Sucedió en Larkswood

Valerie Mendes

Fragmento

cap-1

1897

Ya es primavera en el bosque.

Despunta el día.

La luna desvanece su impronta en la claridad del cielo.

Tras una noche de caza, el zorro regresa cojeando a su guarida.

En el corazón del bosque hay marcas que indican los senderos. Norte, sur, este, oeste. Las agujas de pino cubren el suelo con una alfombra quebradiza de años. Los pinos, erguidos, montan guardia.

Los sonidos traspasan el silencio. No son de animales ni de pájaros. Un sollozo. El tropiezo de unos pies que corren. Los jadeos de una respiración.

Una joven cruza corriendo el bosque hacia Lover’s Cross. Se llama Harriet. Solo tiene quince años y está asustada. Se ha desorientado. Solo sabe que corre contrarreloj.

El vestido se le arremolina alrededor de los tobillos. El cabello moreno le cae sobre los hombros. El flequillo le cuelga húmedo de sudor.

Sostiene una caja de metal contra el pecho.

Al llegar a Lover’s Cross disminuyen los jadeos, los sollozos cesan.

La joven mira por encima del hombro, casi convencida de que está sola pero desesperada por asegurarse.

Cae de rodillas, se desliza el chal hacia atrás. Deja en el suelo la caja mientras se da órdenes a sí misma, las mismas palabras, una y otra vez.

«Deprisa, acaba de una vez, ahora, este mismo instante. Deprisa, acaba de una vez, ahora.»

Del bolsillo saca una pequeña pala embadurnada de barro. Empieza a cavar, débil y temblorosa al principio, pero a medida que la aprensión y el miedo bullen en su interior descubre una fortaleza cada vez mayor. Las agujas de pino se le clavan en la piel, se le incrustan debajo de las uñas.

La tierra, agitada, desprende una mezcla de fragancias: limón, clavo, hongo acre, especia escondida.

El sol pestañea sobre el horizonte. El coro del amanecer empieza: un batir de alas, un remolino de trinos. En particular, el canto de la alondra. Límpido y glorioso, se eleva hacia el cielo y más allá.

Harriet levanta el rostro polvoriento, manchado de lágrimas.

El día ha comenzado. El coro es un recordatorio, una advertencia.

Harriet se echa el pelo hacia atrás y se inclina de nuevo sobre el hoyo cada vez más profundo.

«Cava, lanza y amontona; cava, lanza y amontona.» Más rápido ahora, con más apremio. La tierra se vuelve más blanda, la tarea más fácil.

Para la joven no habrá separación más dolorosa.

Coge la caja y la mece en los brazos.

Luego se la pone sobre las rodillas e inclina la cabeza en actitud de rezar.

—Señor, perdóname, no soy digna de que me mires, mira a otra parte. Pero en Tu bondad, derrama Tu bendición sobre...

El nombre se le atasca en la garganta. Tiene arcadas. Lo escupe.

—Isabelle..., sobre nuestra querida Isabelle. A Ti te la entrego, Señor, junto con...

Los dedos buscan.

—Mi collar.

Traga saliva. Tiene un gusto a plomo en la boca.

—Si lo dejo con Isabelle, ¿Te quedarás con ella? ¿La protegerás con Tu gracia? ¿Puedo pedirte esto sin ser castigada? Lo que voy a hacer ahora no me lo tengas en cuenta. Soy inocente. Nunca quise que esto sucediera. Tú eres el camino, la verdad y la vida.

Ónice y amatista, púrpura, azur, negro azulado: las piedras cálidas, ensartadas en una cadena de oro batido, tintinean en la palma de su mano cubierta de barro.

La joven se las lleva a los labios.

Luego abre la caja y deposita las joyas.

De pronto quiere acabar de una vez.

Coloca el ataúd improvisado en su sepultura.

Sobre él arroja capas de tierra y agujas que apisona apoyando todo su patético peso.

Rompe a llorar de nuevo, de forma incontrolable, pero ahora en parte de alivio.

Los sollozos dan paso a un grito.

El sonido se eleva hasta las copas de los árboles.

Agita un nido de cuervos.

Se alzan sobre sus negras alas amenazantes, ensombreciendo el cielo, y por un instante tapan el sol.

cap-2

1939

Se veía claramente que había nevado todo el día bajo un implacable cielo plomizo. Los gruesos copos blancos le quemaban los ojos, se posaban helados sobre los labios. Hasta donde a Edward Hamilton le alcanzaba la vista, que no era muy lejos, toda Inglaterra estaba sepultada. Era justo lo que le faltaba cuando el barco atracó en Southampton tras dos semanas de travesía. Bastante duro era ya lidiar con el ajetreo y el bullicio de pasajeros y porteadores, el alboroto de los que acudían a recogerlos y los saludos. La única persona que había ido a recibirlo era su chófer. No lo esperaban brazos amorosos ni labios cálidos. Notó que el suelo se balanceaba como una hamaca bajo sus pies a pesar de haber llegado a tierra firme.

Había temido ese regreso. Llevaba años temiéndolo. Luego meses, semanas. Hasta que empezó a contar los días. El frío que sentía en la boca del estómago era cada vez mayor. No podía ni oler la comida. Rezaba para que una catástrofe impidiera que el barco zarpase. Impidiera que abandonara su querida India con su calor, su luz y su color, el olor de las especias, el hedor de los excrementos.

Pero no hubo ninguna catástrofe. Nunca las hay cuando las necesitas. Las catástrofes te arrollan como un tren en marcha cuando menos te lo esperas, como esa tarde en que su querida y única Juliet se desplomó. Estaba sonriéndole con su bonito vestido con los hombros al descubierto, bebiendo ginebra con lima, y al minuto siguiente se agarraba la garganta con los ojos desorbitados y la copa se hacía añicos contra el suelo de la terraza.

En la India todo es repentino. Los crepúsculos son repentinos como repentina es la muerte.

Enterró a Juliet esa misma tarde.

Después de tantos años de feliz vida conyugal, Edward se encontró viudo, consternado, despojado.

¡Santo cielo! El dolor le atravesó al recordarlo.

Y seis meses después estaba en la estación de trenes de Calcuta con su elegante traje inglés, dando la mano a sus viejos amigos, vecinos y leales sirvientes, diciendo «adiós» hasta que la palabra le dejó la garganta en carne viva, conteniéndose de tal modo que sus ojos no derramaron una sola lágrima.

Edward estrechó entre sus brazos a ese ser querido tan especial durante un último y largo minuto bendito.

Y de pronto dejó de verlo.

Parpadeó. La multitud lo había engullido. Se lo había tragado entero como una pitón que se enfrenta con un cocodrilo. No había rastro de él, ni siquiera se veía su garboso sombrero panamá por encima de los hombros de la multitud. Aún tenía impregnado su olor en la piel, en la chaqueta, y se le partió el corazón.

Se abrió paso hasta el tren, que cruzó traqueteando los campos hasta el puerto de Bombay, repleto de gente.

Una vez a bordo del hotel flotante de la naviera P&O, el Viceroy of India, le asignaron un magnífico camarote, así como un asiento en la mesa del capitán, manjares exquisitos y vinos excelentes. Al subir a cubierta para estirar las piernas se llenó los pulmones de aire salado. «Levanta el ánimo —pensó—. Todavía tiene

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos