco.

El guardia, instalado en el vagón cafetería, encendió un cigarrillo y me miró con interés.

—Los franceses me toman por un primo pobre del Este, en el mejor de los casos. Otras veces me acusan de haber matado a Dreyfus. Y si les digo que soy colombiano ni le cuento la que se arma.

—Bueno, limítese a responder las preguntas.

Recuerdo haber pensado que, con esa última frase, el policía cortó la posibilidad de que naciera una buena amistad. Uno suele ser muy sincero con los guardias de fronteras, y si se extendieran un poco uno podría, tal vez, comprender mejor el mundo y comprenderse mejor a sí mismo. Pero me quedé callado.

El origen de mi tragedia fue un capricho y una larga noche de insomnio. Pero todo empezó, como siempre, con algo feliz. Ya lo dijo el viejo Graham Greene: «Sólo se llora cuando antes se ha sido feliz. Detrás de cada lágrima se esconde algo envidiable». Me encontraba en Yakarta, regresando de un reportaje en Timor Occidental sobre el premio Nobel de la Paz y la guerrilla timo­rense. Pero en lugar de viajar directamente a París cambié el pasaje de Air France y fui a Singapur, pues tuve el capricho de beber un Singapur Sling en el bar del hotel Raffles, mecido por el aire de las hojas de palma que ondean en el techo. Ése fue mi funesto capricho. Entonces cambié el billete directo por una conexión a través de Garuda Airlines con escala de una noche en Singapur. Y así lo hice. Por supuesto mis viáticos no me permitían pasar la noche en el Raffles, así que tomé una habitación en el Shangri-La Hotel, cerca de Orchard Road,

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