El testamento de María

Colm Tóibín

Fragmento

 

Ahora vienen más a menudo, los dos, y en cada visita se muestran más impacientes conmigo y con el mundo. Hay en ellos avidez y aspereza, una brutalidad que les hierve la sangre y que conozco bien. La huelo como la huele un animal acosado por cazadores. Pero ahora no me acosan. Ya no. Me cuidan, me interrogan delicadamente y me vigilan. Creen que no conozco la compleja naturaleza de sus deseos. Pero ahora nada se me resiste salvo el sueño. El sueño se me resiste. Tal vez soy demasiado vieja para dormir. O acaso dormir no pueda reportarme ya nada más. Quizá no necesite soñar, ni siquiera descansar. Quizá mis ojos ya saben que pronto estarán cerrados para siempre. No me molesta quedarme despierta. Descenderé por este pasillo al despuntar el alba, en cuanto los rayos de luz se filtren en la habitación. Tengo mis razones para esperar alerta. Antes del descanso final llega este largo despertar. Y me basta con saber que todo acabará.

Creen que no entiendo qué es lo que está creciendo con lentitud en este mundo; creen que no comprendo la razón de sus preguntas ni advierto la cruel sombra de exasperación que les enmascara el rostro o se oculta en sus voces cuando digo algo vago o ridículo, algo que no nos conduce a ninguna parte. Cuando parece que no recuerdo lo que ellos creen que debo recordar. Son tan prisioneros de sus vastas e insaciables necesidades, y están tan embotados por los vestigios del terror que sentimos entonces, que no se dan cuenta de que yo lo recuerdo todo. La memoria forma parte de mi cuerpo, como la sangre y los huesos.

Me gusta que me den de comer, que me vistan y me protejan. A cambio haré por ellos lo que pueda, pero no más. Del mismo modo que no puedo respirar por otra persona, hacer que lata su corazón, impedir que se debiliten sus huesos o que se marchite su carne, no puedo decir más de lo que puedo decir. Y sé hasta qué punto esto les preocupa, y sonreiría ante su ferviente necesidad de anécdotas triviales, de observaciones sencillas y precisas acerca de lo que nos sucedió, si no fuera porque he olvidado cómo sonreír. Ya no tengo necesidad de sonreír. Del mismo modo que no necesito las lágrimas. Hubo un tiempo en que pensé que no me quedaban lágrimas, que había agotado mis reservas, pero por fortuna estos estúpidos pensamientos no persisten y pronto son reemplazados por lo que es verdadero. Siempre hay lágrimas cuando se las necesita. Es el cuerpo el que las produce. Ya no necesito lágrimas y eso debería ser un alivio, pero no busco alivio, solo soledad y la severa satisfacción que nace de la certeza de que no diré nada que no sea cierto.

Uno de los dos hombres que vienen estuvo allí con nosotros hasta el final. En aquel entonces hubo momentos en los que se mostró tierno, dispuesto a abrazarme y a confortarme, del mismo modo que ahora se muestra dispuesto a fruncir el ceño con impaciencia cuando lo que le cuento no alcanza los límites que él ha establecido. No obstante, aún veo signos de aquella ternura, y hay ocasiones en que el brillo regresa a sus ojos y suspira y vuelve al trabajo, para escribir una a una letras que forman palabras que sabe que no puedo leer, palabras que cuentan lo que sucedió en la colina y en los días anteriores y en los siguientes. Le he pedido que me lea las palabras en voz alta, pero no lo hará. Sé que ha escrito sobre cosas que ni él ni yo vimos. Sé que también ha dado forma a lo que yo viví y él presenció, y que se ha asegurado de que sus palabras serán importantes, de que serán escuchadas.

Recuerdo demasiado; soy como el aire de un día calmo que se mantiene inmóvil y no deja que nada escape. Del mismo modo que el mundo contiene la respiración, yo retengo mis recuerdos.

Así que cuando le conté lo de los conejos no le estaba hablando de algo que había medio olvidado y solo recordaba debido a su insistente presencia. Los detalles de lo que le expliqué habían estado conmigo todos esos años del mismo modo que mis brazos y mis piernas. Aquel día, el día del que me pedía detalles, el día del que quería que le hablara una y otra vez, en medio de toda la confusión, en medio de todo el terror y de los aullidos y los gritos, se acercó un hombre con una jaula en la que estaba encerrado un enorme pájaro hambriento, el pico afilado, la mirada colérica; no podía extender las alas y el confinamiento lo frustraba y enfurecía. Debería haber estado volando, cazando, abatiéndose sobre una presa.

El hombre llevaba también un saco, que poco a poco me di cuenta de que estaba lleno de conejos vivos, pequeños bultos de energía salvaje y aterrada. Y durante aquellas horas en la colina, durante las horas que transcurrieron más lentamente que ningunas otras, fue sacándolos de uno en uno y deslizándolos dentro de la jaula apenas entreabierta. El ave atacaba primero la parte blanda del vientre, abría a los conejos hasta que las tripas se desparramaban, y luego, por supuesto, se ocupaba de los ojos. Es fácil hablar de esto ahora porque fue una leve distracción de lo que en verdad ocurría, y es fácil hablar de ello porque tampoco tenía sentido. El ave no parecía hambrienta, aunque tal vez sufriera un hambre muy profunda que ni la carne viva de los conejos que se retorcían podía satisfacer. La jaula acabó medio llena de conejos medio muertos que el ave no se comía y que emitían extraños sonidos agudos. Que se agitaban con espasmos de vida. Y el rostro del hombre brillaba con energía, todo él resplandecía mientras miraba la jaula y después la escena que se desarrollaba a su alrededor, casi sonriendo con un oscuro deleite, el saco aún no vacío.

*

Para entonces ya habíamos hablado de otras cosas, incluso de los hombres que jugaban a los dados cerca de donde estaban las cruces; se jugaban la ropa y otras pertenencias de él, o jugaban sin ningún motivo especial. Yo temía a uno de ellos tanto como al estrangulador que llegó después. Ese primer hombre era, entre todos los que acudieron y se fueron a lo largo de aquel día, el que más me observaba, el más amenazador, el que a todas luces parecía querer saber adónde iría yo cuando todo hubiera terminado, el único al que probablemente habían enviado para que me llevara de vuelta. Ese hombre que me seguía con la mirada trabajaba al parecer para el grupo de hombres con caballos, quienes a veces daba la impresión de que vigilaban desde un lado. Si alguien sabe lo que pasó ese día y por qué, es el hombre que jugaba a los dados. Tal vez fuera más fácil si dijera que se me aparece en sueños, pero no es así, y tampoco me obsesiona como me obsesionan otras cosas, otros rostros. Estaba allí, eso es todo lo que tengo que decir de él, y me observaba y me conocía, y si ahora, después de todos estos años, apareciera en la puerta con los ojos entornados para protegerlos de la luz y el pelo rubio ya encanecido, las manos todavía demasiado grandes en proporción al cuerpo y su aire de saberlo todo, de aplomo y serenidad, de crueldad dominante, con el estrangulador esbozando una sonrisa perversa detrás de él, no me sorprendería. Pero no duraría mucho en compañía de ambos. Así como los dos amigos que me visitan ahora quieren mi voz, mi testimonio, el hombre que jugaba a los dados y el estrangulador, y otros como ellos, deben de querer mi silencio. Los reconoceré si vuelven aunq

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