Piel de lobo

Lara Moreno

Fragmento

cap-1

Solía dormir rodeada de muñecos de peluche que me provocaban alergia. A veces se me hinchaban los ojos y la nariz por los ácaros del polvo. Dormía con ellos porque tenía miedo, dormía enterrada entre bolsas de felpa rellenas de algodón sintético con ojos de plástico y bigotes de lana. Tenía miedo del espíritu santo, por ejemplo, una paloma tétrica de pico sucio y garras afiladas que entraba volando en un oscuro pajar, aleteando a traición, robándote algo muy valioso que había dentro de ti, algo irrecuperable. Era más que un misterio, era una amenaza. También sentía un vértigo que me revolvía las tripas cuando pensaba en el infinito. El infinito era todo lo que había arriba, nosotros los humanos en la Tierra y alrededor los demás planetas, las estrellas, el universo, la negrura más ancha, lo que no se acaba nunca, y hacia allá iba mi mente intentando comprender, no sé si el origen o el fin, pero algo inhóspito que me dolía en la frente, porque detrás de todo eso inabarcable estaba dios, la única teoría, la única incógnita, una razón que me apretaba hasta el insomnio. Me quedaba muy quieta entre los muñecos, me tapaba la cabeza con la sábana y cerraba los ojos. El sueño no llegaba. En la cama de al lado, el cuerpecito flaco de mi hermana reposaba en silencio, limpio de peluches su colchón, una respiración inaudible. Llega un momento en la noche de un niño en que encender la luz es algo materialmente imposible. La única salvación en aquellas situaciones era el pasillo: al fondo, la habitación de mis padres.

Al fin me decidía y saltaba de la cama, descalza salía de mi cuarto y atravesaba el pasillo muy despacio, como si mis pies de niña de ocho años pudieran hacer ruido sobre las baldosas. El recorrido era eterno, y no porque el pasillo fuera largo, sino porque yo me recreaba en cada paso, mi figura en medio de la noche avanzaba a tientas, congelándome en el tiempo, ya que en cualquier momento todo podía solucionarse en mi interior y quizá consiguiera darme la vuelta, no interrumpir el sueño de nadie, no hacer nada indebido, meterme en mi cama y dormir hasta el día siguiente. Pero ahí estaba la puerta abierta de la habitación de mis padres, ahí la luz de la luna o de las farolas traspasando las cortinas del balcón y recortando en la oscuridad la cama enorme, las dos mesillas de noche con los libros, el cuerpo gigante de mi padre bocarriba, ocupándolo todo, su respiración fuerte que no llegaba a ser un ronquido pero que quedaba suspendida en mi propia respiración, hilo tensado, aleteo traicionero de paloma, el cuerpo de mi madre de lado, formando un triángulo en una esquina de la cama, su mano doblada sobre el hombro, una mano suave de madre que descansa.

Con la delicadeza de un trapecista, todos los músculos contraídos, yo daba la vuelta a la gran cama hasta situarme junto a mi madre. Y ahí me quedaba, quieta y espectral. La miraba. No me atrevía a hacer otra cosa, no susurraba mamá, no tocaba su brazo, solo la miraba, porque mi padre dormía al otro lado con su fuerte respiración. Que mi padre se despertase en un violento respingo, que se alzase en la cama y me descubriera era algo que no podía ocurrir. A veces tenía mucha suerte. Tras varios minutos, mi madre abría sus ojos verdes, asustada por mi presencia, ¿cómo notaba en sueños que yo la estaba vigilando?, farfullaba algunas palabras, ¿qué haces aquí?, una riña sin voluntad, y me dejaba acostarme con ella. Y allí en medio, entre aquellos cuerpos tan diferentes, el de mi madre y el de mi padre, procurando no mover ni una pestaña para que la vida no diese marcha atrás, conseguía por fin dormirme, incómoda, caliente, plácida, hasta la mañana siguiente.

cap-2

En una esquina de la pequeña parcela hay un caballito de plástico. Parece que lleve ahí una vida entera, aunque no es un modelo demasiado antiguo. Aquella es la única parte que se ha conservado como jardín, que no ha sido sellada con cemento y baldosas y convertida en patio. Ahora la hierba crece en sucios matojos alrededor del balancín. Nunca fue cuidada por un jardinero, pero en algún momento algo parecido al césped brilló en los días soleados de invierno.

Las dos hermanas cruzan la verja con determinación, y la visión del caballito de plástico abandonado, blanco y azul desvaído en las crines, no las altera. Tienen los ojos a lo mejor cerrados, quizá han entrado a ciegas en la casa, porque conocen el camino de memoria. Sin embargo una de ellas, la más joven, mientras la otra abre la puerta, se dirige decidida hacia la esquina. Sin pensarlo, como si lo tuviera planeado, coge el caballo por uno de los manillares y al levantarlo de la tierra hay un revuelo de hormigas y cochinillas; el único punto de humedad. La mujer sale de la parcela con el balancín a cuestas y lo deja junto a los contenedores que hay en la acera de enfrente. El plástico cruje, vencido por el sol y el calor. La mujer no mira atrás y entra en la casa sin sentimentalismo.

Sobre la cama se van amontonando las ropas, los recuerdos encontrados en los cajones. Pantalones viejos, oscuros, con el dobladillo cosido a mano y luego planchado, la raya de la pernera aún intacta. Camisas blancas, alguna celeste, a cuadros las de invierno, chalequillos de punto fino, cinturones de piel con la forma hendida de la hebilla sobre los distintos agujeros adecuados al paso de los años. Calcetines finos con los elásticos podridos. Un par de chaquetas, ninguna corbata, una gabardina tiesa, un chaquetón forrado, pijamas desparejados de tristes estampados de los años noventa, calzoncillos blancos, algunos con agujeros. El ajuar de un hombre solo. No hay joyas. No está su anillo de casado, no hay gemelos con sus iniciales grabadas, tampoco la cadenita de oro que llevó en su primera comunión. Sofía y Rita trabajan con esmero y con impaciencia. Prácticamente todo lo que encuentran lo meten en grandes bolsas de plástico; a veces una de ellas se para a oler una prenda, los pañuelos de tela doblados en cinco, un cojín aplastado sobre la mecedora. Todo huele a polvo, a húmedo y a cerrado, pero existe aún el resto de la memoria, la permanencia del hombre, un leve vaho de colonia o de loción para después del afeitado.

El padre murió hace un año. Tuvo suerte y no fue un cáncer ni una enfermedad degenerativa, un sencillo y eficaz infarto cerebral lo tumbó una mañana de junio, justo después del desayuno. Sobre la mesa del salón había quedado la taza de café volcada, que no rodó hasta el suelo porque chocó contra el plato de las tostadas y ahí se quedó: el cuchillo para la mantequilla a un lado, al otro una servilleta de papel hecha un gurruño. La televisión encendida. Las ventanas abiertas. El cuerpo en el suelo, una de las patas de la silla clavándose en el abdomen. Estuvo así dos días.

Sofía selecciona los libros con cansancio. Algunos los ha leído o los conoce pero otros son nuevos para ella, comprados seguramente en mercadillos del libro o en grandes almacenes. No le interesan y los va metiendo en cajas, sin limpiarles el polvo. No se para a mirar si en las páginas de cortesía hay algo escrito, una fecha, una dedicatoria o la firma de su padre. Él no amaba tanto los libros como

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