Correr hacia un sueño

Giuseppe Catozzella

Fragmento

cap-1

1

La mañana en que Alí y yo nos convertimos en hermanos, hacía un calor infernal y nos habíamos resguardado bajo la estrecha sombra de una acacia.

Era viernes, el día de la fiesta.

La carrera había sido larga y agotadora, los dos estábamos empapados en sudor: desde Bondere, donde vivíamos, llegamos hasta el estadio Cons sin parar. Siete kilómetros pasando por todas las callejuelas que Alí conocía como la palma de su mano y bajo un sol tan abrasador que derretía las piedras.

Entre los dos teníamos dieciséis años, ocho cada uno. Habíamos nacido con tres días de diferencia. Solo podíamos ser hermanos, Alí tenía razón, pese a que éramos hijos de dos familias que no tendrían que haberse dirigido la palabra siquiera aunque vivían en la misma casa; dos familias que siempre lo habían compartido todo.

Nos encontrábamos bajo aquella acacia recuperando un poco el aliento y tomando el fresco, manchados hasta las cejas del polvo blanco y fino que se levanta de las calles al menor soplo de viento, cuando de buenas a primeras Alí salió con esa historia de la abaayo.

—¿Quieres ser mi abaayo? —me preguntó con la respiración aún entrecortada, las manos en las caderas huesudas y los pantalones cortos ceñidos que antes de llegarle a él habían sido de todos sus hermanos. «¿Quieres ser mi hermana?» Conoces a alguien de toda la vida y siempre hay un momento exacto a partir del cual, si para ti es una persona importante, será tu hermana o tu hermano.

Unidos de por vida por una palabra.

Lo miré con hostilidad, sin mostrarle lo que pensaba realmente.

—Solo si consigues alcanzarme —le dije de repente, antes de salir corriendo de nuevo, en dirección hacia nuestra casa.

Alí debió de poner todo su empeño, porque después de pocos pasos logró cogerme por la camiseta y hacerme tropezar. Acabamos en el suelo; él encima de mí, en el polvo que se pegaba por todas partes, al sudor de la piel y a la ropa ligera.

Era casi mediodía y no había nadie en la calle. No traté de soltarme, no opuse resistencia. Era un juego.

—¿Y bien? —me preguntó echándome su aliento cálido sobre la cara y poniéndose repentinamente serio.

Yo ni siquiera lo miré; parpadeé disgustada.

—Si quieres ser mi hermano, tienes que darme un beso. Estas son las reglas.

Alí se estiró como una luciérnaga y me plantó un beso salivoso en la mejilla.

Abaayo —dijo él. Hermana.

Aboowe —respondí yo. Hermano.

Nos levantamos y nos fuimos.

Éramos libres, otra vez libres para correr.

Al menos hasta casa.

Nuestra casa ni siquiera era una casa en el sentido normal de la palabra como pueden ser las buenas casas, las que tienen todas las comodidades. Era pequeña, pequeñísima. Y en ella vivíamos dos familias, la nuestra y la de Alí, compartiendo el mismo patio cercado por un murete de arcilla. Nuestras viviendas estaban frente a frente, a ambos extremos del patio.

Nosotros vivíamos a la derecha y teníamos dos habitaciones, una para mis seis hermanos y para mí, y otra para mi madre y mi padre. Las paredes eran de una mezcla de barro y ramas secas, que al sol se volvía durísima. Pero en medio de nuestras dos habitaciones, como para separarnos de nuestros padres, se encontraba la estancia de los dueños de la casa, la familia de Omar Sheikh, un hombretón gordo con una mujer todavía más gorda que él. Ellos no habían tenido hijos. Vivían cerca de la costa, pero de vez en cuando venían a pasar la noche, y entonces todo se volvía mucho menos alegre. «Guardaos los chistes y las bromas para pasado mañana», decía Said, mi hermano mayor, cada vez que los veía llegar, refiriéndose a cuando se fueran.

Alí, en cambio, ocupaba una sola habitación con su padre y sus tres hermanos, pegada al muro de la izquierda.

El lugar más bonito de la casa era el patio, un patio grande, pero grande de verdad, con un eucalipto enorme y solitario al fondo. El patio era tan grande que todos nuestros amigos querían venir a jugar con nosotros. Como suelo, en todos los rincones de la casa, había la típica tierra blanca que en Mogadiscio se cuela por todas partes. En la habitación, por ejemplo, habíamos extendido esterillas de paja debajo de los colchones, pero no servían de mucho: cada dos semanas Said junto con Abdi, mi otro hermano mayor, tenían que salir y sacudirlos con todas sus fuerzas para tratar de eliminar los restos de polvo.

Aquella casa la había construido el propio gordinflón Omar Sheikh muchos años atrás. Quiso que se alzara justo alrededor de aquel majestuoso eucalipto. Lo había visto a diario desde niño y se había quedado prendado de él, según nos había contado infinidad de veces con su vocecita ridícula y quebrada. En aquel entonces el eucalipto ya era grande y fuerte, y él se dijo: «Quiero que mi casa esté aquí». Después, bajo la dominación del dictador, comenzaron los problemas con los negocios y parecía que iba a llegar la guerra; entonces pensó en trasladarse a un lugar más tranquilo y alquiló las tres habitaciones a nuestras dos familias, la mía y la de Alí.

Al fondo del patio estaba la caseta del baño comunitario; un cuadrado minúsculo entre tupidas cañas de bambú con un agujero nauseabundo en el centro donde hacíamos nuestras necesidades.

Poco antes del retrete, a la izquierda, estaba el cuarto de Alí. A la derecha, enfrente, el nuestro: cuatro por cuatro metros y siete colchones en el suelo.

En el centro dormían los chicos y, junto a las paredes, las chicas. Ubah y Hamdi a la izquierda, y Hodan, mi hermana preferida, y yo, pegadas a la de la derecha. En el centro, como un inagotable hogar que nos protegía, dominaba una ferus, la lámpara de petróleo sin la que Hodan jamás habría podido leer ni escribir sus canciones hasta tarde, y Shafici, el chico menor, no habría podido exhibirse en sus espectáculos de sombras en la pared que nos hacían morir de risa por lo insulsos que eran y lo mal que le salían. «Haces grandes espectáculos de sombras con mucha imaginación», le decía Said.

En fin que, antes de dormir, todas las noches, los siete metidos en ese cuartito, nos lo pasábamos bomba tratando de que no nos oyeran nuestros padres ni Yasin, el padre de Alí, que dormía enfrente con él y sus tres hermanos. A pocos pasos de mí. Nacidos con tres días de diferencia y separados por pocos, poquísimos metros.

Desde que vinimos al mundo, Alí y yo hemos compartido la comida y el baño todos los días. Y, naturalmente, los sueños y las esperanzas, que nacen junto con el comer y la caca, como dice siempre aabe, mi padre.

Nunca nos ha separado nada. Para mí Alí ha sido siempre como una segunda Hodan, y Hodan un apuesto Alí. Siempre hemos sido tres, solo los tres, nuestro mundo era perfecto, nada podía dividirnos. Pese a que él es un darod y yo una abgal, los clanes en guerra desde ocho semanas antes de que naciéramos, en marzo de 1991.

Como fuimos los últimos en nacer, nuestras madres nos alimentaron mientras los clanes alimentaban la guerra, que es nuestra hermana mayor, como nos han dicho siempre nuestros padres. Una hermana mala, pero de todos modos alguien que nos conoce perfectamente, que sabe muy bien lo fácil que es alegrarte o entristecerte.

Vivir en la

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