El último refugio

Tracy Chevalier

Fragmento

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No podía volver. Cuando Honor Bright anunció de repente a su familia que acompañaría a su hermana Grace a América, cuando se puso a revisar sus enseres y a guardar únicamente lo imprescindible, cuando regaló todas sus colchas, se despidió de sus tíos y de sus tías, repartió besos entre sus primos, sobrinos y sobrinas, entró en la diligencia que se las llevaría de Bridport y subió del brazo con Grace por la rampa del barco en Bristol, tenía una idea fija: Siempre puedo volver. Sin embargo, bajo esas mudas palabras acechaba la sospecha de que en el momento en que sus pies abandonaran suelo inglés, su vida cambiaría para siempre.

Al menos la posibilidad de regresar aligeró su vida cotidiana durante las semanas anteriores a su marcha, como la pizca de azúcar que se añade a escondidas a una salsa para moderar la acidez. Le permitió mantener la calma y no llorar como su amiga Biddy cuando Honor le regaló la colcha que acababa de terminar, de retazos en forma de rombos marrones, amarillos y crema que formaban una estrella de Belén de ocho puntas, con arpas y el ribete de plumas por el que se la conocía. La comunidad le había regalado una colcha firmada —cada cuadrado estaba hecho y firmado por un amigo o familiar—, y no le quedaba sitio para las dos en el baúl. La colcha firmada no estaba tan bien acabada como la suya, pero por supuesto tenía que llevársela. «Es mejor que te la quedes tú, para que me recuerdes —insistió cuando su llorosa amiga intentó devolverle la colcha con la estrella de Belén—. Ya haré otras en Ohio.»

Dejando a un lado los pensamientos sobre el viaje en sí mismo, Honor trató de centrarse en su final, en la casa de tablones que su futuro cuñado le había descrito a Grace en sus cartas desde Ohio. «Es una casa sólida, aunque no de piedra como tú estás acostumbrada —decía en ellas Adam Cox—. La mayoría de las casas aquí son de madera. Solo cuando una familia está establecida y casi segura de que no volverá a mudarse construye una casa de ladrillo. Está situada al final de Main Street, en la linde del pueblo. Faithwell es aún pequeño, con quince familias de amigos, pero crecerá, si Dios quiere. La tienda de mi hermano está en Oberlin, un pueblo más grande a tres millas de aquí. Ambos esperamos trasladarla cuando Faithwell haya crecido lo suficiente para albergar una pañería. Aquí lo llaman “tienda de confecciones”. Hay muchas palabras nuevas que aprender en América.»

Honor no se imaginaba viviendo en una casa de madera, que se quema rápidamente, se comba con facilidad, cruje y no da la sensación de durabilidad del ladrillo o la piedra.

Aunque trataba de limitar sus preocupaciones a la idea de vivir en una casa de madera, no podía evitar que sus pensamientos volaran hacia la travesía en el Adventurer, el barco en el que cruzarían el Atlántico. Estaba acostumbrada a los barcos, como cualquier residente de Bridport. A veces acompañaba a su padre al puerto cuando llegaba un cargamento de cáñamo. Incluso había subido a bordo de un barco y había visto a los marineros arriando velas, enrollando cabos y fregando cubiertas, pero nunca había navegado. En una ocasión, cuando tenía diez años, su padre llevó a todos los hermanos a pasar el día en la cercana población de Eype, y se montaron en una barca de remos. A Grace le encantó estar en el agua y no paró de chillar, reírse y fingir que se caía por la borda. Pero Honor se aferró al costado del bote, tratando de no parecer asustada por el balanceo ni la curiosa y desagradable sensación de no poder mantener el equilibrio. No le quitó ojo a su madre, que paseaba inquieta por la playa con su vestido oscuro y la capota blanca, esperando a que sus hijos regresaran sanos y salvos. Evitó volver a subirse a un bote.

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Honor había oído hablar de las malas travesías pero esperaba soportar la suya como cualquier otra adversidad, con paciencia y firmeza. Sin embargo, no estaba hecha para la mar, y quizá debería haberse dado cuenta tras su experiencia con el agua en el bote de remos. Después de zarpar de Bristol se quedó en cubierta con Grace y otros pasajeros, contemplando la costa de Somerset y el norte de Devon que se desplegaba ante ellos. Para los demás pasajeros la inestabilidad era una novedad divertida, pero ella se sentía cada vez más indispuesta y respondía a los bamboleos del barco con la frente arrugada, los hombros rígidos y una pesadez de estómago como si se hubiera tragado un pedazo de hierro. Se contuvo cuanto pudo, pero cuando el Adventurer pasaba a la altura de la isla de Lundy, su estómago al fin cedió y vomitó convulsamente en la cubierta. Un marinero se echó a reír. «¡Devolviendo y apenas hemos salido del canal de Bristol! Espere a que lleguemos a mar abierto. ¡Entonces se enterará de lo que es vomitar!», dijo en tono fanfarrón.

Honor vomitaba encima de Grace, en las mantas, en el suelo de su minúsculo camarote, en una palangana esmaltada. Devolvía aunque no le quedaba nada dentro; como un mago, su cuerpo sacaba algo de la nada, y después de cada acceso se sentía igual de mal. Cuando llegaron al Atlántico y el barco empezó con el continuo subir y bajar por el oleaje, siguió vomitando. Grace también se puso enferma, como muchos otros pasajeros, durante unos días, hasta que se acostumbraron al nuevo ritmo del barco. Honor no logró habituarse; las náuseas no la abandonaron durante el mes que duró la travesía.

Si Grace no estaba mareada, cuidaba de Honor; enjuagaba las sábanas, vaciaba la palangana, le llevaba caldo y galletas, le leía la Biblia o los pocos libros que se habían llevado: Mansfield Park, La vieja tienda de curiosidades, Martin Chuzzlewit… Para distraerla le hablaba de América, tratando de que pensara en lo que tenían por delante en lugar de la lobreguez del momento presente. «¿Qué preferirías ver, un oso o un lobo? —le preguntaba, y ella misma contestaba a su pregunta—: Yo creo que un oso, porque los lobos son como perros grandotes, pero un oso solo se parece a un oso. Y en qué preferirías viajar, ¿en barco de vapor o en tren?»

Ante la sola idea de otro barco, Honor soltaba un gemido. «Sí, en tren —concedía Grace—. Ojalá hubiera tren desde Nueva York hasta Ohio. Algún día lo habrá. Pero fíjate, Honor: ¡dentro de poco estaremos en Nueva York!»

Honor hacía una mueca, pensando que ojalá también ella pudiera ver esa mudanza como Grace, como una gran aventura. Su hermana siempre había sido la más inquieta de los hermanos Bright, la que siempre estaba dispuesta a acompañar a su padre en sus viajes a Bristol, Portsmouth o Londres. Incluso había accedido a casarse con un hombre mayor y más aburrido por la perspectiva que suponía de una vida lejos de Bridport. Grace conocía a la familia Cox, de cinco hermanos, desde que se marcharon de Exeter hacía varios años para abrir una pañería, pero solo empezó a mostrar interés por Adam cuando él decidió emigrar a Ohio. Matthew, uno de los hermanos, ya estaba allí, si bien había caído enfermo y

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