A Siberia

Per Petterson

Fragmento

1

Cuando era pequeña, con siete años o menos, me asustaban los leones junto a los que pasábamos al salir de la ciudad. Estoy segura de que Lucifer sentía lo mismo que yo, porque justo en aquel lugar apuraba el paso y, hasta mucho más tarde, no entendí que la causa era que mi abuelo le propinaba un buen azote cuando bajábamos la suave cuesta ante la entrada que custodiaban los leones, lo cual, a su vez, se debía a que mi abuelo era un hombre impaciente. Eso lo sabía todo el mundo.

Los leones eran amarillos y yo iba balanceando las piernas, sentada en la parte de atrás del carro, sola o en compañía de mi hermano Jesper, de espaldas al abuelo y viendo cómo los leones iban haciéndose pequeños allá arriba. Giraban la cabeza y me escrutaban con sus ojos amarillos. Eran de piedra, igual que los pedestales sobre los que descansaban, pero me miraban con tal fijeza que hacían que me ardiera el pecho y me dejaban vacía por dentro. Aun así, era incapaz de apartar la vista. Cuando lo intentaba y bajaba los ojos hacia el camino de gravilla, enseguida me mareaba y tenía la sensación de que me caía.

–¡Que vienen! ¡Que vienen! –gritaba mi hermano, que sabía lo que pasaba con los leones, y yo alzaba de nuevo la mirada y los veía venir.

Los leones se desprendían de los bloques de piedra y empezaban a crecer, y entonces yo, fuéramos a la velocidad que fuéramos, saltaba del carro, arañándome las rodillas contra la gravilla y salía corriendo hacia el campo más cercano, más allá del cual comenzaba un bosque en el que había corzos y ciervos. En ellos pensaba mientras corría.

–¡Deja en paz a la niña! –bramaba el abuelo.

Y entonces yo dejaba de correr. Notaba en los tobillos la humedad de la hierba cubierta de rocío y en los pies descalzos, los yerbajos, las ramitas y los terrones de tierra. Mi abuelo tiraba de las riendas y gritaba al caballo, el vehículo se detenía y de entre las barbas de mi abuelo brotaba un torrente de maldiciones dignas del mismo demonio que pasaban por encima de la cabeza de Jesper. El abuelo era un hombre lleno de ira y yo siempre acababa defendiendo a mi hermano, porque no podía vivir sin él.

Así que regresaba al camino a través de la hierba, me montaba en la parte trasera del carro y sonreía a Jesper. El abuelo hacía restallar el látigo, Lucifer empezaba a tirar y mi hermano me devolvía la sonrisa.

Recorro el mismo camino a pie con mi padre. Es Navidad y tengo nueve años. Hace un frío extraordinario, hay escarcha y los álamos desnudos flanquean el camino a lo largo de los prados. Algo gris se mueve en la gris linde del bosque, unas patas flacas avanzan con rígidos movimientos y del suave hocico surgen bocanadas de vaho; lo distingo a pesar de la distancia a la que me encuentro. El aire es tangible como cristal, y todo da la impresión de estar muy cerca. Llevo gorro y bufanda, y tengo las manos metidas en los bolsillos del abrigo. En uno de ellos hay un agujero a través del cual noto el forro. De vez en cuando miro a mi padre. Tiene un bulto en la parte alta de la espalda, casi una joroba. Le salió trabajando en los campos a los que nunca piensa regresar, según dice. Mi padre es carpintero en la ciudad. Mi abuelo le regaló un taller cuando dejó la granja.

Tensa las mandíbulas. Lleva la cabeza descubierta y mira de frente con los ojos enrojecidos; tiene las orejas blancas de frío y no puedo dejar de mirárselas. Parecen de porcelana. Su brazo se eleva y, antes de que lo haga del todo, lo detiene y casi lo fuerza a bajar de nuevo. Cuando estamos a medio camino, saco la mano del bolsillo para coger la suya y, sin mirarme, él me la coge y me la frota levemente, aunque yo lo he hecho porque es él quien tiene frío.

Al pasar por delante de los leones no nos volvemos; él, porque se limita a mirar al frente, y yo porque no quiero. Nos dirigimos a la granja. Mi madre ya está allí, al igual que Jesper y mis tíos, y mi padre camina con rigidez y sin prisa. Estamos a tres kilómetros de la ciudad, es 24 de diciembre, y finalmente me vuelvo. Los leones descansan sobre sus pedestales, recubiertos por una capa de hielo blanquecina. Ayer llovió y luego heló, de modo que ahora están aprisionados y tienen el mismo aspecto que las orejas de mi padre; dos leones de porcelana montando guardia ante el paseo de la mansión Bangsbo, donde se alojaba H.C. Andersen cuando venía tan al norte del país; su sombrero alto en los salones de techo bajo, un hombre como una vara negra, que tenía que andar agachándose constantemente al entrar y salir.

Intento acelerar, temo por las orejas de mi padre, porque he oído que se pueden caer, pero él mantiene el mismo paso. Tiro de su brazo y él se enfada.

–¡Te quieres estar quieta! –me suelta, antes de hacerme retroceder.

Es lo primero que dice desde que salimos por la puerta de la calle Asyl. Mi padre quiere a Jesper. Yo quiero a mi padre. Jesper me quiere a mí, pero le gusta tomarme el pelo, asustarme en la oscuridad con los aparecidos, hacerme ahogadillas en verano. Y yo lo aguanto, eso me hace sentirme igual que él. Camino sola con mi padre, es Navidad y él tiene las orejas de porcelana. Tengo miedo de que se le caigan, y él no se las toca en los cinco kilómetros que recorremos hasta llegar a la granja.

En Vrangbæk hay cuatro granjas y todas se llaman Vrangbæk, forman una pequeña aldea. Allí viven varios niños que van al colegio Vangen, en Understed. Yo podría haber sido una de ellos, pero no lo soy, de lo cual me puedo alegrar, como suele decirme Jesper. En el cruce donde el camino de enfrente lleva hacia los terrenos de Gærum y el de la derecha a Nørre Vrangbæk, nosotros doblamos hacia la izquierda. Al pasar por delante del primer pajar de piedra y ladrillo, mi padre ralentiza aún más el paso, camina con mayor rigidez si cabe, y me aprieta la mano. El camino serpentea por un terreno estrecho, limitado a un lado por una pronunciada cuesta asegurada con piedras redondas en la parte de abajo; parece una valla, pero se hizo para que la tierra no se deslizara después de las lluvias y bloqueara el paso. Nos dirigimos a la última granja; están tan cerca unas de otras y a su vez del camino que este desemboca directamente en la explanada empedrada que hay entre los edificios, en cuyo centro se encuentra el estercolero. Todo está congelado y cubierto por una brillante capa de esmalte. Los adoquines que conducen a la puerta están resbaladizos.

Al primero que veo es a Jesper, que nos ha visto por la ventana. Está esperándonos en la entrada del salón. Detrás de él distingo el árbol de Navidad y la ventana de la pared opuesta, cubierta de cristales de nieve hasta media altura. Es bonito. Oigo la voz de mi madre. Es cristiana practicante, y su voz también. Tiene un pie en la tierra y el otro en el cielo. Jesper me sonríe como si compartiéramos un secreto. Y quizá sea así, aunque no me acuerdo. Mi padre se dirige directamente a la estufa de azulejos que ruge y crepita. Puedo ver que está caliente porque el aire tiembla a su alrededor y porque lo siento en la cara. Mi padre se acerca tanto a ella que temo que apoye la frente en los azu

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