Todo un verano sin Facebook

Romain Puértolas

Fragmento

cap-1

Sobre la utilidad de un club de lectura en una pequeña comisaría en lo más profundo de América

En lo más profundo de un claro de un bosque en lo más profundo de América, al final de una sinuosa carretera que serpentea kilómetros y kilómetros a lo largo de las Rocosas, se halla, tallado en lo que un día fue el tronco de un abeto milenario, un pequeño letrero rectangular de sesenta por cuarenta centímetros.

Escondido detrás, por el juego de los ángulos y la perspectiva, hay un pueblo de ciento cincuenta almas, invisible desde el cielo y apartado del mundo, que contiene la respiración. Está en un callejón sin salida, solo se llega allí con intención o, con más frecuencia, si te has perdido. El alcalde, reticente a toda clase de turismo, ha hecho construir ciento noventa y ocho rotondas con el fin de permitir a los desdichados que se hayan confundido de camino que puedan dar la vuelta en cualquier momento. Pero, cuando se piensa demasiado en los forasteros, uno termina por olvidarse de sus propios electores. Un reciente estudio local puso de manifiesto que atravesar el pueblo de un extremo al otro tendría, sobre una persona de constitución normal, el efecto mareante equivalente a beberse dos botellas y media de champán francés, y que la mitad de la población sufriría tortícolis crónica.

Cuentan que fue Remington Brown quien, mientras buscaba la pelota que había perdido jugando al golf, descubrió ese remanso de paz. Corría el año 1863 y el buen hombre llevaba dos días caminando por el duro desierto de Sonora y tres navegando en piragua por el río Grande. Ya sea por tenacidad o por avaricia, quién sabe, todos los especialistas deportivos coinciden en decir que tenía un buen swing.

Con el fin de ahorrarse el camino de vuelta, decidió instalarse en el sitio exacto donde encontró su pequeña pelota de caucho natural confeccionada con hojas de hevea, es decir, justo en la boca de un cocodrilo, cuya piel acabó convertida en unas bonitas botas que todavía se conservan en el museo local. La leyenda no dice qué hacía el valiente Remington Brown jugando al golf en plena guerra de Secesión, más de cinco siglos después de que ese deporte fuera inventado en los Países Bajos pero veintitrés años antes de que fuera introducido en Estados Unidos, ni lo que se le había perdido en pleno Colorado a ese gigantesco reptil, cuya dimensión variaba en función del narrador. Pero lo cierto es que el aventurero dio a ese pedazo de tierra arrinconado entre un lago, un bosque y una montaña el nombre de «Nueva York» en homenaje a su ciudad natal. Hubiera sido más práctico, y sobre todo menos ambiguo, si la hubiera bautizado como «la Nueva Nueva York», para diferenciarla de la que los colonos ingleses ya habían llamado así en recuerdo a su York original (la del jamón). Pero ¿cómo esperar ni una pizca de lógica de un hombre que había recorrido a pie cientos de kilómetros buscando una pequeña pelota de golf?

Fuera como fuese, a partir de ese día hubo dos Nueva York. Una famosa; la otra, menos. Mucho menos. Salvo para la gente de allí. Los ancianos piensan que la canción homónima inmortalizada por Liza Minnelli y Frank Sinatra había sido escrita para esta Nueva York, la suya: Nueva York, Colorado.

 

La melancolía de este pequeño pueblo

se está desvaneciendo.

Voy a tener un flamante nuevo comienzo

en la vieja Nueva York.

 

Si puedo conseguirlo allí,

lo conseguiré en todas partes.

Está en tus manos,

Nueva York, Nueva York…

Estaban tan convencidos que se convirtió en el himno del pueblo.

Lo cierto es que esta canción fue escrita para mí: Aga­tha Crispies, inspectora de policía de piel negra (incluso en invierno), trasladada, por razones que obviaré en este primer capítulo para ahorrarles un prejuicio (en este caso exacto) sobre mi persona, desde mi Nueva York natal (la de los traficantes de cocaína) a esta Nueva York de postal (la de los traficantes de aspirinas), donde tuve que empezar de nuevo. Como canta Sinatra, «si puedo conseguirlo allí, ¡lo conseguiré en todas paaaaaaartes!». Porque la vida aquí es vomitiva, y no lo digo por las toneladas de donuts de chocolate que engullo a lo largo del día, por suerte tengo un tránsito de lujo (pregunten a Rosita, la mexicana encargada de los cuartos de baño), sino porque procedo de una de las brigadas criminales más prestigiosas y desbordadas de Estados Unidos.

En Nueva York, Colorado, solo la leche desborda.

La comisaría en la que ahora trabajo, la más pequeña del mundo, situada en un pueblo en el que nunca pasa nada, cuenta con una tasa de casos resueltos del cien por cien, puesto que nunca hay nada que resolver. Un problema menos para el superintendente Goodwin, quien para remediar el exceso de tiempo libre de sus efectivos terminó autorizando las actividades extraprofesionales durante las horas de servicio. Un aburrimiento que ni siquiera podemos compartir con los demás: no hay Facebook. De hecho, no hay internet. Cero cobertura, como si los ingenieros hubieran olvidado esta parte del globo o como si no la hubieran descubierto todavía. Como si Bill Gates, Steve Jobs o Mark Zuckerberg[1] aún no hubieran nacido o siguieran experimentando en sus garajes.

Así que engañamos a la melancolía como podemos. Cada uno a su manera.

Al jefe le da por pescar. Su productividad laboral se contabiliza ahora en truchas arcoíris, Salvelinus confluentus de cabezas planas y otros Prosopium williamsoni.[2] Dudo que las estadísticas lleguen a sus superiores federales.

Para los demás están el taller de punto de las recepcionistas (compuesto exclusivamente por agentes mujeres y por Kevin), el taller de sudoku del personal administrativo, los concursos de testosterona de los grupos de operaciones (dardos, cervezas y eructos) y, por fin, el extraordinario, maravilloso e imprescindible club de lectura del que soy presidenta y que acoge a todos los que no saben hacer punto, ni rellenar sudokus, ni lanzar dardos, beber cerveza o eructar, es decir: a nadie. La comunidad Facebook cuenta con alrededor de dos mil millones de miembros. A título comparativo, el club de lectura de la comisaría de Nueva York, Colorado, cuenta con 1.999.999.999… (menos).

Sin embargo, mi club es de vital importancia en la comisaría. Se pueden esclarecer grandes crímenes gracias a la literatura. Mi padre estaba convencido de ello. Porque la literatura es la vida y los crímenes forman parte de ella. Una pena que en Nueva York, Colorado, el único crimen cometido en veinte años fuera saltarse un semáforo en rojo: el semáforo, el único del pueblo (el resto de los cruces tienen rotondas). Y, aun así, solo se trataba de un hombre bienintencionado que llevaba al hospital a su embarazadísima mujer que acababa de romper aguas. Volvió a cometer la misma infracción cuando nacieron Stan, Peter y, más tarde, Lisa. En resumen, cada vez que Sylvie está a punto de parir, Seth Harrison se transforma en ese furioso criminal reincidente que se salta el semáforo.

Y así hubiera continuado la vida su curso, plácido y deprimente, en Nueva York, Colorado, si u

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