En un lugar sin nombre

Katherena Vermette

Fragmento

cap-0

La Brecha es un descampado que se abre al oeste de McPhillips Street. Un solar estrecho, de unas cuatro parcelas de ancho, que interrumpe el denso tejido de casas a uno y otro lado y atraviesa las avenidas desde Selkirk hasta Leila, ocupando todo ese extremo del barrio de North End. Hay personas que no le dan ningún nombre y seguramente ni siquiera piensan mucho en él. Yo nunca lo llamé de ninguna manera: solo sabía que estaba allí. Pero cuando se trasladó a vivir justo al lado, mi Stella le puso la Brecha, aunque solo para sus adentros. Nadie le había dicho nunca que se llamara de otra forma y, por alguna razón, creyó que debía ponerle nombre.

El terreno es de la eléctrica Hydro, que debió de reservárselo en la época anterior a que hubiera nada más por allí, cuando todos esos llanos de la orilla oeste del río Rojo no eran más que hierbas altas y conejos, grupos de matas que llegaban hasta el lago, más al norte. El barrio creció a su alrededor. Las primeras casas se construyeron para los inmigrantes del este de Europa que se vieron empujados al lado malo de las vías del tren, donde los mantuvieron apartados del acomodado sur de la ciudad. Alguien me contó una vez que en North End se hicieron casas baratas y grandes, pero que las parcelas eran estrechas y cortas. Eso fue cuando tenías que poseer cierta cantidad de tierra para poder votar, y todas esas parcelas se delimitaron de tal forma que quedaran excluidas por apenas unas pulgadas.

Las altas torres metálicas de Hydro se construyeron más adelante, al parecer. Se yerguen enormes y grises a uno y otro lado de ese pequeño pedazo de tierra, sosteniendo en alto dos cables plateados y lisos, muy por encima de la casa más alta. Las torres se repiten cada dos manzanas, sistemáticamente, y se pierden a lo lejos hacia el norte. Puede que lleguen incluso hasta el lago. La niña de mi Stella, Mattie, las bautizó como robots cuando la familia se trasladó a vivir allí al lado. Robots es un buen nombre para ellas. Todas tienen una cabeza cuadrada y se ensanchan un poco en la base, como si estuvieran en posición de firmes, y luego están esos dos brazos levantados, elevando los cables hacia el cielo. Son un ejército helado que monta guardia, que lo ve todo. Las casas que se construyen y se desmoronan a su alrededor, las oleadas de gente que llega y se va.

En los años sesenta empezaron a instalarse allí indios, en cuanto los indios del censo oficial pudieron salir de las reservas y muchos de ellos se trasladaron a las ciudades. Fue entonces cuando los europeos comenzaron a escabullirse poco a poco del barrio, como un hombre que se aleja a hurtadillas de una mujer dormida mientras aún está oscuro. Ahora hay allí muchísimos indios, familias grandes, buena gente, pero también bandas, putas, fumaderos, y todas esas enormes y bonitas casonas, por lo que sea, han acabado medio combadas y cansadas, como los ancianos que siguen viviendo en ellas.

La zona que rodea la Brecha está algo menos deteriorada que el resto, es más de clase obrera, lo justo para que la gente trabajadora que vive en ella se crea fuera de ese núcleo y a salvo de ese drama. En los caminos de entrada de allí hay más coches que en el otro lado de McPhillips. Es un buen barrio, pero aun así se le nota, si sabes buscar. Si te fijas en esas casas con ventanas que no se abren nunca, tapadas con sábanas. Si te fijas en esos coches que llegan bien entrada la noche, aparcan en mitad de la Brecha, lo más lejos posible de cualquier casa, y solo se quedan allí unos diez minutos antes de alejarse otra vez. Mi Stella se fija en eso. Yo le enseñé a mirar y a estar siempre alerta. No sé si hice bien o mal, pero aún sigue viva, así que algo de bueno tendría.

Siempre me ha encantado ese lugar que mi niña llama la Brecha. Solía salir a pasear por allí en verano. Hay un sendero que se puede seguir hasta llegar al límite mismo de la ciudad y, si vas con la cabeza gacha y solo miras la hierba, casi dirías que te has pasado el día entero en el campo. Allí los viejos plantan huertos, unos huertos grandes con hileras ordenadas de maíz y tomates, bien rectas y limpias. Durante el invierno, en cambio, no se puede ir a pasear. Nadie se encarga de abrir ningún camino. En invierno, la Brecha no es más que un lago de viento y blancura, un campo de nieve fría y cortante que se levanta con la ráfaga más leve. Y cuando la nieve toca los cables desnudos de Hydro, se genera ese zumbido tan molesto. Es continuo y lo bastante tenue para no prestarle atención, igual que un murmullo parecido a una voz pero en el que no logras distinguir palabras. Y aunque tienen más de tres plantas de alto, cuando nieva, esos cables parecen estar muy cerca, muy bajos, y susurran con ese zumbido que es casi como una música, solo que no tan suave… Puedes no hacerle caso. No es más que ruido blanco, y hay personas capaces de no hacer caso a algo así. Hay personas que lo oyen y simplemente se acostumbran.

Nevaba cuando ocurrió. El cielo estaba rosado y henchido, y la nieve por fin había empezado a caer. Incluso desde el interior de su casa, mi Stella oía el zumbido, tan claro como su propia respiración. Cuando el cielo se llena de nubes sabe que no tardará en llegar, pero, igual que con todo lo que ha tenido que sufrir, simplemente ha aprendido a vivir con ello.

cap-1

Stella

Stella está sentada a la mesa de su cocina con dos agentes de policía, y durante un buen rato nadie dice nada. Se limitan a estar allí sentados, todos ellos mirando hacia otro lado, o al suelo, durante esa larga pausa. El agente mayor se aclara la garganta. Huele a café rancio y a nieve, y le echa un vistazo a la casa de Stella, a su cocina limpia y su salón oscuro, como si intentara encontrar pruebas de algo. El más joven repasa las notas que ha garabateado, las hojas de su libretita de espiral están rizadas y arrugadas.

Con una manta sobre los hombros, Stella sostiene una taza de café caliente con toda la mano, acaparando su calor pero temblando todavía. Con la otra ha convertido un pañuelo de papel húmedo en una bola. Mira hacia abajo. Sus manos tienen el mismo aspecto que las de su madre, manos viejas en una mujer joven. Manos de anciana. Su Kookom también tenía las manos así y, ahora que toda ella es anciana, las manos de su Kookom son prácticamente transparentes, la piel se le ha ido desgastando. Las de Stella aún no están tan mal, pero se las ve demasiado arrugadas, demasiado viejas para su cuerpo, como si hubiesen envejecido antes que ella.

El agente mayor respira con pesadez. Stella por fin levanta la mirada y se mentaliza para empezar a explicarlo todo, una vez más. Los dos agentes están sentados con los hombros erguidos y ninguno de ellos toca las tazas de café humeante que les ha preparado y les ha dejado en la mesa. Siguen con las cazadoras del uniforme puestas. Las radios que llevan al hombro escupen interferencias y voces amortiguadas, números y avisos.

Ella ha dejado de intentar no llorar delante de esos desconocidos. El agente Scott, el joven, es quien rompe el silencio.

—Bueno, sabemos sin ningún género de dudas que algo importante ha pasado… ahí fuera. —La mira de reojo.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos