El hotel de los corazones rotos

Deborah Moggach

Fragmento

1

Buffy

Todo afloró de repente en avalancha. Buffy dejó la carta en la mesa y se desplomó en la silla, abatido. La risa de Bridie, su tos ronca de fumadora. Se la imaginó trajinando a su lado con su quimono sucio de matrona. Recordó los tobillos con las venas marcadas enfundados en las pantuflas; la apreciada e imponente mole de su cuerpo mientras freía beicon. Percibió el pasado en los orificios nasales: olió el linóleo y los gatos, los contaminantes humos de la vieja Honda Ascot que subían hasta la bañera. Era la época dorada del edredón, de los escapes de la estufa de gas, de los calcetines puestos a secar en el parachispas de la chimenea.

Bridie regentaba una peculiar casa de huéspedes para actores en Edgbaston. Buffy se había alojado allí varias veces, más o menos cada par de años, alternando el papel de ágil Hotspur con el de corpulento Falstaff en Enrique IV, cuando trabajaba para la compañía de teatro de Birmingham. Sin embargo, el paso del tiempo no hacía mella en Bridie. Como muchas personas entradas en carnes, siempre estaba igual, aunque pasaran los años. Se le notaban las raíces canosas en el pelo teñido de henna, le habían puesto dos rodillas nuevas, pero seguía pareciéndose a la chica que Buffy había conocido cuando le sentaban bien los leotardos de donjuán.

Una vez, borracho, le había pedido que se casara con él.

—Guapo, no solo ya estás casado, sino que mi familia es esto. Pero de todas formas, muchas gracias. —Bridie se sirvió más whisky en la taza de desayuno—. Los inquilinos dan mucho menos trabajo que los hijos, aunque sean actores, y además, me pagan.

—Bueno, pero casarse tiene muchas cosas buenas. La paz que se respira en el lecho matrimonial, bla, bla, bla, después del frenesí del sofá…

—¡Anda ya! No me hables de paz. Nos pondríamos a discutir por culpa del desagüe del lavabo.

—Ay, pues ahora que lo dices, no le iría mal que lo desatascaras…

—Cállate, capullo.

Por supuesto, Bridie tenía razón. Ya estaban bien como estaban. ¿Quién sabía a qué se dedicaba la casera cuando él se iba? Se acordó del estuche de piel de cocodrilo en el que guardaba el diafragma, regalo de un admirador. Era una mujer de sangre caliente a quien le encantaba complacer por naturaleza, y si a nadie le amarga un dulce, a los actores de gira, aún menos. Al fin y al cabo, después de ver un tejón disecado en el museo del pueblo, ¿qué más podían hacer?

Y ahora Bridie estaba muerta. Le entraron ganas de llorar. Buffy era actor, podía llorar si lo marcaba el guión. Y desde luego que había tenido motivos más que suficientes para llorar en su vida. Pero el dolor es más punzante cuando se mezcla con emociones encontradas: recriminación, culpa, resentimiento. Bridie era una de las pocas mujeres que no le provocaban remordimientos. De hecho, en realidad casi habían perdido el contacto desde que ella se había mudado a Gales. Que Bridie se hubiera acordado de él (de ahí la carta del abogado ese de Builth Wells, algo debía de haberle dejado en el testamento) fue lo que provocó el primer y único latigazo de culpabilidad que sintió Buffy hacia ella. También sintió gratitud. Como Buffy ya tenía una edad, había perdido muchos amigos y una ex mujer. Esas pérdidas le habían demostrado, por si necesitaba pruebas, que morir era algo que se hacía sin pensar en los demás. Parecía que lo último que preocupara a los muertos fueran las personas que habían dejado atrás. Por eso los vivos recibían con los brazos abiertos cualquier tipo de herencia, aunque fuera algo simbólico. Incluso algo espantoso, como una jarra de cerveza hortera.

Buffy se puso de pie y entró en la cocina con sigilo. Por descuido, había dejado abierta la ventana y todo se había llenado de polvo de escayola. Dos años antes, algún oligarca ruso había comprado la casa de al lado. Llevaba cubierta de plásticos desde entonces; detrás de los plásticos, el edificio temblaba y retumbaba mientras le excavaban las entrañas para montar un gimnasio, una piscina y una sala de proyección, en la que el magnate vería sus películas porno.

Sucedía lo mismo en todo el barrio. Blomfield Mansions era el nombre del bloque de pisos en el que vivía Buffy, en Edgware Road. Detrás tenía los canales de Little Venice; delante, St. John’s Wood. Ambas zonas albergaban a los megarricos y eternos ausentes. Se iban de crucero en yate, o a perforar el Ártico, o a lo que fuera que se dedicasen, y dejaban que sus vecinos sufrieran las consecuencias de las reformas integrales a las que sometían sus inversiones de propiedad. Buffy sacó a pasear al perro por una torre de Babel de voces de Europa del Este, dejó atrás martillazos y taladradoras y hormigoneras aparcadas en doble fila, y vio varias señales que le recordaban: «Obligatorio llevar casco». El barrio de siempre se había esfumado e incluso el de la tienda de licores de toda la vida, que todavía aguantaba relativamente ileso, servía ahora esa comida tailandesa de las narices, que preparaban en una nave industrial del polígono de Park Royal y que se hervía en una bolsa. De los grasientos platos tradicionales como el huevo a la escocesa no quedaba ni rastro. Algunos, por supuesto, dirían que ya era hora de que dejara de oler a fritanga.

Buffy abrió un paquete de galletas. Su hija Nyange iba a tomar el té. Seguro que llegaba tarde. Lo había heredado de su madre, una bailarina de Ghana con la que Buffy había tenido una aventura cuando todavía entraba (y salía) de la talla 44 de pantalones. En cuanto apareciera por la puerta, una vez que Buffy se hubiera dado por vencido, Nyange justificaría la tardanza diciendo que en África el concepto del tiempo es distinto. Lo decía con tal tranquilidad que parecía que el problema lo tuviera él, como si su puntualidad fuese una reliquia de la opresión y el saqueo colonialistas. La que le había robado una hora a su padre había sido ella, claro, pero Buffy no tenía agallas para decírselo.

Efectivamente, Nyange llegó una hora tarde, pero esta vez tenía excusa.

—¡No encuentro ni un puto sitio para aparcar! —atronó su voz en el interfono. Se apartó para increpar a un guardia—. ¡Déjeme en paz! ¡Ya voy!

Al final, Buffy tuvo que admitir la derrota y llevar las tazas de té y las galletas al coche de su hija. Allí se quedaron. Buffy apoyó la bandeja sobre las rodillas y el plato de galletas encima del salpicadero. No era la primera vez que tenía que salir de casa y recibir a las visitas muerto de frío en un Honda Civic mal aparcado.

—Lo siento —dijo Buffy—. Incluso había limpiado el piso en tu honor. ¡Incluso había puesto mantel! Me cago en los buitres de la guardia urbana.

—Londres en un asco —dijo Nyange—. El otro día le pegaron un tiro a un chaval en el bar al que siempre voy.

Había aparcado en una línea amarilla doble, empotrada entre un camión de reparto y un 4 x 4 enorme con las lunas ahumadas. Los del 4 x 4 bajaron una de las ventanillas y una mano tiró un botellín de agua mineral Badoit.

Buffy suspiró.

—Antes aquí había tiendas en condiciones. Una carnicería. Una verdulería. —Señaló una tienda de fotos Snappy Snaps y una inmobiliaria Foxton’s (ja, ja, ni un solo

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