Un mundo modelo

Michael Chabon

Fragmento

S ANGEL

La mañana del día en que se casaba su prima, Ira se arregló, como de costumbre, con paciencia, esperanza y una meticulosidad que no pasaba nada por alto. Se puso los pantalones italianos de lana, la camisa de seda, los calcetines color rosa, que en su opinión le daban buena suerte en el terreno sexual, y una cazadora deportiva Willi Smith algo usada pero aún presentable. Se afeitó el entrecejo y dedicó unos minutos a limpiar el interior de su coche, un cupé japonés muy baqueteado y sin el más mínimo carácter que olía un poco mal. Siempre que Ira iba a algún sitio, tenía la esperanza de que allí conocería a la mujer de la que se había de enamorar de verdad. Atravesó Los Ángeles desde Palms a Arcadia, donde su prima Sheila iba a casarse en una sinagoga que le costó encontrar. Llegó con retraso, por lo que molestó a las personas sentadas en la parte de atrás, y su tía Lillian le pellizcó el brazo de modo bastante doloroso cuando se sentó junto a ella. Los asistentes eran austeros y conservadores, y, a medida que se desarrollaba la ceremonia, Ira se fue sumiendo en un tedio nostálgico y sintió añoranza de cosas que nunca podría volver a tener. 

Durante la fiesta que siguió, en el salón de banquetes del viejo hotel El Imperio, en Pasadena, Ira buscó inútilmente a alguna de sus jóvenes primas más interesantes, como Zipporah, de Berkeley, que medía uno ochenta y jugaba en el equipo femenino de baloncesto de la universidad, o la tremenda Leah Black, que cuando eran niños, en dos ocasiones, le enseñó algo que ansiaba mucho ver. Sin embargo, tanto Ira como Sheila pertenecían a ramas de los Wiseman con mala reputación, por lo que pocos de sus parientes asistían a la boda. Todos los comensales de la mesa de Ira, excepto sus tías abuelas Lillian y Sophie, y el segundo marido de esta última, el señor Lapidus, eran familiares del novio. 

—Te hace falta una cazadora nueva —comentó tía Sophie. 

—Lo que le hace falta es un reloj nuevo —bufó tía Lillian. 

El señor Lapidus dijo que lo que le hacía falta era cambiar de barbero. Hubo una animada conversación en la mesa diecisiete cuando los mayores se pusieron a quejarse de los cortes de pelo contemporáneos, citando frecuentemente como ejemplo el del propio Ira, que era bastante extravagante. Ira los ignoró y se comió más de un kilo del carpaccio de salmón con limón y cilantro que los camareros iban ofreciendo de mesa en mesa, así como buen número de profiteroles rellenos de níscalos, champiñones y queso de cabra. Observó a los miembros de la orquesta, especialmente al saxo tenor, un negro de aspecto agradable con trenzas de rasta, y trató de imaginar qué pensarían de los anticuados chachachás que tenían que tocar. Observó a Sheila y a su flamante marido, que hablaban en susurros mientras bailaban, y realizó el mismo experimento. Sheila parecía bastante contenta —sonreía y se ruborizaba y se diría que estaba encantada de llevar aquel vestido deslumbrante—, pero no tenía aspecto de estar enamorada, o al menos no el que él imaginaba que debía tener una persona cuando lo estaba. Sus ojos parecían inquietos, vagamente preocupados, como si estuviera tratando de recordar quién era exactamente aquel hombre que le ceñía la cintura con los brazos, la echaba hacia atrás y le plantaba un beso en el cuello. 

Mientras Ira observaba a Sheila y Barry abandonar la pista de baile, la mujer del vestido azul cruzó su mirada con la suya y la apartó inmediatamente. Estaba sentada con otras dos mujeres a una mesa, bajo una de las palmeras gigantes colocadas en macetas en el interior del salón de banquetes, al que en el hotel llamaban el salón Oasis, y que había sido decorado de acuerdo con este nombre. Cuando Ira le devolvió la mirada, notó un placentero calorcillo interno, como si acabara de tomarse un trago de whisky. Durante un instante la mujer pareció volverse miope, pero acto seguido adoptó una expresión vagamente desdeñosa. Llevaba el pelo rizado y teñido de rubio; sus labios, gruesos y rojos, eran tristes y manifestaban desaprobación, y sus ojos, tal vez grises, o pardos, iban pintados a juego con su electrizante vestido. Una inmediata comprobación reveló que su cuerpo había envejecido mejor que su marchita cara, que, sin embargo, Ira encontró hermosa, y en la que, en la piel del cuello y alrededor de los ojos, creyó leer peleas domésticas y una triste experiencia y voluntad de probar suerte. 

Ira se puso de pie y se acercó a la mujer con el pretexto de ir a la barra, un camino que exigía que pasase por delante de su mesa. Cuando lo hizo le lanzó otra larga mirada y escuchó por un instante su conversación. Tenía una voz suave y un tanto pesarosa; quizá por lo que les estaba diciendo a las mujeres que tenía al lado: algo desaprobador, le pareció a Ira, sobre las ínfulas de los abogados. En los agujeros de los lóbulos de sus orejas llevaba unos sencillos cilindros de oro. Ira pasó como un cometa junto a la mesa dejando tras de sí, o al menos eso suponía, una burbujeante estela de atractivo erótico y Eau Sauvage, pero la mujer no pareció fijarse en él, y cuando llegó a la barra se dio cuenta, para su sorpresa, de que de verdad le apetecía beber. Su cuerpo era impredecible y tenía tendencia a funcionar defectuosamente, así que, en consecuencia, bebía poco; pero en aquel bar no había que pagar, después de todo. Pidió un Sauza doble. 

Había dos hombres hablando detrás de él mientras esperaban sus copas, e Ira se les acercó un poco, sin volverse, para escucharles mejor. Estudiaba cuarto curso de arte dramático en la Universidad de California en Los Ángeles y solía dedicarse a ejercicios tan valiosos para un actor como escuchar conversaciones, espiar y contar complicadas mentiras a sus compañeros de asiento de los aviones. 

—Esa Charlotte era un putón de tomo y lomo —decía uno de los hombres, con el tono sedoso de un locutor de emisora de música clásica—. Y estaba pidiendo que se la follasen desde el culo a las cejas. 

Tenía un levísimo acento de Nueva York. 

—Cierto, muy cierto —dijo el otro, que por la voz parecía mayor y muy acostumbrado a dar obsequiosos consejos a los jóvenes—. No hay duda. Tenías que despedirla. 

—¡Debería haberlo hecho el mismo día en que pasó! ¡Ja, ja, ja! ¡Debería haberla despedido en su propia cama! ¡Zas! 

—Ciertamente. ¡Ja, ja, ja! 

—¡Ira! 

Era su prima, la novia, resplandeciente y aún sofocada a causa del baile. Sheila tenía una larga cabellera, negra y rizada, unas pestañas espectaculares y una nariz que, como la de Ira, coqueteaba peligrosamente, aunque había que reconocer que con éxito, con la inmensidad. Ira pensó que tenía un aspecto realmente magnífico. En otros tiempos habían estado muy unidos. Sheila le pasó el brazo por el cuello y le besó en la mejilla. Ira notó su aliento cálido en la oreja. 

—¿Qué bebes? 

—Tequila —dijo Ira. Se volvió para echar una ojeada a los hombres de la barra, pero era demasiado tarde. Los había reemplazado una pareja de mujeres mayores con vasos

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