El secreto de los chamanes

Barbara Wood

Fragmento

1

El mensajero aceleró su carrera por la ruta pavimentada, mientras el temor sacudía violentamente su corazón. Le sangraban los pies, pero no se atrevía a detenerse. Miró hacia atrás. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos por efecto del terror. Tropezó, luchó para recuperar el equilibrio y siguió adelante. Tenía que prevenir al clan.

Se acercaba un Señor de la Noche.

Hoshi’tiwa se hallaba sentada al sol al pie del acantilado, ocupada en hilar algodón para su vestido de novia. Tenía las piernas cruzadas y movía un huso de madera subiéndolo y bajándolo por su muslo para tomar hábilmente fibras limpias de un cesto lleno de algodón cardado y sumarlas al hilo que iba creciendo poco a poco y que sería luego teñido y tejido para formar finalmente una cinta para sus cabellos.

A su alrededor, todo el clan estaba ocupado en las tareas de la vida diaria: los granjeros en plantar maíz, las mujeres en mantener los fuegos para cocinar y en cuidar a los niños, y los alfareros en hacer las tinajas para agua de lluvia por las que era celebrado su clan, aunque algunos de ellos habían sido apartados de sus tareas para ayudar en la siembra. Porque el año anterior, en efecto, cuando habían acudido al Lugar del Centro a entregar su tributo anual de grano, al Pueblo del Sol se le había dicho que aquel año la cantidad debía doblarse. Aquello suponía un esfuerzo para el clan, pero todos cooperaban y estaban seguros de poder alcanzar la cuota.

Mientras Hoshi’tiwa hilaba su algodón, no sabía que, en el otro extremo del mundo, un pueblo de extraña raza había llamado a este mismo ciclo del sol el Año de Nuestro Señor de 1150. No sabía que aquellas gentes viajaban montadas a lomos de animales, algo que su propio pueblo no hacía, ni que empleaban una herramienta llamada rueda para transportar cosas. Hoshi’tiwa no sabía nada de catedrales y pólvora, de café ni relojes, y no podía imaginar que aquella gente llevara su rareza al extremo de dar nombres a sus cañones, ríos y montañas.

El poblado de Hoshi’tiwa no tenía nombre. Ni lo tenían el cercano río o las montañas que se alzaban sobre sus cabezas. Muchos años después, en el futuro, otra raza vendría a ese lugar y daría nombres a todo cuanto vieran y recorrieran. A trescientos veinte kilómetros al sudeste de donde ahora sentía Hoshi’tiwa el calor del sol en los brazos, surgiría una ciudad a la que llamarían Albuquerque. Y los trescientos mil kilómetros cuadrados de tierra circundante se conocerían con el nombre de Nuevo México. La muchacha no podía saber que durante siglos a partir de entonces los extranjeros recorrerían las tierras situadas al norte de su asentamiento y les darían el nombre de Colorado.

Solo había un lugar que Hoshi’tiwa conociera por un nombre: el Lugar del Centro, llamado así porque era el centro del comercio y de comunicación para su pueblo, además de un importante centro religioso. Aun así, siglos más adelante el nombre de Lugar del Centro sería reemplazado por el de Chaco Canyon, y unos hombres y mujeres llamados antropólogos visitarían sus ruinas y especularían, discutirían, debatirían y teorizarían acerca de lo que llamaban el Abandono. Aquellas personas de un futuro lejano se preguntarían por qué Hoshi’tiwa y su gente, a la que los antropólogos llamarían incorrectamente «anasazi», se habían desvanecido de súbito, sin dejar ningún rastro.

Hoshi’tiwa ignoraba el hecho de que algún día sería parte de un antiguo misterio. De haberlo sabido, hubiera dicho que no había nada misterioso en su vida. Su clan había vivido durante generaciones al pie de aquella escarpadura, en el recodo de un riachuelo, y a lo largo de todos aquellos siglos casi nada había cambiado. Si acaso, sus casas eran ahora mayores, un poco más complejas, y su cerámica había evolucionado hacia diseños más ingeniosos. Aparte de eso, cada generación era como la que la había precedido.

Hoshi’tiwa era la hija de un sencillo artesano, una muchacha que se sentía agradecida por lo poco que tenía a su alcance, pero que vivía segura con la convicción de que su mañana sería igual que el ayer.

El mensajero dio un traspié y cayó al suelo: sintió un agudo dolor en la rodilla derecha. Mientras luchaba por incorporarse, notó en las piedras que pavimentaban la amplia carretera las vibraciones atronadoras de los pasos de un ejército enemigo en pleno avance. Tragó saliva aterrorizado.

Se acercaban los caníbales.

Hoshi’tiwa miró al apuesto Ahoté, que se hallaba ante el Muro de la Memoria, con su vigoroso cuerpo resplandeciente bajo el sol pues solo lo cubría con un taparrabos. Bajo la tutela de su padre, el joven Ahoté estaba recitando la historia del clan, empleando como guía los pictogramas pintados en el muro. Cada símbolo representaba un hecho importante del pasado del clan. El padre de Ahoté le señalaba ahora la figura conocida como Kokopilau, el Flautista, con la espalda encorvada por el peso de su gran saco repleto de regalos y bendiciones. Los kokopilau eran una hermandad secreta de hombres conocidos por su carácter caprichoso y sus buenas acciones. Nadie conocía el origen de la hermandad, ni a qué se habían juramentado sus miembros ni a qué dioses servían, pero los kokopilau recorrían el campo y eran bien recibidos en todos los hogares. Una visita de un kokopilau era siempre un tiempo para celebrar, porque traía buena suerte y creciente fertilidad. La ocasión conmemorada en el Muro de la Memoria celebraba la vez en que un kokopilau había permanecido siete días con el clan, en una visita que había dado lugar a un aumento de la cosecha de maíz y de los embarazos entre las esposas.

Había muchos otros símbolos en el Muro de la Memoria —espirales, animales, personas, rayos…—, demasiados para que el clan los recordara: esta era la tarea de un hombre del clan, El Que Une a la Gente. No tenía más trabajo que este: ni siquiera se le pedía que ayudara en las tareas de la cosecha, cuando colaboraban todos los miembros del clan, incluidos los niños, porque El Que Une a la Gente tenía que visitar el muro todos los días y recitar para sí mismo la larga historia que se recordaba en él.

El corazón de Hoshi’tiwa rebosaba de esperanza y amor. La vida era buena. Por todas partes despuntaban flores. Las aguas del riachuelo eran frescas y estaban llenas de peces. El clan era saludable y próspero. Y, a sus dieciocho años, Hoshi’tiwa veía ya próximo el día de su boda.

Era consciente de que debía sentirse afortunada por poder casarse con un muchacho de su propio clan. Eso significaba que no tendría que trasladarse a otra aldea y vivir separada de su familia. Las reglas del compromiso matrimonial eran complejas y los tabúes se observaban estrictamente. Solo por una circunstancia accidental de su linaje a Ahoté, al que Hoshi’tiwa amaba desde que eran niños, se le permitía casarse dentro del clan y no estar obligado a buscar esposa entre las jóvenes de los asentamientos distantes.

Antes del compromiso, los linajes eran investigados imp

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