La fatiga del amor

Alain de Botton

Fragmento

cap-2

El encaprichamiento

El hotel descansa sobre un promontorio, a media hora al este de Málaga. Está pensado para familias, y sin quererlo, sobre todo a la hora de las comidas, deja entrever las dificultades de formar parte de una. Rabih Khan tiene quince años y está allí de vacaciones con su padre y su madrastra. El ambiente entre ellos parece apagado y la conversación, dispersa. Hace tres años que murió la madre de Rabih. Todos los días sirven el bufet en una terraza que da a la piscina. De cuando en cuando, su madrastra hace algún comentario sobre la paella o el viento, que sopla con fuerza desde el sur. La mujer es de Gloucestershire y aficionada a la jardinería.

Un matrimonio no empieza con la petición de mano, ni siquiera con el primer encuentro. Empieza mucho antes, cuando nace la noción del amor, y más en concreto, el sueño de un alma gemela.

 

Rabih ve por primera vez a la chica junto al tobogán de la piscina. Tiene alrededor de un año menos que él, el pelo castaño cortado a lo chico, la piel aceitunada y un cuerpo esbelto. Lleva una camiseta marinera de rayas, pantalones cortos azules y unas chanclas amarillo limón. En la muñeca derecha, una pulserita de cuero. Le dirige una mirada a Rabih, esboza lo que podría ser una tímida sonrisa y se reacomoda en la tumbona. Durante unas horas, contempla el mar, pensativa, escuchando música con el walkman y a ratos mordiéndose las uñas. Sus padres están sentados con ella, uno a cada lado. La madre hojea un número de Elle, y el padre lee una novela de Len Deighton en francés. Como averiguará más tarde Rabih gracias al libro de visitas, la chica es de Clermont-Ferrand y se llama Alice Saure.

Nunca antes había sentido nada remotamente parecido a esto. La sensación lo desborda desde el primer momento. No hacen falta palabras, que jamás cruzarán. Es como si la conociera desde siempre, como si viniese a dar respuesta a la existencia misma de Rabih y, en particular, a una zona de dolor difuso que hay en su interior. Los días siguientes la observa a distancia por todo el hotel: en el desayuno, con un vestido blanco ribeteado de flores, cogiendo un yogur y un melocotón del bufet; en la cancha de tenis, disculpándose por su revés ante el entrenador con una educación enternecedora y un inglés de acento marcadísimo; en un paseo —aparentemente— solitario alrededor del campo de golf, parándose a mirar los cactus y los hibiscos.

Esta certeza de que otro ser humano es nuestra alma gemela puede manifestarse de inmediato. No hace falta mediar palabra, tal vez no sepamos siquiera su nombre. La información objetiva no tiene nada que ver aquí. Lo que importa es la intuición: un sentimiento espontáneo que parece más acertado y digno de respeto si cabe por cuanto se salta los procedimientos usuales de la razón.

 

El encaprichamiento cristaliza en torno a una serie de elementos: una chancla que cuelga despreocupadamente del pie; una edición de bolsillo de Siddhartha de Herman Hesse sobre la toalla, al lado de la crema solar; unas cejas definidas; el modo distraído de responder a sus padres, y esa forma de apoyar la mejilla en la palma de la mano mientras se come a cucharaditas la mousse de chocolate de la cena.

Instintivamente, Rabih crea una personalidad entera con estos detalles. Mientras mira cómo giran las aspas de madera del ventilador de techo de su habitación, compone en su mente la historia de su vida juntos. Ella será melancólica y avispada. Confiará en él y se reirá de la hipocresía de los demás. A veces le pondrán nerviosas las fiestas y no estará cómoda con las chicas de clase, síntomas de una personalidad sensible y profunda. Habrá estado siempre sola, y nunca hasta entonces habrá confiado por completo en nadie. Se sentarán en su cama y entrelazarán los dedos, juguetones. Ella tampoco habrá imaginado jamás que tal vínculo entre dos personas fuera posible.

Entonces, una mañana, sin previo aviso, ella ya no está, y una pareja holandesa con dos niños pequeños se sienta a su mesa. Se ha marchado con sus padres de madrugada para coger el vuelo de Air France de vuelta a casa, le explica el gerente del hotel.

Todo el episodio queda en nada. Nunca volverán a encontrarse. Rabih no se lo cuenta a nadie. Ella es totalmente ajena a sus cavilaciones. Y sin embargo, si la historia comienza aquí es —pese a todo lo que cambiará y madurará Rabih a lo largo de los años— porque su concepción del amor conservará durante décadas exactamente esa primera estructura que adquirió en el hotel Casa Al Sur aquel verano de sus dieciséis años. Seguirá confiando siempre en la posibilidad de una conexión y una empatía instantáneas y absolutas entre dos seres humanos, y en la posibilidad de ponerle un fin definitivo a la soledad.

Experimentará una nostalgia igualmente agridulce al perder a otras almas gemelas que encontrará en un autobús, en el pasillo del supermercado o en la sala de lectura de una biblioteca. Sentirá lo mismo a los veinte años, durante un semestre de estudio en Manhattan, por una mujer que va sentada a su izquierda en el metro de la línea C dirección norte; y a los veinticinco, en el despacho de arquitectos de Berlín en el que está haciendo las prácticas; y a los veintinueve, en un vuelo entre París y Londres, tras una breve conversación sobre el canal de la Mancha con una mujer llamada Chloe: la sensación de haberse encontrado con una parte de sí mismo que llevaba mucho tiempo perdida.

Al romántico le basta apenas con atisbar a un desconocido para llegar a una conclusión sublime y trascendente: que tal vez él o ella constituya una respuesta total a las preguntas sin formular de la existencia.

Puede que semejante intensidad nos resulte banal, incluso cómica; sin embargo, esta veneración por el instinto no es un planeta menor en la cosmología de las relaciones: es el sol central y subyacente en torno al cual giran los ideales contemporáneos del amor.

La fe romántica debe de haber existido siempre, pero solo en siglos recientes se la ha juzgado como algo más que una enfermedad; solo en los últimos tiempos se ha permitido que la búsqueda del alma gemela se considere algo parecido al propósito mismo de la vida. El idealismo que antes se reservaba a dioses y a espíritus se orienta ahora hacia el sujeto humano: un gesto de evidente generosidad, cargado no obstante de imponentes y frágiles consecuencias, pues no es tarea fácil para ningún ser humano estar toda una vida a la altura de la perfección que haya dejado entrever a un observador imaginario en la calle, la oficina o el asiento contiguo del avión.

Rabih necesitará muchos años y frecuentes ensayos amorosos para llegar a diversas conclusiones, para comprender que esas mismas cosas que en su día consideró románticas —la intuición sin palabras, el anhelo instantáneo, la creencia en un alma gemela— son las que nos impiden hacer que una relación dure. Decidirá que el amor solo persiste cuando uno traiciona las seductoras ambiciones de partida; y que para disfrutar de sus relaciones, tendrá que renunciar a los sentimientos por los que se embarcó en ellas. Deberá aprender que el amor es una destreza, más que puro entusiasmo.

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