La reina de las nieves

Fragmento

cap-1

 

A Barrett Meeks se le apareció una luz celestial sobre Central Park, cuatro días después de que, una vez más, hubiese salido malparado de sus amores. No era, ni mucho menos, la primera vez que le daban la patada, pero sí la primera que se lo comunicaban con un mensaje de texto de cinco líneas, cuya quinta frase era un deseo formal y demoledor de buena suerte para el futuro, seguido de tres xxx minúsculas.

Los cuatro últimos días había hecho lo posible por no dejarse desanimar por lo que, en último extremo, parecía una serie de rupturas cada vez más tibias y escuetas. Cuando tenía veinte años el amor casi siempre había terminado en estallidos de llanto y gritos capaces de despertar a los perros del vecino. En una ocasión, él y quien estaba a punto de convertirse en su ex se habían peleado a puñetazos (aún recuerda el ruido de la mesa al volcarse y el sonido del molinillo de pimienta al rodar por las tablas del suelo). En otra, una discusión a gritos en Barrow Street, una botella rota (la palabra «enamorarse» todavía le trae a la memoria unos pedazos de cristal verde en la acera al pie de una farola) y la voz de una anciana, ni chillona ni refunfuñona, que salía de una ventana baja y oscura y decía sin más: «Chicos, ¿es que no veis que aquí vive gente que está intentando dormir?», como la voz de una madre exhausta.

Cuando cumplió los treinta y luego se acercó a los cuarenta, las despedidas se fueron pareciendo cada vez más a una negociación comercial. No faltaban las penas ni los reproches, pero desde luego se volvieron menos histéricas. Llegaron a ser como tratos e inversiones que, por desgracia, habían salido mal, a pesar de los cuantiosos beneficios que se habían prometido al principio.

No obstante, esa última despedida era la primera que le comunicaban con un mensaje de texto, el adiós apareció, inesperado y sin que nadie lo pidiera, en una pantalla poco mayor que una pastilla de jabón de hotel. «Hola Barrett supongo q ya sabes de q va esto. Al menos lo hemos intentado ¿eh?»

En realidad, Barrett no supo de qué iba aquello. Lo entendió, claro: el amor, junto con todo lo que supusiera ese amor en el futuro, había sido cancelado. Pero ¿«supongo q ya sabes de q va esto»? Era como si un dermatólogo te dijese después de la revisión anual: «Supongo que ya sabe que ese lunar de su mejilla —esa manchita de color chocolate a la que más de una vez se han referido como uno de tus encantos (¿quién le había dicho que la versión maquillada de María Antonieta estaba justo en ese sitio?)— es en realidad un cáncer de piel».

Al principio, Barrett respondió del mismo modo: con un mensaje de texto. Un e-mail parecía anticuado; una llamada de teléfono, desesperada. De modo que oprimió las minúsculas teclas. «Uf no me lo esperaba por qué no lo hablamos, estoy donde siempre. xxx.»

Al acabar el segundo día, había enviado dos mensajes más, seguidos de dos recados en el contestador, y había pasado la mayor parte de la segunda noche resistiéndose a enviar un tercero. Cuando acabó el día número tres, no solo no había recibido respuesta alguna, sino que también empezó a comprender que no la habría, que el serio y fuerte doctorando canadiense (psicología, Columbia) con quien había compartido cinco meses de sexo, comida y bromas personales; el hombre que había dicho: «Podría ser que te quisiera de verdad», después de que Barrett recitara el «Ave María» de Frank O’Hara mientras se bañaban juntos; el que había sabido los nombres de los árboles cuando pasaron aquel fin de semana en las Adirondacks, sencillamente había pasado página; que Barrett se había quedado en el andén y, sin saber cómo, había perdido el tren.

«Te deseo felicidad y suerte para el futuro. xxx.»

La cuarta noche, Barrett iba por Central Park de regreso a casa tras una revisión dental, que por un lado le había parecido deprimentemente vulgar y por el otro una exhibición de entereza. Muy bien, líbrate de mí con cinco frases hirientemente anónimas y que no aclaran nada. («Siento que no haya funcionado como esperábamos, pero sé que lo hemos intentado.») No voy a descuidar mi dentadura por ti. Me voy a alegrar y a dar gracias de saber que, bien mirado, no necesito una endodoncia.

Aun así, la idea, inesperada, de que no volvería a contemplar la pura y desenvuelta belleza de aquel chico, que tanto se parecía a los jóvenes, ágiles e inocentes atletas que pintó de forma tan adorable Thomas Eakins; la idea de que no volvería a ver al muchacho quitarse apresuradamente los calzoncillos antes de meterse en la cama, que no presenciaría su generosa e inocente satisfacción ante los pequeños placeres (una cinta con un popurrí de canciones de Leonard Cohen que le había grabado, titulada «Por qué no te suicidas sin más»; una victoria de los Rangers), le parecía literalmente imposible, una violación de la física del amor. Igual que el hecho de que, por lo visto, nunca sabría qué había ido tan mal. El último mes habían tenido alguna que otra pelea, se había producido algún que otro vergonzoso silencio en la conversación. Pero había dado por sentado que era solo que ambos estaban entrando en la nueva fase; que sus desacuerdos (¿Crees que podrías intentar no llegar tarde alguna vez? ¿Por qué me ninguneas así delante de mis amigos?) eran indicios de una intimidad cada vez mayor. No se le había pasado ni remotamente por la cabeza que una mañana comprobaría los mensajes de texto y descubriría que el amor se había perdido, con más o menos el mismo remordimiento que uno sentiría al extraviar unas gafas de sol.

La noche de la aparición, Barrett, después de librarse de la amenaza de la endodoncia, y de prometer que utilizaría el hilo dental con más regularidad, había atravesado el parque y estaba aproximándose a la mole iluminada y glacial del Metropolitan Museum. La nieve grisácea, plateada y cubierta de escarcha crujió debajo de sus pies cuando tomó un atajo hasta la línea 6 del metro, bajo las gotas que caían de las ramas de los árboles, contento al menos de volver a casa con Tyler y Beth, de tener quien le esperase. Se sentía entumecido, como si le hubiesen inyectado novocaína en todo el cuerpo. Habría querido saber si, a los treinta y ocho años, se estaba convirtiendo no tanto en una figura de ardor trágico, un loco santo del amor, como en un gestor intermedio que firmaba un acuerdo (sí, se habían producido algunas pérdidas en la cartera comercial, pero ninguna catastrófica) y pasaba al siguiente con aspiraciones renovadas pero no mucho más razonables. Ya no se sentía tentado de planificar un contraataque, de dejar recados cada hora en el contestador o de montar guardia ante el edificio de su ex, aunque diez años antes era justo eso lo que habría hecho: Barrett Meeks, soldado del amor. Ahora solo acertaba a imaginarse envejeciendo en la miseria. Si lograra reunir fuerzas para hacer una demostración de ira y ardor sería únicamente para disimular el hecho de que estaba arruinado, porque lo estaba; por favor, amigo, ¿le sobran unas monedas?

Atravesó el parque con la cabeza gacha, no por vergüenza sino por cansancio, como si le pesara demasiado para llevarla erguida. Miró el modesto charco azul grisáceo de su propia sombra, arrojada por las farolas en la nieve. Observó cómo se deslizaba sobre una piña, sobre unas agujas de pino vagamente rúnicas desperdigadas aquí y allá y sobre el envoltorio de una barrita de Oh Henry! (¿aún se fabricaban barritas Oh Henry!?) que el viento arrastraba convertido en jirones plateados.

El paisaje en miniatura que tenía a sus pies le pareció de pronto demasiado invernal y prosaico para soportarlo. Irguió la cabeza y alzó la vista.

Ahí estaba. Una pálida luz translúcida de color agua, una muestra de velo, por encima de las estrellas, no, por debajo de las estrellas, pero muy alta, por encima de una nave espacial que se cerniera sobre las copas de los árboles. Podría o no estar desplegándose, era más densa en el centro y dejaba una estela como de encaje y espirales en los bordes.

Al principio pensó que debía de tratarse de una extraña aparición muy al sur de la aurora boreal, no precisamente una imagen frecuente sobre Central Park, pero mientras estaba allí, un peatón con abrigo y bufanda, triste y decepcionado, aunque de lo más normal, en una franja de hielo iluminado por la farola, mientras contemplaba la luz y pensaba que tal vez lo estarían dando en las noticias, mientras se preguntaba si quedarse donde estaba, sorprendido para sus adentros, o si correr a buscar a alguien que lo corroborase, había más gente, sus oscuros perfiles estaban allí mismo dispersos por el parque…

En su incertidumbre, en su inmovilidad, plantado allí con sus Timberlands, lo comprendió. Creyó —supo— que, sin duda, igual que él estaba alzando la vista hacia la luz, la luz lo estaba mirando desde lo alto.

No. Mirando no. Aprehendiendo. Igual que imaginaba que una ballena podía aprehender a un nadador, con una curiosidad majestuosa, solemne y desprovista por completo de temor.

Percibió la atención de la luz, un cosquilleo que le recorrió como un minúsculo temblor eléctrico; un suave y agradable voltaje que lo impregnó, entibió y tal vez incluso dio la impresión de iluminarlo apenas, de forma que se volvió más brillante de lo que había sido, solo un poco; fosforescente, pero sonrosado, humanamente, nada de vapores pantanosos, solo un poco de luz sanguínea que se alzó a la superficie de la piel.

Y luego, ni deprisa ni despacio, la luz se disipó. Disminuyó hasta transformarse en unas pálidas chispas azules desperdigadas que en cierto modo parecían animadas, como la juguetona progenie de un padre plácido y titánico. Luego también ellas se apagaron y el cielo volvió a ser como antes, como siempre había sido.

Se quedó allí un rato, contemplando el firmamento como si fuese una pantalla de televisión que se hubiese apagado de pronto y que pudiera, igual de misteriosamente, volver a encenderse. El cielo, no obstante, continuó ofreciendo solo su anodina oscuridad (las luces de Nueva York dan un tono gris a la negrura nocturna) y las escasas cabezas de alfiler de las estrellas suficientemente poderosas para ser vistas. Por fin, reemprendió el camino, a casa de Beth y Tyler, a las modestas comodidades del apartamento de Bushwick.

A fin de cuentas, ¿qué iba a hacer, si no?

cap-1

Noviembre de 2004

cap-2

 

En el dormitorio de Tyler y Beth está nevando. Los copos de nieve —duras bolitas de hielo, más perdigones que copos, más grises que blancas en la tenue luz de la mañana— se arremolinan en los tablones del suelo y al pie de la cama.

Tyler despierta de un sueño, que se disuelve casi por completo y deja solo una sensación de alegría inquieta e irritada. Cuando abre los ojos, por un momento parece que las madejas de nieve que vuelan por la habitación formen parte de su sueño, una manifestación de compasión gélida y divina. Pero es nieve de verdad que se cuela por la ventana que él y Beth dejaron abierta la noche anterior.

Beth duerme acurrucada en el arco del brazo de Tyler. Él se suelta con cuidado y se levanta para cerrar la ventana. Va descalzo por el suelo resplandeciente de nieve, para hacer lo que hay que hacer. Resulta placentero que el sensato sea él. En Beth ha encontrado por fin a alguien menos práctico que él desde el punto de vista romántico. Si despertase, con toda probabilidad le pediría que dejase la ventana abierta. Le gustaría la idea de que su pequeño y abarrotado dormitorio (está lleno de libros amontonados y no renuncia a su costumbre de llevar a casa los tesoros que encuentra por la calle: la lámpara con una hawaiana en el pie a la que en teoría podía cambiársele el cable; la maleta de cuero rozada; las dos sillas recatadas y larguiruchas) se hubiese convertido en una bola de nieve de tamaño real.

Tyler cierra con esfuerzo la ventana. En ese apartamento todo está alabeado. Si tirasen una canica en mitad del salón rodaría hasta la puerta de la entrada. Mientras baja la hoja de la ventana, se cuela furiosa una última ráfaga cargada de nieve, como si buscase la última oportunidad de… ¿qué?, ¿de aprovechar la mortífera tibieza del dormitorio de Tyler y Beth, esa breve oferta de calor y disolución? Cuando la racha en miniatura le golpea, se le mete en el ojo un poco de carbonilla, o tal vez sea un tozudo y microscópico cristal de hielo, como el fragmento de vidrio más minúsculo que pueda imaginarse. Tyler se frota el ojo, no parece poder librarse de esa mota que se le ha incrustado. Es como si hubiera sufrido una mutación menor, como si la mota transparente se le hubiese pegado a la córnea, así que continúa en pie, con un ojo limpio y el otro turbio y lloroso, observando cómo los copos de nieve se estrellan contra el cristal. Apenas son las seis. Fuera todo está blanco. Los montones de nieve que, día tras día, se han apilado en los bordes del aparcamiento de al lado —convertidos en montañas grises en miniatura, tóxicamente mancilladas aquí y allá con lentejuelas de hollín— son ahora, de momento, alpinos, como sacados de una postal de Navidad, o más bien de una postal de Navidad si enfocáramos mucho la vista, borráramos la fachada color chocolate del almacén vacío (que sigue ostentando el fantasma de la palabra «hormigón», aunque ya está tan borroso que es como si el propio edificio, tanto tiempo olvidado, insistiera en anunciar su propio nombre) y la calle todavía dormida donde la C de neón del cartel de LICORERÍA zumba y parpadea como una bengala de socorro. Incluso en ese sórdido paisaje urbano —ese barrio embrujado y casi despoblado, donde el cadáver quemado de un viejo Buick ha resistido (extrañamente piadoso, destripado y oxidado en su absoluta inutilidad cubierta de grafitis) el último año en la calle al pie de la ventana de Tyler— hay una adusta belleza evocada por la luz de antes del amanecer; una sensación de esperanza incierta pero todavía viva. Incluso en Bushwick. He ahí la nieve, reciente, seria e inmaculada, con su toque de bendición, como si la empresa que reparte silencio y armonía en los barrios mejores se hubiese equivocado de dirección.

Si uno vive en ciertos barrios y de cierta manera, más vale que aprenda a celebrar la felicidad de las pequeñas cosas.

Y vivir como hace Tyler en ese sitio —en ese barrio plácidamente empobrecido, de viejos revestimientos de aluminio, almacenes y aparcamientos, todos baratos y utilitaristas, con pequeños comercios que a duras penas se las arreglan para sobrevivir y cuyos desmoralizados habitantes (dominicanos en su mayoría, gente que ha hecho muchos esfuerzos para llegar allí, que tenía o debía tener más esperanzas de las que les ha dado Bushwick) van y vienen después de trabajar por un salario mínimo—, como si la derrota no pudiera ya ser derrotada, como si tener algo fuese suficiente suerte. Ya ni siquiera es particularmente peligroso; claro que de vez en cuando hay algún robo, pero parece que, en su mayor parte, incluso los delincuentes han perdido la ambición. En un sitio así, los elogios son esquivos. Es difícil plantarse ante la ventana a ver cómo la nieve cubre de plumas los cubos de basura desbordados (los camiones de la basura parecen recordar, esporádica e impredeciblemente, que allí también hay basura que recoger) y los adoquines agrietados, sin pensar de antemano que volverá a ser barro parduzco y a formar en las esquinas lagos marrones que cubren hasta el tobillo, donde flotarán las colillas y las bolas de los envoltorios de papel de plata de los chicles (la plata de los tontos).

Tyler debería volver a la cama. Otro interludio de sueño y, quién sabe, podría despertar en un mundo de una limpieza aún más avanzada y decidida, un mundo cubierto por un manto blanco aún más grueso sobre el lecho de ceniza y monotonía.

No obstante, se resiste a apartarse de la ventana en ese estado de enfangada tristeza. Volver ahora a la cama se parecería demasiado a ver una obra de teatro delicada y emocionante que no llega a un final trágico ni feliz, sino que se va consumiendo hasta que no quedan actores en el escenario y el público repara en que debe de haber terminado y es hora de levantarse y marcharse del teatro.

Tyler ha prometido moderarse. Los dos últimos días se ha portado bien. Pero ahora, justo ahora, se trata de una emergencia metafísica menor. Beth no ha empeorado, pero tampoco ha mejorado. Knickerbocker Avenue espera con paciencia, mientras dura este breve interludio de inesperada belleza, hasta que pueda volver a los charcos y la nieve medio derretida de su estado natural.

Muy bien. Esta mañana hará una excepción. Puede recobrar el rigor fácilmente. Esto no es más que un empujón en un momento en que lo que necesita.

Va a la mesilla de noche, saca el frasquito del cajón y da un par de esnifadas rápidas.

Y ahí está. He ahí el aguijonazo que hace que se sienta con vida. Ha regresado después del viaje nocturno del sueño lleno de claridad e intención; ha renovado su ciudadanía en el mundo de la gente que se esfuerza y se relaciona, de la gente que va en serio, que arde y desea, que lo recuerda todo, que anda sin miedo y con lucidez.

Vuelve a la ventana. Si el cristal de hielo pretendía fundirse con su ojo, la transformación ya se ha completado; ahora ve mejor con la ayuda de esa lupa minúscula…

Ahí está otra vez Knickerbocker Avenue y, sí, pronto volverá a su habitual estado indistinguible de un millar de sitios similares, no es que Tyler lo haya olvidado, pero el mugriento e inminente futuro le trae sin cuidado, del mismo modo que Beth dice que la morfina no erradica el dolor sino que lo aparta a un lado, hace que deje de ser importante, como una atracción secundaria y mortificante (¡Vean al niño serpiente! ¡Vean a la mujer barbuda!) pero remota y, por supuesto, falsa, solo látex y cola adhesiva.

El dolor, no tan intenso, de Tyler, la humedad de sus engranajes internos, todos esos cables que silban y dan chispas en su cerebro, se han secado de golpe por la coca. Un momento antes se sentía confuso y mordaz, pero ahora —una rápida esnifada de magia pura— es todo inspiración y agudeza. Se ha despojado del disfraz, y su verdadero traje le sienta a la perfección. Tyler es un público de una sola persona, desnudo de pie ante una ventana a principios del siglo XXI, con el tórax henchido de esperanza. Parece posible que todas las sorpresas (su plan no era exactamente ser un músico desconocido a los cuarenta y tres años, ni vivir en una castidad erotizada con su novia agonizante y su hermano pequeño, que poco a poco ha pasado de ser un joven hechicero a un mago cansado de mediana edad que saca palomas de una chistera por diezmilésima vez) hayan sido parte de un esfuerzo inescrutable, demasiado inmenso para verlo; una acumulación de oportunidades perdidas, de planes cancelados y de chicas que eran casi lo que quería pero no del todo, unas oportunidades que, por azarosas que parecieran entonces, lo han llevado hasta allí, a esa ventana, a esa vida difícil pero interesante, a sus amores a cara de perro, a su vientre todavía firme (las drogas ayudan) y la polla que asoma (la suya) ahora que los republicanos están a punto de irse y va a empezar un mundo nuevo limpio y frío.

Cogerá un trapo y secará la nieve fundida del suelo. Él se encargará. Adorará a Beth y a Barrett con mayor pureza. Surtirá y proveerá, hará un turno extra en el bar, ensalzará la nieve y todo lo que toque. Los sacará de ese sucio apartamento, cantará con todas sus fuerzas en el corazón del mundo, encontrará un agente, se le ocurrirá algún apaño, recordará poner en remojo las judías del cocido, llevará a Beth a tiempo a la quimio, tomará menos coca y dejará el Dilaudid, terminará de leer Rojo y negro. Abrazará a Beth y a Barrett, les consolará, les recordará que no hay de qué preocuparse, les dará de comer, les hablará de cosas que les vuelvan más visibles.

Fuera, la nieve cambia con la dirección del viento y da la impresión de que una fuerza benigna, un gigantesco observador invisible, haya sabido lo que Tyler deseaba antes que él mismo: una repentina animación, un cambio, que la nieve que cae lentamente se eleve y se convierta en sábanas sacudidas por el viento, en un etéreo mapa de las corrientes de aire; y, sí, ¿estás preparado, Tyler?, ha llegado la hora de soltar las palomas, cinco, del tejado de la licorería, es hora de que emprendan el vuelo y luego (¿estás mirando?) de que, plateadas por la luz del alba, giren entre los copos arrastrados por el viento y floten sin esfuerzo hacia el oeste en el aire agitado que empuja la nieve hacia el East River (donde las barcazas, blanqueadas como barcos de hielo, se estarán abriendo paso entre las olas); y sí, exacto, un instante después será el momento de apagar las farolas y, al mismo tiempo, de que un camión doble la esquina de Rock Street con los faros todavía encendidos y de que el techo plateado refleje lucecitas de advertencia, rubíes y granates, es perfecto, increíble, gracias.

cap-3

 

Barrett corre sin camisa entre las ráfagas de nieve. Tiene el pecho enrojecido; su aliento estalla en bocanadas de vapor. Ha dormido unas horas de sueño agitado. Ahora ha salido a correr como todas las mañanas. Encuentra consuelo en ese acto tan habitual de correr por Knickerbocker, y dejar a su paso el leve rastro, que se evapora rápidamente, de sus propias exhalaciones, como una locomotora que atravesara una ciudad todavía dormida y cubierta de nieve, aunque Bushwick solo parece una ciudad de verdad, sometida a la lógica estructural de la ciudad (frente a su verdadera condición de edificaciones caóticas y solares vacíos y cubiertos de escombros, sin centro ni afueras), al despuntar el día, solo en ese gélido silencio que está a punto de acabar. Pronto abrirán las tiendas y las carnicerías de Flushing, balarán las bocinas de los coches, el loco —sucio y oracular, resplandeciente en su demencia como algunos de los santos más lívidos y mortificados— ocupará su puesto, con la diligencia de un centinela, en la esquina de Knickerbocker y Rock. Pero ahora, por el momento, todo está en silencio. Knickerbocker continúa amortiguada, incipiente y sin sueños, vacía excepto por unos cuantos coches que se arrastran con precaución y sajan la nieve con las luces de sus faros.

Lleva nevando desde medianoche. La nieve se arremolina y cae mientras el punto del equinoccio pasa, y el cielo empieza a cambiar de manera casi imperceptible del marrón negruzco y nocturno al gris aterciopelado y resplandeciente de primera hora de la mañana, el único cielo inocente de Nueva York.

Anoche el cielo despertó, abrió un ojo, y vio nada más y nada menos que a Barrett Meeks, de regreso a casa con un abrigo estilo cosaco, en mitad de la plataforma helada de Central Park. El ciel

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