Los días iguales de cuando fuimos malas

Inma López Silva

Fragmento

cap-1

El sabor de las cerezas

Amor, cuando estaba en la cárcel lo único que quería era que pasasen los minutos y que la sensación de relojes parados se marchase al ritmo del cumplimiento de la condena. Ahora que eso ya ha pasado y el tiempo corre, siempre tengo miedo de que el teléfono suene estrepitosamente y me anuncie tu muerte. Puedo, como me dices siempre, ahuyentar fantasmas escribiendo esta novela que ya tarda. Solo que tú no sabes que hace años que no soy capaz de escribir ni una línea, así que todo lo que salga a partir de ahora, durante este tiempo asqueroso en el que escribo, no será más que basura. Verás.

Ya te dije un día que me obsesionan los accidentes de tráfico. Te reíste de mí y ahora así me va. En realidad, sabía que tener un móvil al que avisar en caso de accidente me condenaba de nuevo y me ataba a la preocupación por ti mucho más que el contrato matrimonial. Y ahora aquí me tienes, sin saber si es mejor encender la radio y adormilarme entre tertulias matinales que siempre integro en sueños absurdos o dejarme llevar por estas palabras agobiantes, escribiendo de cualquier manera, mientras tú conduces. Mientras trabajas. Mientras coges el coche, te vas y me dejas sola, pensando que puedo escribir como antes. Mientras estás lejos de mí creyendo que estoy sana y que soy buena.

Ahora tengo la suerte de saber a ciencia cierta que el tiempo siempre pasa. En realidad, aprendí por fin que todo pasa, como pasaron los días iguales en los que de verdad existía el peligro de que los relojes se parasen solo para mí. Si mientras estás fuera no llaman, podré vivir en paz hasta mañana. Y será así el resto de nuestra vida, hasta el día en que te mueras. O en que muera yo.

Por las tardes esto no me sucede. Después de comer, la angustia se me olvida, e incluso me siento algo culpable cuando pienso que debería estar preocupándome, como por las mañanas, y me entero de que ya es tarde, de que ya debes de estar de vuelta, que el peligro ha pasado mientras yo atendía otras cosas que no eran tú. Por las tardes hasta dejo el teléfono en el bolso mientras conduces. La angustia es matinal, y la culpabilidad, vespertina.

Si consiguiese dormir, a lo mejor no pensaría en estas cosas, pero los números fosforescentes del reloj presionan como el cronómetro de la cuenta atrás de una bomba. Es así como me siento, amor: como una artificiera a punto de volar por los aires si el teléfono suena y me dicen que has muerto. Porque un día me dijiste que preferías morir antes que yo, ¿te acuerdas? Es difícil convivir con la certeza de que quieres morir primero y me dejarás.

Tampoco creo que la solución esté en invertir la espera escribiendo esta historia que habla del tiempo anterior a la vida contigo. Me he secado. Por supuesto que no tenías ni idea, pero las verdades y mentiras se me quedaron enganchadas a las rejas de la prisión en un tiempo anterior a ti que ni siquiera imaginas.

Cómo se parece la palabra prisión a presión. Prisión. Presión. Presión. Prisión. Si las repites muchas veces, las dos dejan de tener sentido. Es curioso. Lo mismo te pasa cuando vives rodeada de ellas, en la cárcel. Por las mañanas siento la presión no solo de que mueras, sino de que me avisen de que has muerto, y quedarme así, aprisionada en tu ausencia insoportable. Que escriba dices, que me dedique a lo mío en esta hora en la que solo pienso en tu muerte. ¿Y qué se escribe cuando la cabeza únicamente está llena de angustias?

Suena el timbre del teléfono. Me detengo. Respiro. Miro el reloj. Puede ser. Reúno valor. Sigue sonando. Pero se detiene antes de que lo coja, y yo escribo, mi amor, porque tú me lo pides.

Aquí tienes.

Cuando no llevan puestas las chaquetas, los funcionarios de prisiones van vestidos de gris. Silver grey se llama, por lo visto. De buenas a primeras, parecen repartidores de refrescos u obreros de la construcción, pero después, si te fijas bien, tienen toda la pinta de simples carceleros. En realidad, no existe una manera agradable de mirarlos, y ellos, por lo general, tampoco nos miraban a las internas como se mira normalmente a las personas. Hay algo extraño, un navegar entre el miedo y la condescendencia, en el trato entre funcionarios y reclusas. Siempre creí que, mientras opositan, aprenden a no vernos como a mujeres y así poder practicar con nosotros una especie de trato administrativo, distante, ideado para que pienses que sentirte despreciada no es más que una ilusión personal tuya, causada sobre todo por los años de presidio.

Lo cierto es que en el aire de la cárcel todas dábamos asco. Todas. Aunque nadie fuera del todo culpable ni del todo inocente, era evidente en todos y cada uno de los rincones de aquellas paredes que jamás podríamos volver a vernos ni del todo limpias ni del todo sucias. Para los funcionarios no éramos más que eso, presas, aunque nos llamasen internas. Los que tenían veleidades psicoanalíticas quizá nos veían como presas de nosotras mismas, de nuestras vidas desgraciadas, de nuestras infancias tristes y mutiladas, presas incluso de este mundo en el que alguien nos había metido, pobrecitas de nosotras. Pero la mayoría de ellos nos veían simplemente como reclusas por concurso público, personas que es mejor tener lejos, como cuando decides cambiarte de acera porque unos adolescentes camorristas se van a cruzar contigo y tu carrito de bebé. Y sí, es cierto que no éramos más que mujeres sin vida allí dentro, y solo deseábamos que el tiempo pasara cuanto antes para salir, que aquellos años se convirtiesen en un paréntesis para poder comportarnos algún día como si todo aquello no hubiera ocurrido nunca.

En la hora de la siesta, acostada en el catre con la radio encendida, yo fantaseaba con la idea de cruzarme algún día en la calle con alguna de las compañeras y hacer como que no la conocía, como si no fuésemos una especie de familia mal mirada, como si nunca nos hubiésemos visto llorar ni conociéramos nuestros nombres, o los nombres de aquellos que nos la metieron cruzada y nos lanzaron de cabeza a perder una parte de nuestras vidas en ese paréntesis. Eso me ayudaba a llegar a la hora de la cena sin querer morirme.

Paréntesis como un empacho de cerezas.

Antes de escribir este libro, amor, voy a contarte que los veranos larguísimos en casa de mis abuelos los pasaba jugando al escondite con mis primos, a pesar de que siempre me hacían trampas. Daba igual quien contara, y daba igual que fuera una tortura ponerme a contar a mí porque solo me sabía los números hasta veinte, treinta, si le ponía mucha atención: se las apañaban siempre para ser ellos los que se escondían y yo quien los buscaba. Sigo pensando que lo hacían porque, además de la más pequeña de todos, era niña. Y yo siempre caía en la misma trampa y siempre sentía la misma mezcla de ira y pena cuando me veía buscándolos una y otra vez como una idiota, llamándolos, metiéndome en agujeros llenos de bichos, montando guardia delante de la pared del garaje donde se contaba y enterándome, mucho tiempo después, de que no vendrían porque ya habían salido de sus escondrijos y estaban jugando a otra cosa sin mí desde hacía un buen rato.

Un día coincidieron dos acontecimientos importantes. Uno: decidí rebelarme. Y dos: descubrí el escondite perfecto en un cerezo que había en las lindes de la inmensa finca de mis abuelos. Allí subida, nadie podría encontrarme, así que trepé

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