Jóvenes hombres lobo

Michael Chabon

Fragmento

JÓVENES HOMBRES LOBO

JÓVENES HOMBRES LOBO

Lo había conocido como bulldozer, como samurái, como androide programado para matar, como Hombre de Plástico y como Hombre de Titanio y como Devorador de Materia, como Buick Electra, como camión Peterbilt, e incluso, durante una semana, como el Puente de Mackinac, pero fue como hombre lobo que Timothy Stokes finalmente se pasó de la raya. Yo no estaba presente cuando sucedió. Estaba en el barranco que había al fondo del patio de la escuela, fundando la capital de un imperio de hormigas. «Y esto de aquí, claro está, esta maravillosa estructura, es el templo de El-bok», les explicaba a las hormigas, adoptando el mismo tono que adoptaba mi madre para hacer que los recién casados se sintieran cómodos mientras recorrían las habitaciones vacías del deprimido mercado inmobiliario en el que pasaba los días. Señalé una pirámide de arcilla roja en el centro de una plaza pavimentada con las caóticas tachaduras de las huellas de mis manos. «Y esto, naturalmente, es el palacio del Emperador de las Hormigas. Pero ja, ja, eso ya lo sabéis, claro. Muy bien, y esto de aquí –señalé una especie de corral circular que había construido clavando una serie de palitos afilados en el sueloes para encerrar a vuestras hormigas esclavas. ¿Verdad que está bien? Y aquí es donde ordeñáis a vuestros pequeños afídidos.» Encima de mi ciudad había el montículo de un poblado ordinario de hormigas. A mi alrededor la tierra fría y roja estaba adornada con un bordado negro de hormigas. Recurriendo al transporte forzoso y al precio de no pocos abdómenes y tórax seccionados, conseguí que algunas hormigas siguieran la Autopista Formícida Imperial, un amplio surco en la arcilla que salía de los pórticos de la ciudad, subía la abrupta pendiente del barranco y desde allí desembocaba a la inmensidad del mundo. Con mi aprovisionamiento de partes arrancadas de cuerpos de hormigas encastré los ojos negros de El-bok el Despiadado, un ídolo en forma de hormiga moldeado en la cúspide de la pirámide. Acababa de empezar a describir, para mí mismo y para las hormigas, los complejos ritos sagrados del dios cuyo culto les estaba imponiendo cuando oí los primeros gritos procedentes del patio.

–Oh, no –dije poniéndome de pie–. Timothy Stokes.

Las chicas chillaban a Timothy como siempre que él las perseguía: a la vez y con unos gorjeos que parecían casi placenteros, como si estuvieran viendo pasar al gato de la casa con algo ensangrentado en la boca. Trepé por la ladera del barranco y emergí justo cuando Timothy, con la espalda encorvada, los brazos extendidos y gruñendo con gran realismo, manifestaba su ansia de morder gargantas de débiles humanos. Timothy decía aquello o algo parecido cada vez que se convertía en hombre lobo, y a mí no me habría preocupado mucho si en el curso de su primera transformación no hubiera llegado al punto de morder a Virginia Pease en el cuello. Era del dominio público en la escuela que después de aquello los padres de Virginia le habían escrito una carta al director y que la próxima vez que Timothy Stokes hiciera daño a alguien lo iban a expulsar. Timothy tenía, en palabras de nuestra maestra la señora Gladfelter, un pie fuera de la escuela, y existía la esperanza generalizada aunque no manifiesta entre sus compañeros de clase, sus padres y todos los profesores de la escuela elemental Copland Fork de que un día nada lejano les proporcionara a las autoridades la excusa que necesitaban para mandarlo a la escuela especial. Me quedé un rato allí, junto a mi ciudad en miniatura, toqueteando una partícula de hormiga con las yemas de los dedos y mirando cómo Timothy seguía su curso lupino y gruñidor sobre las pistas de rayuela. Yo sabía que alguien tenía que hacer algo para tranquilizarlo, pero era la única persona de nuestra escuela que podía tener alguna razón para querer salvar a Timothy Stakes de la expulsión, y lo odiaba con todas mis fuerzas.

–¡Llevo trescientos años con esta maldición! –declamó.

Llevaba su uniforme estándar consistente en unos vaqueros blancos y una camiseta blanca y lisa, aunque era una tarde fría de octubre y ya hacía mucho que el resto de nosotros había sido enfundado con vistas al otoño en pana y plumón. Entre los rasgos extraños de la especie alienígena de la que supuestamente procedía Timothy Stokes según la opinión popular, había una aparente inmunidad al frío. En medio de una tormenta de nieve de febrero aparecía en la puerta de tu casa, respondiendo a las preguntas de tu madre solamente cuando esta se dirigía a él como Untivak, lleno de planes para construir iglús, beber sangre de foca y masticar grasa cruda, vestido solamente con los vaqueros blancos y la camiseta de siempre, además de un par de enormes botas negras que le llegaban hasta las caderas y que debían de haber sido de su padre, víctima no discutida de la guerra de Vietnam. Timothy acababa de cumplir once años pero ya era tan alto como la señora Gladfelter y su fuerza corporal era famosa. En aquel mismo año, en el curso de un período de dos semanas durante el cual Timothy creyó ser una grúa electromagnética, en varias ocasiones lo vimos balancear una tapa de alcantarilla de hierro por encima de su cabeza.

–Mi maldición es rondar por las noches hasta el fin de los tiempos –continuó en tono grandilocuente, y su voz resonó por todo el patio.

Cuando se trataba de temas que le gustaban tanto como la licantropía y los aviones de alas rotatorias, usaba palabras altisonantes, tenía datos y cifras debidamente memorizados y hablaba como el cerebrito por el que algunos lo tomaban, pero yo sabía que no era tan inteligente como sus modales serios y sus gruesas gafas negras hacían creer a la gente. Sus notas siempre estaban entre las peores de la clase.

–¡He estado buscando presas tan encantadoras como vosotras!

Se abalanzó contra la pared más cercana de la jaula de chicas que lo rodeaba. Las chicas se alejaron de él como si las hubieran rociado con una manguera, chocando entre ellas y agarrándose las unas a las mangas de las otras entre chillidos. Algunas estaban cantando la canción que cantábamos sobre Timothy Stokes:

Timothy Stokes,

Timothy Stokes,

vas a acabar

loco de atar.

Y la que cantaba más alto era la mismísima Virginia Pease, vestida con su abrigo negro afelpado y sus medias de color rojo brillante. Estaba parapetada detrás de Sheila y Siobhan Fahey, sus mejores amigas, balanceando una pierna flaca hacia Timothy y apartándola bruscamente cuando Timothy la atacó con una de sus zarpas de hombre lobo. Virginia tenía el pelo rubio, era la única niña de quinto curso que tenía las orejas perforadas y las uñas pintadas y Timothy Stokes estaba enamorado de ella. Yo lo sabía porque los Stokes vivían en la casa de al lado de la nuestra y estaba al corriente de toda clase de secretos sobre Timothy que no me apetecía en absoluto saber. Me prohibía a mí mismo, con una severidad casi religiosa, mostrarle a Timothy ninguna clase de amabilidad.

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