Hija del camino

Lucía Asué Mbomío Rubio

Fragmento

Ojalá todo hubiera sido un mal sueño

Ojalá todo hubiera sido un mal sueño

Sandra se despierta alterada, boqueando como un pez al que lanzan sobre la cubierta de un barco. Aunque no lo recuerda, sabe que ha tenido un mal sueño porque aún tiene la sensación de angustia que le ha hecho despegar los párpados de repente... Lo primero que ve, justo enfrente de ella, es ese monstruo de dientes pequeños que le muestra sus fauces: su maleta. Todavía no la ha deshecho del todo, y eso que ya lleva varios meses en la ciudad. No se trata de pereza sino de tenerla dispuesta para partir de nuevo. A otra casa, a otra ciudad, a otro país.

Sobrecogida por la pesadilla, de manera casi instintiva se acaricia la pulsera de plástico naranja que le regaló su tía Celia cuando se despidió de ella en Malabo. Por alguna razón, siente que la tranquiliza, por eso la llama «la pulsera de la paz» y, pese a no ser bonita, nunca se la quita. Es como llevar a su tía con ella, siempre. Sin moverse de la cama, se queda ensimismada recordando que cuando su padre tenía una pesadilla se lo comunicaba a toda la familia porque para él era sinónimo de un mal presagio. Rara vez se equivocaba. A los pocos días, incluso pasadas unas horas, sonaba el teléfono. Antonio respondía en fang, su lengua materna, y gritaba con un dolor que le nacía de algo más profundo que las entrañas como respuesta a la noticia que acababan de darle desde Guinea Ecuatorial. Al rato, apesadumbrado y resignado por haber vivido tantas muertes desde la distancia, les contaba que alguien de la familia guineana había fallecido.

Su madre, su hermana y ella sabían que debían manifestar no solo su consuelo sino también su tristeza, aunque no conocieran a la persona cuya pérdida lamentaban. Entonces Antonio, que adivinaba la curiosidad en sus rostros serios y perplejos, iba a la estantería a coger el álbum de fotos en el que aparecía el difunto en cuestión. Después, en mitad de un ritual que se había repetido demasiadas veces, ellas observaban la imagen inanimada mientras su padre, que tenía una memoria prodigiosa, les hablaba con voz ahogada del pariente que había desaparecido, por si eso servía para alargarle la vida.

Ahora que Sandra está a muchos kilómetros de Alcorcón, y aún con algo de desazón por la pesadilla, retoza perezosa, con las piernas flexionadas, convirtiendo su lecho en una especie de tienda de campaña. Observa la ropa de cama de franela que le compró su madre «para que no pasara frío» y la acaricia con sus dedos largos y finos, peinándola y despeinándola. Su piel oscura contrasta con las sábanas blancas salpicadas de diminutas flores de un tono rosa cálido.

Respira con calma y mira la hora en su reloj de muñeca. Aún son las nueve. Nunca se ha despertado tan temprano un sábado tras ir de fiesta. Sin embargo, en Londres todo es distinto, ya que se sale pronto, se cena pronto, se vive pronto. Seguramente, la culpa de eso la tenga la falta de luz. La persistente neblina provoca que los ingleses no tengan persianas y dejen las cortinas abiertas ventilando la intimidad de sus casas. Desde que vive aquí, Sandra se entretiene en los trayectos observando las ventanas desnudas desde el autobús. Se traslada a sus cenas y se imagina cómo son sus conversaciones, felices o airadas, y las compara con las que tendrían lugar en su salón familiar de seguir en España: vacuas y animadas por su hermana o por ella. Entre sus padres, las rencillas enquistadas han provocado que casi ni se hablen en los últimos años.

Lejos de los suyos por decisión propia, continúa respirando sin prisa y pensando que la noche cae rápido en una ciudad que casi siempre es gris, oscura y lluviosa. Salvo en las dos semanas que le pareció que duraba el verano. Puede que esa sea la razón de que los habitantes de la ciudad la iluminen de una forma tan exagerada, con enormes neones para anunciar los musicales e indiscretos escaparates que atraen a la gente como si fueran polillas. El mundo entero tiene miles de embajadores en la capital inglesa, que han llegado interesados por el trabajo, por la posibilidad de aprender o mejorar el idioma y por su modernidad y diversidad. Sandra también se mudó a Londres por eso; fue en agosto, hace ya casi cinco meses.

La noche anterior decidió explorar el ocio nocturno de la ciudad. Visitó el típico pub al que van los estudiantes de inglés con Tony, su compañero de trabajo en la zapatería. Él es mucho más joven que Sandra, pero siempre consigue sacarle una sonrisa, ya sea en horario laboral o fuera de él. Sandra le considera algo así como su tabla de salvación para no pasar tanto tiempo sola. Fue Tony quien escogió el local. Su idea era practicar con las Erasmus las cuatro frases que Sandra le ha enseñado en castellano. Y ligar. Siempre quiere ligar.

Para la ocasión, Sandra se vistió de feliz, de joven, de abierta. Su abrigo cubría el mono negro y dorado que se había comprado en su tienda favorita, y estrenó unas botas con lentejuelas que le hacían daño. Tardó mucho en decidir qué se ponía. Miró y remiró en su perchero, cogiendo y lanzando con desprecio sobre la cama cada uno de sus «disfraces». Así llamaba a las prendas de su etapa anterior, el año que residió en Guinea Ecuatorial: trajes de chaqueta sobrios, tacones y bolsos con los que jamás se sintió cómoda, pero que estaba obligada a llevar por una cuestión de respetabilidad, de que la tomaran en serio, como si una camisa la convirtiera en alguien diferente. Sandra nunca había vestido así. Le gustaban los turbantes, la ropa deportiva, los colores, los pantalones anchos, los escotes, las faldas vaporosas y los vestidos largos, nada apropiados para el contexto en el que se había movido antes de ir a parar a Londres. En el año que pasó en Malabo, la capital de Guinea, había optado por adaptarse y transformarse en otra persona, al menos por fuera. Y ahora, de vuelta a Europa, ya ni sabe quién es. Tampoco por dentro. Echó un vistazo a su colcha y se rio de forma queda, las prendas que había ido tirando encima formaron una pequeña montaña de recuerdos desordenados y corpóreos que ya no tenían nada ver con ella. Caían ahí y sentía que se desprendía de una parte de su ser con la que jamás comulgó.

Antes de abandonar su cuarto se miró al espejo, de cerca, con los brazos pegados al tronco y las manos a la altura de los muslos. Vio a una chica que no le gustaba: bajita, demacrada debido a las tres o cuatro malarias que había contraído en África ese mismo año, con el cabello afro más largo de un lado que de otro y con un flequillo ralo que no solo no disimulaba su frente curvada sino que le daba un aspecto desfasado, de heavy de la década de los noventa.

q

Ese desaguisado capilar era el resultado de entrar en la primera peluquería que vio regentada por una mujer negra en Londres. Cuando cayó en la cuenta de que debería haber buscado otras opciones en la red ya era tarde. Tras vivir cerca de un año en Guinea Ecuatorial, donde solo era posible disfrutar de un internet lento y escandaloso yendo al locutorio, se habí

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos