Yo maldigo el río del tiempo

Per Petterson

Fragmento

1

Todo esto sucedió hace unos cuantos años. Mi madre llevaba un tiempo sintiéndose muy mal. Para que dejaran de darle la murga quienes la rodeaban y se preocupaban, mis hermanos sobre todo, y mi padre también, acabó yendo al médico al que solía ir, al que iba mi familia desde la noche de los tiempos. A esas alturas debía de ser un hombre muy mayor, porque no recuerdo haber ido jamás a otro médico y tampoco recuerdo que fuera nunca joven. Incluso yo iba a su consulta, aunque vivía a decenas de kilómetros de distancia.

Tras una breve revisión, el viejo médico de familia la derivó de inmediato al hospital de Aker, para que le hicieran un examen más detenido. Cuando hubo pasado por varias pruebas, tal vez dolorosas, en habitaciones pintadas de blanco o de verde claro, verde manzana, en el gran hospital situado casi en el cruce de Sinsen, en el lado de Oslo que siempre me ha gustado pensar que era el nuestro, esto es, el del este, le dijeron que se fuera a casa y esperara quince días a que estuvieran listos los análisis. Cuando por fin llegaron, resultó que tenía cáncer en el estómago. Su primera reacción fue la siguiente: Durante años y años me he pasado las noches en vela, sobre todo cuando los niños eran pequeños, por el pánico a morirme de un cáncer de pulmón, y ahora voy y me cojo un cáncer de estómago. ¡Cuánto tiempo perdido!

Así era mi madre. Y fumaba, como lo he hecho yo durante toda mi vida adulta. Conozco bien ese estado nocturno, esa rigidez bajo el edredón con los ojos secos y escocidos, fijos en la oscuridad, y la sensación de que la vida sabe literalmente a ceniza en la boca, aunque es probable que yo me haya preocupado más por mi propia vida que por el hecho de que mis hijas se fueran a quedar sin padre.

Mi madre se quedó un buen rato sentada ante la mesa de la cocina con el sobre en la mano, mirando por la ventana el mismo césped, la misma valla blanca de madera, los mismos tendederos y las mismas casas adosadas del mismo tono exacto de gris que llevaba mirando tantos años, y pensó lo que llevaba pensando casi el mismo número de años, que en realidad aquello no le gustaba nada. No le gustaban todas las piedras grises que hay en el país, ni los bosques de abetos y los páramos, ni tampoco las montañas. No es que viera las montañas, pero sabía que estaban ahí fuera, por todas partes, y que todos los días dejaban su impronta en las personas que vivían en Noruega.

Se levantó, se dirigió al recibidor e hizo una llamada telefónica; tras una breve conversación colgó y regresó a la cocina, donde volvió a sentarse a la mesa a esperar a mi padre. Mi padre estaba jubilado desde hacía años, la que trabajaba era ella, catorce años más joven que él, aunque ese día lo tuviera libre. O más bien, se lo hubiera tomado libre.

Mi padre pasaba mucho tiempo fuera, siempre tenía alguna cosa que hacer; recados que mi madre rara vez acababa de entender en qué consistían y que nunca había visto que tuvieran resultado alguno, pero hacía mucho que se habían acallado los conflictos que hubo entre ellos, y ahora mantenían el alto el fuego. Mientras él no intentara controlar su vida, ella lo dejaba en paz con la suya. Incluso había empezado a defenderlo y a protegerlo. Si yo soltaba algún comentario crítico, poniéndome de su parte en un torpe intento de apoyar la causa de las mujeres, me pedía que no me metiera en sus asuntos. Qué fácil te resulta ser crítico, me decía, a ti te lo han dado todo hecho. Renacuajo.

Como si mi vida fuera sobre ruedas. Avanzaba a toda velocidad hacia un divorcio. Era el primero y pensaba que mi vida se iba a hacer añicos. Había días en que no conseguía llegar de la cocina al baño sin tener que arrodillarme, como mínimo una vez, hasta reunir las fuerzas como para seguir adelante.

Cuando mi padre por fin regresó a casa después de ocuparse de aquel de sus proyectos que le parecía más acuciante, probablemente algo en Vålerenga, que era el lugar del que provenía y en el que nací yo siete años después de la Guerra, un sitio al que él regresaba con frecuencia para reunirse con hombres de su misma edad y orígenes, en la «Peña de los Carrozas», como la llamaban, mi madre seguía en la mesa de la cocina. Ahora tenía un cigarrillo en la boca, un Salem probablemente, o quizá un Cooly; quienes tienen miedo al cáncer de pulmón acaban saboreando mucho mentol.

Mi padre estaba de pie en el vano de la puerta; llevaba en la mano una vieja bolsa de deporte, no muy distinta de la que usaba yo en sexto o séptimo curso del colegio, en aquella época todo el mundo usaba esas bolsas y quién sabe si no sería justamente la misma. En ese caso, la bolsa tendría en aquel momento más de veinticinco años.

–Me marcho hoy –dijo mi madre.

–¿Adónde? –preguntó mi padre.

–A casa.

–A casa –dijo él–, ¿hoy? Primero tendríamos que hablarlo, ¿no? Me darás tiempo para pensarlo, ¿verdad?

–No hay nada de que hablar –dijo mi madre–. Ya he reservado el billete. Acabo de recibir una carta del hospital de Aker. Tengo cáncer de estómago.

–¿Tienes cáncer?

–Sí. Tengo cáncer en el estómago. Así que me tengo que ir a casa.

Seguía llamando «casa» a Dinamarca, en concreto a su ciudad natal, situada muy al norte de aquel pequeño país, a pesar de que llevaba casi cuarenta años viviendo en Noruega, en Oslo.

–Pero ¿tú te quieres marchar sola? –dijo él.

–Sí –respondió mi madre–, eso es lo que quiero.

Y ella sabía que al decirlo así hería y entristecía a mi padre, y eso no la alegraba en absoluto, al contrario, se merece algo mejor, pensó mi madre, después de tanta vida, pero sentía que no tenía elección. Debía marcharse sola.

–No creo que me vaya a quedar mucho tiempo –dijo–, unos pocos días, luego vuelvo. Además tendré que ir al hospital. Supongo que me operarán. Eso espero, al menos. En todo caso, esta noche cojo el barco. –Miró su reloj de pulsera–. Dentro de tres horas. Será mejor que suba a hacer la maleta.

Vivían en una casa adosada, con cocina y salón en la primera planta y tres dormitorios pequeños y un baño diminuto en la segunda. Yo había crecido en aquella casa. Conocía cada arruga del empapelado, casa grieta del suelo, cada inquietante rincón del sótano. Era una casa Selvaag. Si pegabas una patada en la pared con la fuerza suficiente, el pie acababa en casa del vecino.

Apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesa y se levantó. Mi padre no se había movido del sitio, seguía en el vano de la puerta con la bolsa de deporte en una mano. La otra la tenía ligeramente levantada hacia ella, con ademán inseguro. Nunca había sido un campeón para el contacto físico, al menos no fuera del ring, y tampoco debía de ser el lado fuerte de mi madre, pero en esta ocasión apartó a mi padre con delicadeza, casi con cariño, para poder pasar. Él se dejó apartar, pero opuso la suficiente resistencia, mostró bastante reluctancia y lentitud, como para que ella entendiera que querí

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