1
La gente solía describirlo como un nudo en el estómago. Para Helena era una mala metáfora. Si tuviera una cuerda en la tripa, al menos podría tirar de ella para escapar a algún lugar lejano, o quizá para deslizarse hacia dentro de sí misma y quedarse ahí escondida, a oscuras entre las vísceras, calentita y tranquila. Pero no estaba tranquila: aquello en su estómago aleteaba como una polilla alrededor de un fluorescente. Algo así como el primer rugido del hambre. Como el estruendo del camión de la basura al irrumpir de madrugada en una calle estrecha.
Las siete y media de una tarde de marzo. El autobús H14 acababa de llegar a su parada cuando el teléfono sonó. Tenía un mensaje de la que fue su mejor amiga en el colegio y en el instituto y con la que llevaba sin hablarse más de una década. Ver el nombre de Rocío en aquella notificación le produjo un ligero vértigo que no le impidió bajarse del autobús de un salto y empezar a subir la avenida del Paral·lel como en un día cualquiera.
Quizá sólo se trataba de una confusión. Rocío habría encontrado su contacto por azar y le habría mandado una solicitud de amistad. O querría etiquetarla en algún álbum de fotos viejas en las que ambas aparecían bebiendo calimocho, o posando con los dedos en forma de uve y las uñas pintadas de brillantina. O quizá estuviera a punto de casarse o embarazada, y quería compartir su alegría con todas las personas que alguna vez formaron parte de su lista de contactos. Podría, incluso, tratarse únicamente de la invitación a una fiesta de reencuentro de antiguos alumnos del instituto, a la que por supuesto ella jamás asistiría.
Abrió el mensaje. No había fotografías pixeladas que despertaran un tanto la nostalgia, ni tampoco palabras maternales o gestos de celebración.
Sin apenas signos de puntuación, como si las letras estuvieran fundiéndose y apelotonándose en la caja de texto, el comunicado de Rocío era más urgente.
Tuvo que releerlo un par de veces para que cobrara sentido. Un líquido abrasador comenzó a ascender hasta la comisura de los ojos. Se los tapó con fuerza para detener la hemorragia. Siguió caminando avenida arriba, rumbo a casa, con un sentimiento parecido a la angustia pero también al alivio. A la altura de un restaurante asiático se dejó caer de golpe sobre una de las sillas metálicas de la terraza y dejó el móvil sobre la mesa. La pantalla aún emitía un leve brillo gracias al cual podía distinguirse un fragmento de las palabras de Rocío.
«no sé si querrás saber de mí tampoco sé si este es tu perfil no sé ni siquiera si estás viva pero tenía que decírtelo roberto ha fallecido esta mañana».
Sólo hacía falta deslizar el dedo hacia el símbolo del sobrecito azul para poder leer el mensaje completo. En vez de eso, Helena se clavó la uña del índice en el muslo con tanta fuerza que se hizo una carrera en la media.
Roberto está muerto, dijo en voz muy baja.
Cuando la pantalla se tiñó de negro, la acarició con el mismo dedo. Lo movió hacia arriba y hacia abajo del cristal, tratando de borrar las marcas.
Roberto está muerto, musitó otra vez, mientras el tráfico chillaba a sus espaldas y el camarero del restaurante la observaba desde la puerta sin hacer ademán de acercarse.
Fue entonces cuando Helena lo notó: el vuelo de una polilla en el estómago. Sus alas de metal lijando las paredes gástricas; el peso del cuerpo sin vida de Roberto iluminándose en una habitación hasta entonces inhabitada de su mente.
2
Tenía treinta años y nunca había asistido a un funeral.
No fue al de su madre, Fernanda, ni tampoco al de su padre, Amador. Helena no sabía lo que era un cadáver, sus pies jamás habían pisado un tanatorio. El único cementerio que había visto estaba en Copenhague. Lo más sencillo para llegar al restaurante Kiin Kiin de Nørrebro era atravesarlo, así que había estado ante la tumba de Kierkegaard, pero nunca pudo llorar frente a la de Fernanda.
Un conductor ebrio la dejó sin madre cuando sólo tenía siete años. Lo descubrió cuando una vecina llamó al timbre del chalet y entró en la sala de estar sollozando. Llevaba un periódico enrollado debajo del brazo y una bata gris sobre los hombros.
—Ay, Amador, que la ha arrollado un Seat rojo mientras volvía del mercado. Estaba cruzando la avenida Castilla. Se la ha llevado la ambulancia al hospital Príncipe de Asturias.
La taza de café de Amador salió volando contra la pared de gotelé de la habitación y su líquido negruzco chorreó hasta empapar el suelo lleno de trozos de cerámica. Helena guardó en la memoria el sonido del puño de su padre chocando contra la mesa de madera. Y su llanto seco. Y las palabrotas. Y los gestos con los que más tarde le explicaría que «un funeral no es sitio para una niña» o que «está prohibido ir a la tumba de mamá».
Ella no fue la única que no pudo despedirse de Fernanda. Amador tardó semanas en marcar el largo número tras el que se ocultaba la voz de los padres de su esposa. En algún lugar de Barranquilla, la voz entrecortada de su abuelo materno maldecía al «español cucarro y fantoche» y pedía a Dios que le devolviera a su niñita. La conversación no duró mucho, aunque sí lo suficiente para que a ambos lados de la línea decidieran odiarse. No volver a dirigirse la palabra.
En pocos días, Helena perdió a una madre, a unos abuelos y también al Amador que conocía.
Su padre ya no volvió a reír. No volvió a desprenderse del chándal azul marino con el que iba a trabajar. Pasaba horas sin levantarse del sofá mirando canales de deportes extranjeros; ojeando sus álbumes de fotografías de los años que pasó en el servicio militar; ordenando sus revistas de caza o escuchando una y otra vez su vinilo azul de Joan Manuel Serrat.
Helena, mientras tanto, se quedaba encerrada en su cuarto. Jugaba a las muñecas y hacía dibujos muy coloridos que dedicaba a su madre. Eran garabatos y canciones escritas con Plastidecor, cuyas letras se salían de las líneas dobles de los cuadernos anillados. Tras comprobar que no tuvieran faltas de ortografía, arrancaba las hojas y las doblaba en forma de aviones puntiagudos, para lanzarlas por la ventana de su cuarto antes de acostarse.
Habían pasado algunos meses desde el accidente de Fernanda, cuando una noche su padre salió a fumar al patio trasero de la casa y se encontró enredado en las ramas del limonero un avión de papel en cuyas alas podía leerse «te echo de menos», «vuelve», «creo que papá también se va a morir». Amador apoyó el pitillo en el alféizar e hizo pedazos el dibujo. Desde entonces, Helena no volvió a escribir cartas de amor a su madre, ni tampoco a hacer preguntas sobre cómo fue su vida en Colombia, antes de conocerlo.
Todos los vestidos y zapatos de su madre acabaron en cajas para donar a Cáritas o en maletas polvorientas en el desván. Donde antes estaban sus libros, ahora había un mapa antiguo del parque natural del cabo de Gata. Donde antes estaba el tocador de su cuarto, ahora había una vitrina